Discurso Inaugural LXXVI Asamblea Plenaria CEE

LXXVI Asamblea Plenaria CEE

Eminentísimos señores Cardenales,
Excelentísimo Sr. Nuncio Apostólico,
Excelentísimos señores Arzobispos y Obispos,
Queridos hermanos y hermanas todos:

Mi más cordial saludo para todos los miembros de la Conferencia Episcopal, en particular para el señor Arzobispo de Toledo como nuevo Cardenal, a quien felicitamos de todo corazón, y para quienes se unen a nosotros por primera vez en esta LXXVI Asamblea Plenaria. Saludo igualmente y doy las gracias a quienes con su trabajo diario hacen posible el buen funcionamiento de esta Casa; también a los periodistas que nos acompañan.

I.  Sobre la Iglesia en España hoy: «¡Mar adentro!» (Lc 5, 4)

«¡Duc in altum! Esta palabra resuena también hoy para nosotros y nos invita a recordar con gratitud el pasado, a vivir con pasión el presente y a abrirnos con confianza al futuro»[1].

1. En plena sintonía con el Santo Padre, de cuya Carta Apostólica Novo millennio ineunte he tomado este comienzo, inauguramos los trabajos de nuestra Asamblea embarcados en la programación pastoral de los próximos años.

Miramos al pasado, al Año Jubilar 2000, con mucha gratitud. Las Iglesias de España han vivido una experiencia singular de gracia. La Providencia de Dios, secundada fielmente por la previsión y el trabajo pastoral de Juan Pablo II, nos ha deparado una ocasión espléndida para depurar nuestra respuesta a lo que el Espíritu Santo ha inspirado y pedido al Pueblo de Dios a través del Concilio Vaticano II: un  renovado descubrimiento de Jesucristo, el Señor. Le damos gracias a Dios porque la semilla de gracia, sembrada en tantas personas y comunidades, supondrá sin duda ninguna el renacer de la vida cristiana y un nuevo aliento para la evangelización.

Miramos, por eso, hacia adelante y hacia lo alto sujetando con firmeza y confianza el timón de la nave de nuestras vidas y de la Iglesia mar adentro del nuevo siglo y del nuevo milenio que se abre ante la Humanidad. Hemos renovado nuestra fe en que el Señor resucitado va con nosotros. Es nuestro viaje, pero es Él quien nos envía, nos acompaña y nos guía.

«No se trata, pues,  -nos dice el Papa-  de inventar un nuevo programa. El programa ya existe.  Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir con Él la vida trinitaria y transformar con Él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste»[2].

A nosotros, como Pastores de las Iglesias que peregrinan en España, nos corresponderá formular las orientaciones pastorales adecuadas a las condiciones de nuestras comunidades para que el programa bimilenario y siempre nuevo del Evangelio sea vida cada vez más pujante en nuestras situaciones concretas.

El Santo Padre ha trazado luminosamente algunos «puntos de referencia y orientación común» o «prioridades pastorales» que la experiencia misma del Gran Jubileo ha puesto de relieve. Se trata, ante todo, de la invitación y la exigencia de la santidad como finalidad de toda programación pastoral; de la oración, y, en particular, de la oración litúrgica, como forma del encuentro vivo con Dios en Jesucristo y su Espíritu; de la Eucaristía dominical como referente básico de la identidad eclesial del cristiano; del Sacramento de la Reconciliación, como lugar de la manifestación del corazón misericordioso de Dios para cada persona; del reconocimiento de la primacía de la gracia, como principio esencial de la visión cristiana de la vida; y de la escucha y el anuncio de la Palabra de Dios como fuente y acicate de la nueva evangelización. En estas realidades se concreta el «caminar desde Cristo»[3] reanimado por el Jubileo de la Encarnación; un caminar que es movido por la contemplación de su rostro[4] y que conduce al testimonio del Amor[5].

Los testigos del amor de Cristo -nos dice el Papa- viven la espiritualidad de la comunión, «que encarna y manifiesta la esencia misma del misterio de la Iglesia» y que no se conforma con meras «máscaras de comunión»; acogen la variedad de vocaciones, entre las cuales destacan particularmente -dada la difícil situación actual- las vocaciones al sacerdocio y a la vida de especial consagración; se comprometen en la comunión plena y visible de todos los cristianos; encuentran en los pobres una presencia especial del Señor, que impone a la Iglesia una opción preferencial por ellos; trabajan por el respeto a la vida de cada ser humano desde la concepción hasta su ocaso natural y afrontan, de acuerdo con la Doctrina Social de la Iglesia, los desafíos suscitados por el desequilibrio ecológico, los problemas de la paz y el vilipendio de los derechos fundamentales de tantas personas; en todo lo cual son los laicos quienes se sitúan en primera línea, en virtud de su vocación bautismal. Los testigos del amor de Cristo dan testimonio misionero ante todos los hombres de la gracia recibida y mantienen una relación de apertura y diálogo con representantes de otras religiones.

