«Si alguno quiere venir en pos de mi, niéguese a si mismo, tome su cruz y sigame»
Mis queridos hermanos y amigos:
Hoy, Domingo de Ramos, con la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, comienza la Semana de su pasión, muerte y resurrección ¡La Semana más santa de toda la historia de la humanidad!
Su celebración representa siempre una extraordinaria oportunidad de gracia, bendición y salvación para el hombre, pero también un formidable reto espiritual y pastoral para la Iglesia. Así sucede también en este año, tan marcado por las señales del futuro: un año de comienzo de siglo, en el que se abre un nuevo milenio de la historia cristiana: el
tercero. ¿Acertaremos a encaminar el curso de nuestro tiempo, de esta época tan apasionante y dolorosa en la que vivimos, por el sendero de la Cruz de Cristo? Mucho de lo más importante y transcendente en nuestra vída, en la vida de la Iglesia y en el destino de la humanidad, está en juego.
Reemprendamos pues con nuevo vigor espiritual, como si fuera la primera vez, el acompañamiento de Jesús en todas las estaciones y momentos de esta semana culminante para la realización de la misión que había recibido del Padre: desde la mañana jubilosa en que es acogido en Jerusalén por los niños y los jóvenes, por todo el pueblo que le aclama, pasando por la última cena en el Cenáculo con sus discípulos, la agoma del Huerto de los Olivos, su detención y apresamiento, la traición y el abandono por parte de sus los suyos, incluido Pedro; su juicio y torturas en los distintos escenarios de la ciudad santa: el Templo con los escribas, fariseos y el Sumo Sacerdote, el Pretorio con Pilatos y los soldados romanos; luego la subida al calvario con la Cruz a cuestas, la crucifixión, su muerte, teniendo muy cerca de su Madre, su descendimiento y sepultura… Y, finalmente, la victoria de la Resurrección: el sepulcro está vacío, se aparece a María Magdalena, a Pedro y a los demás apóstoles… a la multitud de los hermanos.
Nuestro acompañamiento, si quiere ser auténtico, ha de configurarse como algo hondamente personal, ha de ser compartido con toda la Iglesia y ha de estar impregnado por la preocupación y el celo por la salvación de todos los hombres. En «el árbol de la Cruz está clavada la salvación del mundo» proclamará el diácono en la celebración litúrgica del Viernes Santo.
Precisamente por la participación exterior e interior en la Liturgia de la Semana Santa es corno hay que dar el primero y fundamental paso en el acompañamiento de Jesús en estos días en que padece, sufre hasta lo inconcebible, y muere obedeciendo con un amor infinita, el que le lleva a ofrecer su vida como sacrificio y oblación para la remisión y perdón de nuestros pecados. La celebración litúrgica nos abre la puerta de nuestra alma a la indecible actualidad del Misterio de Salvación ocurrido en Jerusalén hace dos mil años como algo que nos toca, afecta y embarga «aquí y ahora». Las expresiones tradicionales de la piedad popular, nacidas a la luz y al calor de la más que milenaria fe cristiana de nuestro pueblo, nos podrán facilitar después el testimonio público de nuestra renovada experiencia de identificación con el Jesucristo de la Pasión y de la Cruz: con Jesucristo Resucitado. Testimonios de fe y amor a El y a su Madre Dolorosa, tan intensos y entrañables por la emoción del alma, la belleza estética y la fuerza catequética con que se manifiestan- Sin embargo, la verdad de nuestro seguimiento tendrá una medida última con la que habrá de confrontarse ahora y siempre: la medida del seguimiento que Él mismo había establecido para sus discípulos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Le 9,23).
Esta es la primera lección para la vida que ha de aprenderse de toda Semana Santa: la de comprender el valor decisivo de la renuncia a uno mismo por el amor de Dios que se nos ha revelado en la Cruz de Cristo en todas las circunstancias de la propia existencia y en la concepción de la sociedad y del mundo. Se triunfa de verdad cuando se ama ofreciendo la vida como Cristo, con El y por El. Se frustra y se desperdicia lo que el hombre es y posee como creatura e imagen de Dios cuando se sitúa en el centro de la realidad que le circunda como dueño y señor de sí mismo y de los demás, ignorando de donde viene el amor, en que consiste y como se prueba y verifica. Lección que es inseparable de la invitación a tomar la propia cruz, siguiendo a Cristo, participando en la suya, No podemos poner precio al amor en nuestra vida o calcular cuando y como nos conviene poner por obra e) amor. Sólo dejándose guiar por la voluntad del Padre, aceptando sus designios -las cruces que El permite y envía- se culmina la acción de la gracia en nuestras almas, florecen en nosotros el amor y la santidad.
Vayamos en pos de Jesús en estos días de la celebración de su Pasión, Crucifixión y Sepultura, con fe ardiente y piedad sincera, con el dolor sentido y confesado por nuestros pecados -que son la expresión más patente del no querer negamos a nosotros mismo-, sin miedo a Ias llagas» de nuestros padecimientos y enfermedades, porque veneramos y besarnos las suyas. Porque con San Juan de la Cruz podemos decir de ellas;
«¡Oh cauterio suave!
¡Oh regalada llaga!
¡Oh mano blanda!
¡Oh toque delicado,
que a vida eterna sabe,
y toda deuda paga!
Matando, muerte en vida la has trocado»
En la Cruz de Cristo, abrazada por nosotros, no se ensalza el dolor por el dolor, ni la ascesis por una orgullosa autodisciplina de lo humano como recurso imprescindible para conseguir el tipo de un superhombre portador de la fuerza y del poder histórico.- sino todo lo contrario, abrazando la cruz, descubrimos y afirmamos en la teoría y en la práctica que «Dios es Amor», y que se nos ha revelado y dado en la entrega y anonadamiento a su Hijo hasta la muerte y una muerte de Cruz. El secreto de la Cruz alberga el más insondable del amor de Dios y de su designio salvador. Abrámosle el corazón en estos días santos que se avecinan con el deseo que tan bellamente expresaba San Juan de la Cruz en su canto a la «llama de amor viva»,
«¡Oh llama de amor viva,
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!
Pues ya no eres esquiva,
acaba ya, si quieres;
¡rompe la tela de este dulce encuentro!
Apresurémonos a colocarnos al lado de la Madre de Jesús, al pie de la Cruz. Ella nos ayudará a comprender con renovada profundidad en el nuevo Calvario de su Hijo de este año 2001 como habremos de abrirle nuestro corazón para el nuevo riego de amor misericordioso y salvador que el mundo espera.
Así lo harán los jóvenes de Madrid en esta mañana, junto con los jóvenes de toda la Iglesia, que en todas las diócesis del mundo, celebrando la XVI Jornada mundial de la Juventud, se aprestan a acoger a Jesús en triunfo con sus cánticos y aclamaciones como el que viene en el nombre del Señor.
Con el deseo de una celebración piadosa y fructuosa de la Semana Santa, y mi bendición,