Todas estas prioridades y puntos de referencia no son sólo fruto de la experiencia jubilar, sino sobre todo de la riqueza de enseñanza y vida aportada por el Concilio Vaticano II. El conocimiento y la asimilación del Concilio sigue siendo, si se me permite la expresión, una prioridad de prioridades, pues, como decía el Papa al Congreso de febrero de 2000 sobre su recepción, «el Concilio Vaticano II ha sido una profecía auténtica para la vida de la Iglesia y seguirá siéndolo durante muchos años del tercer milenio recién comenzado»[6], es «una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que empieza»[7].

2. Nuestra Conferencia Episcopal desea ser un cauce eficaz para lograr la sintonía de «las opciones de cada Comunidad diocesana con las de las Iglesias  colindantes y con las de la Iglesia universal»[8]. El Santo Padre ha dado voz a algunas de estas opciones universales, a las que me acabo de referir brevemente. Nosotros hemos de concretarlas en nuestras diócesis. El trabajo de esta Asamblea nos ayudará a todos en el empeño de hacerlo de modo coherente y coordinado. Sabemos que esto es responsabilidad de la Conferencia Episcopal como institución permanente de «la asamblea de los Obispos de una nación o territorio, que ejercen unidos algunas funciones pastorales respecto a los fieles de su territorio, para promover conforme a la norma del derecho el mayor bien que la Iglesia proporciona a los hombres, sobre todo mediante formas y modos de apostolado convenientemente acomodados a las peculiares circunstancias de tiempo y de lugar»[9].

De hecho, la Conferencia Episcopal Española viene prestando ya un servicio específico a la programación apostólica de las Iglesias de España mediante la elaboración periódica de planes pastorales. Recordamos bien el primero de ellos, uno de los frutos de la primera visita de Juan Pablo II: La visita del Papa y el servicio a la fe de nuestro pueblo (1983-1986)[10]; luego vinieron Anunciar a Jesucristo en nuestro mundo con obras y palabras (1986-1990)[11], Impulsar una nueva evangelización (1990-1993)[12], «Para que el mundo crea» (Jn 17, 21) (1994-1997)[13] y «Proclamar el año de gracia del Señor» (Is 61,2; Lc 4,19) (1997-2000)[14], que tanto nos ha ayudado en la preparación y celebración del Jubileo.

El examen de la situación actual de la Iglesia en España, largo, pero detallado y minucioso, que hemos ido haciendo en las últimas Asambleas Plenarias nos permitirá disponer de un excelente punto de partida para la elaboración de un nuevo Plan pastoral que responda a los retos de esta coyuntura de cambio de siglo y de milenio, en sintonía con las propuestas del Papa y a la escucha obediente de lo que el Espíritu nos dice al comienzo del año 2001 a las Iglesias de España.

3. Desde que celebramos en el pasado otoño nuestra última Asamblea Plenaria, la Conferencia Episcopal y la Iglesia en España han atravesado por circunstancias difíciles, marcadas por acontecimientos que deseamos interpretar también como una llamada del Señor a remar «mar adentro». Los discípulos decidieron volver a faenar y a echar de nuevo las redes no porque el trabajo que acababan de hacer hubiera resultado fácil o rentable; fue la palabra poderosa del Maestro y la confianza con la que ellos respondieron las que les indujeron a bogar de nuevo en un mar que parecía negarles la pesca. En medio, pues, de las angustias del mundo y de las consolaciones de Dios, estamos decididos a no cejar en nuestro impulso apostólico, a continuar evangelizando con la serena certeza de que el Señor nos da el incremento cuando ponemos en Él nuestra confianza y no vacilamos ante la contrariedad y la persecución.

Nos duele hasta el fondo del alma el tremendo flagelo del terrorismo, que tanta sangre ha costado de nuevo en estos meses y que sigue amenazando un bien tan sagrado como la vida de las personas, de modo que son muchos hermanos nuestros los que viven sometidos al amedrentamiento y al chantaje, algo que, en cierto modo, notamos y padecemos todos los españoles. Nos duelen la muerte y el sufrimiento de tantas víctimas de la violencia en sus múltiples formas, en especial la que sufren las mujeres y los niños. Nos duele que sigan sacrificándose vidas inocentes ya antes de nacer en número creciente y con nuevas técnicas mortíferas legalizadas por quienes tienen el deber de velar por la vida y la salud de todos. Nos duele la suerte de los pobres y de los que carecen permanentemente de trabajo; la suerte de los inmigrantes explotados por mafias sin escrúpulos y no acogidos con todo el respeto y el afecto que nos merecen como personas e hijos de Dios. Nos duelen los que pierden la fe, los jóvenes a los que no se les abre en la vida un horizonte iluminado por el Evangelio y que tantas dificultades encuentran para poder afrontar con dignidad su futuro vocacional, en especial para contraer matrimonio y fundar una familia de acuerdo con la dignidad humana y la Ley de Dios que nos abre el camino a la plenitud de la existencia humana.

En estas semanas de tribulación lo que más nos ha hecho sufrir no han sido  las descalificaciones y las acusaciones injustas de las que hemos sido objeto los Obispos españoles a causa de nuestra supuesta tibieza en la condena de ETA y de nuestra presunta ambigüedad en la calificación moral del terrorismo. Nos han dolido más el engaño y la confusión producidos entre los católicos y el intento de separarlos de sus Pastores legítimos, puestos por el Señor para presidirlos en la caridad, en comunión con el Santo Padre. Sin embargo, mucho más dolor nos han producido las informaciones  y opiniones desorbitadas, y no pocas veces malevolentes e hipócritas, basadas en datos sacados de contexto relacionados con los tristísimos, pero contados, casos de abusos sexuales perpetrados por unos pocos clérigos en algunos lugares del sufrido y querido Continente africano. Se ha pretendido aprovechar la ocasión para echar una mancha de escándalo y descrédito sobre la vida y el trabajo de tantos miles y miles de misioneros y misioneras que allí, y en todo el mundo, siguen consagrando totalmente su existencia al servicio de Cristo y de los hermanos, en frecuentes ocasiones incluso a riesgo diario de sus vidas. Ellos lo saben, pero se lo queremos expresar de nuevo: cuentan con el estímulo, el apoyo, la confianza y la oración de los Obispos y de la Iglesia en España; los mismos sentimientos y la misma comunión en Cristo que les manifestamos también a nuestros hermanos Obispos, sacerdotes, consagrados, consagradas y fieles laicos de las jóvenes Iglesias de África. Quiera Dios seguir bendiciendo sus vidas y su trabajo, germen seguro de un futuro mejor para los pueblos africanos.

Nos consuela, en cambio, la fidelidad de tantos hijos e hijas de la Iglesia, entre los cuales se encuentran significativamente muchos jóvenes, que a través de  las estructuras ordinarias de las diócesis, de las parroquias y de sus movimientos y comunidades eclesiales se entusiasman con Cristo y se manifiestan dispuestos a ser los protagonistas de la nueva evangelización; unos como sacerdotes o consagrados, otros como padres y madres de familia, presentes en medio del tejido profesional y laboral de la sociedad. Son signos ciertos de una aurora nueva para la Iglesia en España.

Para responder a todos los retos planteados y bogar al alta mar de nuestro mundo, será necesario reafirmar teórica y prácticamente la identidad de la Iglesia y de su misión, viviendo «misioneramente» en la sociedad española de nuestros días, cercanos a nuestro pueblo y verdaderamente solidarios con él. No lo perderemos de vista en nuestro trabajo de esta Asamblea Plenaria, en particular en la formulación de las líneas fundamentales del nuevo Plan Pastoral de la Conferencia Episcopal.

Expresión de nuestra preocupación por aportar la luz del Evangelio a los problemas más agudos de nuestra sociedad es, en particular, el documento La familia, esperanza de la sociedad y santuario de la vida, del que haremos en estos días una segunda lectura. Se podría pensar que hay problemas de mayor urgencia inmediata que preocupan, con toda razón, de un modo más acuciante a nuestro pueblo, entre ellos los del terrorismo, la inmigración o el paro. Sin embargo, no dejaremos de repetir que en la crisis de la familia se halla una de las raíces más hondas de la crisis social que se manifiesta luego en esos otros fenómenos que golpean de modo más llamativo y sangrante nuestra sensibilidad y nuestras vidas. En la crisis de la familia confluyen una serie de factores sociales y culturales que reflejan una concepción del ser humano y de la sociedad que, si no ha dejado de tener algunos efectos positivos, pone muy seriamente en cuestión la humanidad del hombre en sus mismas fuentes, como son las relaciones entre hombre y mujer, las relaciones esponsales, paternofiliales, fraternales y familiares; y que, además, con trágica consecuencia, violenta y agrede a la vida humana en sus comienzos, en su desarrollo y en su ocaso, dejándola fría y sin amor. La legislación sobre la eutanasia, recientemente aprobada en Holanda, es triste y dramática expresión de la deshumanización que deja indefensos, sobre todo, a los más débiles: a los niños, a los ancianos y a los discapacitados; sus vidas quedan al arbitrio de los más poderosos. Un cuerpo social que está enfermo en sus órganos más vitales, no puede dejar de padecer gravísimos problemas en todo su organismo. Las cuestiones referentes a la familia no son simplemente cosa de la vida privada de los ciudadanos, como a veces se dice. La cuestión de la familia es una cuestión social de primer orden[15]. Si la familia va mal, la sociedad irá mal.

Los problemas nuevos que determinadas costumbres pudieran plantear al legislador no pueden ser abordados con soluciones que pongan de algún modo en cuestión al matrimonio como institución configuradora de la familia y de la sociedad. Sería un gravísimo error.  El camino emprendido por algunas Comunidades Autónomas no es el buen camino. Búsquense soluciones, si es que no las hay ya, pero no se dé cauce legal a la confusión antropológica; no se enturbien más aún las fuentes de la verdadera humanidad. El bien común demanda precisamente lo contrario para el futuro de nuestro pueblo: una legislación más amiga del matrimonio y de la familia.

También estudiaremos una declaración sobre El drama humano y moral del tráfico de mujeres y haremos una primera reflexión Sobre la situación económica y las nuevas legislaciones neoliberales a la luz de la Doctrina Social de la Iglesia.

Volveremos, además, sobre los Principios y criterios para la inspección del área y el seguimiento de los profesores de religión católica. La enseñanza es otro de los campos neurálgicos en el que se juegan las cuestiones decisivas de la vida de las personas y de la sociedad. Es necesario que todas las partes den los pasos necesarios para que los padres, primeros responsables de esta tarea, puedan ejercer de modo efectivo y con garantías el derecho que les asiste de que sus hijos reciban una educación de calidad, integral y acorde con su fe y sus principios morales. Por lo que toca a la oferta que la Iglesia hace a la sociedad en este terreno a través de tantas instituciones y educadores beneméritos, es justo que pidamos a las autoridades el apoyo generoso que tantos padres demandan y, en el caso concreto de la enseñanza de la religión, simplemente que se cumpla la ley. No se debería demorar más su regulación legal de acuerdo con las normas pactadas con la Santa Sede en el Acuerdo sobre Enseñanza y Asuntos Culturales. La disminución de la calidad del sistema educativo -cuando no su notorio deterioro-, que tantos acusan, tiene que ver, sin duda alguna, con las crecientes dificultades para poder transmitir un mínimum de formación religiosa y moral a los alumnos que les permita la maduración integral de su personalidad. Si a este fallo educativo se añade el clima de violencia y sexismo desbordado que se cultiva y refleja en tantos medios de comunicación social, especialmente en los televisivos, es legítimo preguntarse cómo se puede esperar un desarrollo social en el futuro, caracterizado por el respeto mutuo, por la libertad responsable y por la solidaridad.

Para vivir así la misión de la Iglesia en la España de nuestros días, en fidelidad al Evangelio y en cercanía a nuestro pueblo, hemos de tener todos una conciencia clara de las enseñanzas del Concilio Vaticano II acerca de las correctas relaciones entre la Iglesia y la comunidad política. Permitidme ahora algunas consideraciones a este respecto.

II. La misión de la Iglesia y la Comunidad política

1. No parece, en efecto, ocioso recordar hoy el principio fundamental renovado por el Concilio de que «la Comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas la una de la otra en sus campos respectivos»[16].

Es muy significativo que en el lenguaje conciliar no se hable ya tanto de Iglesia y Estado cuanto de Iglesia y Comunidad política. La realidad sociológica del Estado moderno, caracterizado por una inusitada variedad, movilidad y participación social, abre una nueva perspectiva que va más allá de la clásica relación entre los «sujetos de la autoridad» del Estado y de la Iglesia. No son ya sólo ni simplemente las respectivas autoridades civiles o religiosas las que están en cuestión a la hora de establecer de modo adecuado las relaciones entre el llamado «poder temporal» y el «poder espiritual». Tanto los aludidos cambios históricos, que han dado lugar a sociedades plurales y diferenciadas, como el desarrollo doctrinal que ha desembocado en la declaración conciliar Dignitatis humanae sobre la libertad social y civil en materia religiosa, han puesto en evidencia realidades nuevas que es necesario tener en cuenta.

Por una parte se ha puesto más claramente de manifiesto la complejidad de la sociedad y la importancia de sus instituciones políticas en orden al reconocimiento efectivo de la dignidad de la persona humana, de sus derechos fundamentales y, en definitiva, de la consecución del bien común en un marco de justicia social y de solidaridad con los más débiles. La comunidad política y su autoridad tienen aquí un papel insustituible, hasta tal punto que, como siempre ha reconocido la doctrina católica y recuerda el Concilio Vaticano II, «se fundan en la naturaleza humana y por ello pertenecen al orden querido por Dios»[17]. Pero hay un principio también antiguo que en la sociedad actual adquiere, si cabe, más relevancia, que es el de la subsidiaridad: «Los gobernantes deben procurar no poner obstáculos a los grupos familiares, sociales o culturales, los cuerpos o las instituciones intermedias, y no privarlos de su acción legítima y eficaz, la cual procuren más bien promover de buen grado y ordenadamente»[18]. Cada día está más claro que la sociedad e incluso la comunidad política no se reducen a las estructuras del Estado, ni que el valor moral de la autoridad en la sociedad y en la comunidad política se encuentre sólo en la autoridad que ejerce  -y se ejerce-  en el Estado.

Por otra parte, en lo que respecta a la Iglesia, la doctrina católica ha ido desarrollando las consecuencias que se derivan de la libertad de la fe y de la distinción irreductible entre la organización temporal de la vida en este mundo, propia de la comunidad política, y la mediación sacramental de la salvación de Dios, propia de la comunidad eclesial. La comunidad política y las instituciones públicas del Estado, en todos sus ámbitos  -sin excluir el de las instituciones educativas hasta la Universidad- han de articularse de tal modo que se garantice la libertad religiosa de las personas y de los grupos. Naturalmente esto le exige no caer en formas laicistas de intolerancia religiosa, sino, más bien, entender de modo positivo la aportación religiosa al bien común; y exige igualmente a los órganos del Estado y a los partidos políticos no suplantar directa ni indirectamente el lugar de las instancias religiosas convirtiéndose indebidamente en supuestas fuentes de la moral y de las orientaciones antropológicas fundamentales de la vida social. Los peligros que estas actitudes de sesgo dirigista comportan son tan graves como bien conocidos en el siglo XX.

Pero del principio de distinción fundamental entre Iglesia y comunidad política se sigue también que los católicos han de saber distinguir su aportación al bien común en el ámbito de la comunidad política, en cuanto ciudadanos guiados por su conciencia cristiana, individual o asociadamente, de lo que eventualmente pudieran hacer «en nombre de la Iglesia junto con sus pastores»[19]. En el primer campo mencionado los cristianos «deben reconocer las opiniones legítimas, aunque discrepantes entre sí, sobre la ordenación de los asuntos temporales y respetar a los ciudadanos, también cuando lo hacen agrupados, que las defienden honestamente»[20]. Es decir, que en las cuestiones de ordenación de la vida política son posibles diversas opciones legítimas, ninguna de las cuales está autorizada a identificarse excluyentemente con la doctrina o la posición de la Iglesia.

Ahora bien, también la Iglesia en cuanto tal tiene un ámbito propio de actuación en relación con la comunidad política, siempre bajo el supuesto de que tanto aquélla como ésta se deben al «servicio de la vocación personal y social de los mismos hombres»[21]. El Concilio determina dicho ámbito en estos términos: «la Iglesia debe poder siempre y en todo lugar predicar la fe con verdadera libertad, enseñar su doctrina social, ejercer sin impedimentos su tarea entre los hombres y emitir un juicio moral también sobre cosas que afectan al orden político cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas, aplicando todos y sólo aquellos medios que sean conformes al Evangelio y al bien de todos según la diversidad de tiempos y condiciones». La Iglesia, actuando de este modo y sin estar «ligada a ningún sistema político, es al mismo tiempo signo y salvaguardia de la trascendencia de la persona humana»[22]. Así se explica la prohibición, ya tradicional, a los clérigos «de aceptar aquellos cargos públicos que llevan consigo una participación en el ejercicio de la potestad civil»[23], y que «no han de participar activamente en los partidos políticos ni en la dirección de asociaciones sindicales, a no ser que, según el juicio de la autoridad eclesiástica competente, lo exijan la defensa de los derechos de la Iglesia o la promoción del bien común»[24].

2. Los Obispos españoles y la Conferencia Episcopal han procurado siempre aplicar esta doctrina conciliar. Así, por un lado, han alentado a los fieles a una participación evangélicamente responsable en la vida política; lo cual incluye también la vocación para el servicio público y la función política como muy propia del cristiano y digna del reconocimiento y del respeto general. Y, por otro lado, han tratado de orientar a todos acerca de la distinción entre el ámbito de la misión de la Iglesia y el de la vida pública y política en sus respectivos campos específicos.

Deseo recordar aquí, ante todo, el documento aprobado por la Asamblea Plenaria en diciembre de 1972 que lleva por título Sobre la Iglesia y la comunidad política[25]. Seis años antes de la promulgación de la Constitución de 1978, los Obispos enseñan ya con toda claridad la doctrina conciliar de la distinción entre la Iglesia y la comunidad política aceptando la no confesionalidad del Estado, proponiendo la libertad civil y social en materia religiosa y la renuncia a cualquier privilegio por parte de la Iglesia. En años posteriores se siguió desarrollando en diversas direcciones esta misma doctrina según las necesidades de los tiempos.

Testigos del Dios vivo. Reflexión sobre la misión e identidad de la Iglesia en nuestra sociedad[26], de 1985, se centra más bien en las exigencias que brotan de un «contexto adverso» para la vida interna de una Iglesia que se pregunta cómo responder mejor al Evangelio en orden a ser más evangelizadora. Los católicos en la vida pública[27], de 1986, detecta y denuncia una tentación de «dirigismo cultural y moral» y explica los principios de una presencia eclesial en la vida pública tan alejada del confesionalismo como de la privatización de la fe. «La verdad os hará libres»[28], de 1990, hace una acertada síntesis de la adecuada configuración de la conciencia moral cristiana como aportación esencial y propia a la dinamización de la democracia. Y Moral y sociedad democrática[29], de 1996, explica cómo la democracia, que no quiera acabar disolviéndose, se abre desde ella misma al orden moral; lo cual no significa renunciar al pluralismo democrático y a la autonomía de lo político, sino al pluralismo relativista y al imperio de la arbitrariedad.

Todo este acervo doctrinal sigue vigente y demanda estudio y reflexión en los diversos niveles de la actividad pastoral, en el campo teológico y de parte de todos aquéllos que deseen entender bien la comprensión que la Iglesia tiene de sí misma en este orden de cosas.

3. Podemos además afirmar que, con este trasfondo doctrinal, la relación de los Obispos y de la Conferencia Episcopal con el Estado democrático ha sido nítida y constructiva desde sus mismos comienzos. Hace poco he tenido ocasión de recordar desde una conocida tribuna que «la transición sin rupturas y en paz a la democracia no hubiera sido posible sin la múltiple aportación de la Iglesia a un proceso complejo que, evidentemente, no se reduce a los cambios en el ordenamiento jurídico, por más importantes y decisivos que sean, sino que presuponen un cambio de las mentalidades. La Iglesia, sin hacer política propiamente dicha, contribuyó pacientemente a preparar la reforma constitucional manteniendo viva la conciencia de las personas y abriendo, desde la perspectiva de la catolicidad, nuevos horizontes para la configuración ético-social y cultural de un renovado proyecto común. Al mismo tiempo, constituyó un factor de reconciliación de los espíritus y de moderación y solidaridad para todos»[30].

Con estas afirmaciones no pretendemos ni ocultar nuestras deficiencias y distancias respecto al ideal evangélico ni buscar reconocimientos innecesarios. Sólo deseamos expresar que nuestra voluntad de colaboración leal con el Estado democrático al servicio del bien de todos los españoles sigue siendo la misma. Esta Conferencia Episcopal, en su balance pastoral y religioso del siglo XX, decía respecto de las bases legales de nuestro Estado: «La Constitución de 1978 no es perfecta, como toda obra humana, pero la vemos como fruto maduro de una voluntad sincera de entendimiento y como instrumento y primicia de un futuro de convivencia armónica entre todos. Damos gracias de corazón a Dios por el don magnífico de la paz y le rogamos que nos haga a todos cada vez mejores servidores de ella, recordando que la verdad y la justicia son condición necesaria de la paz»[31].

La mencionada colaboración con la comunidad política no se ha reducido a las declaraciones doctrinales, por importantes que éstas sean en la configuración de la conciencia eclesial y social, sino que se ha traducido tanto en las relaciones de la Jerarquía con los representantes de los poderes públicos como, sobre todo, en el cotidiano trabajo pastoral, social, asistencial y educativo de los católicos en su conjunto. No es necesario bajar aquí a concreciones excesivas. Baste recordar simplemente la permanente disposición de los Obispos al diálogo constructivo con los gobernantes de todas las tendencias y en todos los niveles de la administración. Es suficiente, por otro lado, evocar el trabajo realizado en los campos de la justicia y la asistencia social por tantos voluntarios y voluntarias de Cáritas, de las parroquias  y otras organizaciones católicas, el de religiosos y religiosas, y el de los incontables laicos que realizan silenciosamente sus tareas ordinarias o que ponen sus talentos y su esfuerzo al servicio de la cosa pública alentados por su esperanza y por su conciencia de cristianos.

Los Obispos, animando y guiando la vida de la Iglesia, tratan de responder al encargo recibido del Señor: alientan la colaboración de todos los católicos al bien común y, sobre todo, no dejan de anunciar y celebrar a Jesucristo, el misterio vivo de nuestra reconciliación con Dios, del que la Iglesia recibe la gracia y la esperanza que la hace capaz, en medio de nuestros fallos y pecados, de ser signo eficaz de la unión de los hombres entre sí y con Dios.

El gravísimo problema del terrorismo ha sido y es una de las constantes preocupaciones de los Pastores de la Iglesia en España desde que hiciera su triste aparición entre nosotros hace ya más de treinta años. Los Obispos han considerado siempre que el recurso a la violencia, a la extorsión y al homicidio para conseguir cualquier objetivo político o social en la sociedad española es absolutamente reprobable y sin justificación alguna. Así lo manifestaron claramente incluso antes de la promulgación de la Constitución de 1978[32]. Nunca hemos dejado de expresar bien alto la más absoluta condena del terrorismo al que calificamos como «intrínsecamente perverso»[33] y del que hemos hecho continuamente juicios morales contundentes tanto en homilías o declaraciones coyunturales, con ocasión de los crímenes terroristas, como en documentos de nuestro magisterio individual o colegial ordinario. Así, por ejemplo, en «La verdad os hará libres», al alertar sobre el extendido menosprecio de la vida humana como grave signo de una seria crisis moral, la Asamblea Plenaria se refería expresamente en términos condenatorios inequívocos a que «se siguen eliminando vidas humanas y cometiendo otros atropellos a las personas por el persistente y execrable cáncer de la violencia terrorista, sistemáticamente acompañada de cínicas justificaciones de su ejercicio»[34]. La breve Mirada de fe al siglo XX aprobada en Asamblea Plenaria al concluir el año 1999 incluye al terrorismo en el epígrafe de las «violencias inauditas» sufridas en el pasado siglo «a causa de los enfrentamientos atizados por los nacionalismos excluyentes e ideologías totalitarias, que pretendían hacer realidad por la fuerza las utopías terrenas»; y, en el contexto de la «tregua» declarada entonces por ETA, dice: «para quienes ejercen la violencia terrorista pedimos la conversión y el perdón de Dios, que se traduzcan sobre todo en el abandono definitivo de sus acciones violentas»[35].

Por desgracia, como bien sabemos, el abandono de la violencia no se produjo. Los terroristas y sus cómplices han seguido tratando de impedir con nueva saña la convivencia de los españoles en libertad. Ante esta situación, como ya hicimos al comienzo de nuestra última Asamblea Plenaria en el otoño pasado, con el refrendo posterior de la misma Asamblea, deseo repetir de nuevo que el terrorismo de ETA no admite cobertura ideológica alguna, pues se opone frontalmente a exigencias fundamentales e incondicionales de la ley moral. Como Pastores de la Iglesia reiteramos que el terrorismo es un gravísimo pecado que quebranta horrendamente el mandato divino de no matar y contrasta con los objetivos que de modo contradictorio dicen perseguir sus portavoces. Quienes acuden programáticamente al crimen, al secuestro, a la extorsión, al amedrentamiento de las personas y de los pueblos y a la ruptura de las más elementales normas de comportamiento civilizado y democrático no pueden hacer creer a nadie que trabajan por un futuro de justicia y de libertad. «No hemos de olvidar que la ideología totalitaria, de la que se nutre el terrorismo de ETA, se basa en el propósito de construir la ciudad de los hombres al margen de Dios y despreciando su Amor y su Ley»[36].

Es natural que, ante estos juicios morales tan claros y constantes, haya que advertir de nuevo, a los católicos y a todos los que nos quieran escuchar, que no es lícito colaborar de ningún modo con ETA ni con su entorno. Quienes lo hicieran no merecerían el nombre de cristianos. Es, por el contrario, obligación moral de todos colaborar con todos los hombres de buena voluntad con la ayuda que cada cual pueda prestar en la protección de los amenazados y en la erradicación de los crímenes terroristas. Si cuando el Hijo del hombre venga en su gloria a juzgar a las naciones llamará benditos a los que lo contemplen en sus hermanos necesitados de pan, de salud, de vestido etc.[37], de igual modo llamará benditos a los que vean al Señor en los amenazados por el terrorismo, en sus víctimas y en sus familiares[38]. En la ayuda desprendida y comprometida a los amenazados y a las víctimas del terrorismo tenemos la más actual medida de la autenticidad de nuestro amor al hermano: del amor cristiano.

Conclusión: mirando al futuro

Abordamos el trabajo de estos días mirando al futuro. La misión que el Señor nos ha confiado no nos permite vacilaciones ni desmayos. Tras las celebraciones jubilares del año 2000 nos sentimos comprometidos de nuevo en la obra de la evangelización con renovado empeño. Nuestros tiempos no son fáciles. Pero no lo fueron más los tiempos pasados. Eso sí, el anuncio del Evangelio de Jesucristo no es sólo cosa nuestra, ni de nuestra generación, ni de las generaciones posconciliares; es una obra grandiosa y sobrehumana que el mismo Dios nos ha confiado, sin mérito ninguno por nuestra parte, a nosotros, a nuestros predecesores y a toda la Iglesia en su fecunda tradición bimilenaria. En concreto, la Iglesia y el Catolicismo españoles gozan de una riquísima tradición espiritual, doctrinal y de testimonio evangélico, tantas veces hecho martirio,  que se remonta a los tiempos apostólicos y que ha bañado de luz toda nuestra historia.  Es esa luz la que alumbra el camino del futuro. No tenemos que inventar nada, pero lo tenemos que empeñar y arriesgar todo. La evangelización integral de la sociedad española de nuestros días, que tantos signos da de su deseo de conocer y vivir el Evangelio, aun en su alejamiento de él, reclama todas nuestras energías. Estamos dispuestos a entregarlas de buena gana sin reservarnos nada. Queremos acompañar de cerca el camino de nuestros hermanos, en particular de los que sufren y de los que no tienen voz, pues no olvidamos que el hombre, cada ser humano concreto, «es como el primer y fundamental camino de la Iglesia, trazado por Cristo mismo»[39].  Por eso, al tiempo que comprometidos con nuestras Iglesias particulares, mantenemos también nuestra preocupación misionera en un mundo cada vez más pequeño e interdependiente. Todos los hombres son nuestros hermanos, pues «el misterio cristiano supera de hecho las barreras del tiempo y del espacio, y realiza la unidad de la familia humana: ‘desde lugares y tradiciones diferentes todos están llamados en Cristo a participar de la familia de los hijos de Dios […], Jesús derriba los muros de la división y realiza la unificación de forma original y suprema mediante la participación en su misterio»[40].

Encomendamos nuestras personas y nuestro camino, así como el de todas las Iglesias de España, a Santa María, la Virgen. En este año 2001, Año Mariano Diocesano en Asturias, que celebra el centenario de la Basílica de Covadonga, lugar de tanto significado espiritual para nuestra tradición católica, los ojos de todos están especialmente fijos en la Estrella de la Evangelización. Ella es la Reina de la Paz, en cuyas manos de Madre ponemos el presente y el futuro de nuestras Iglesias y de toda la sociedad española.

Leyenda

[1] Juan Pablo II, Carta Apostólica,  Novo millennio ineunte, 1.

[2] Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo millennio ineunte, 29.

[3] Cf. Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo millennio ineunte, capítulo III.

[4] Cf. Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo millennio ineunte, capítulo II.

[5] Cf. Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo millennio ineunte, capítulo IV.

[6] Juan Pablo II, Discurso en la clausura del Congreso Internacional sobre la recepción del Concilio Ecuménico Vaticano II, el 27 de febrero de 2000, en: Ecclesia 2989 (18. III. 2000) 25-27, nº 9.

[7] Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo millennio ineunte, 57.

[8] Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo millennio ineunte, 29.

[9] Código de Derecho Canónico, canon 447.

[10] Documentos de las Asambleas Plenarias del Episcopado Español, nº 4, EDICE, Madrid 1983.

[11] Boletín Oficial de la Conferencia Episcopal Española 14 (1987) 67-82.

[12] Boletín Oficial de la Conferencia Episcopal Española 28 (1990) 75-92.

[13] Boletín Oficial de la Conferencia Episcopal Española 43 (1994) 108-116.

[14] Boletín Oficial de la Conferencia Episcopal Española 52 (1996) 191-216.

[15] Cf. Documento del Pontificio Consejo para la Familia, Familia, matrimonio y «uniones de hecho», en: Ecclesia 3025 (2.12.2000) año LX, 1854-1870.

[16] Concilio Vaticano II, Constitución  pastoral. Gaudium et spes, 76.

[17] Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, 74.

[18] Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, 75.

[19] Concilio Vaticano II, Constitución  pastoral Gaudium et spes, 76.

[20] Concilio Vaticano II, Constitución  pastoral Gaudium et spes, 75.

[21] Concilio Vaticano II, Constitución  pastoral Gaudium et spes, 76.

[22] Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, 76.

[23] Código de Derecho Canónico, canon 285,3.

[24] Código de Derecho Canónico, canon 287,2.

[25] Cf. J. Iribarren (Ed.), Documentos de la Conferencia Episcopal Española (1965-1983), B.A.C., Madrid 1984, 245-279.

[26] Boletín Oficial de la Conferencia Episcopal Española 7 (1985) 123-136.

[27] Boletín Oficial de la Conferencia Episcopal Española 10 (1986) 39-63.

[28] Boletín Oficial de la Conferencia Episcopal Española 29 (1991) 13-33.

[29] Boletín Oficial de la Conferencia Episcopal Española 50 (1996) 88-97.

[30] La Iglesia en España, ante el siglo XXI. Retos y tareas, Conferencia pronunciada en el Club Siglo XXI el 15 de marzo de 2001. Puede encontrarse en la Colección de Cartas Pastorales del Sr. Cardenal-Arzobispo, Archidiócesis de Madrid, nº 17, pág. 9.

[31] LXXIII Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, La fidelidad de Dios dura siempre. Mirada de fe al siglo XX, Madrid, 26 de noviembre de 1999, nº 7, Boletín Oficial de la Conferencia Episcopal Española 62 (1999) 100-106, 102.

[32] El Comunicado final de la XXI Asamblea Plenaria, de 30 de noviembre de 1974, decía, entre otras cosas: «Ni el terrorismo, ni la subversión revolucionaria, ni la represión de los derechos de la persona humana son compatibles con la concepción cristiana del hombre y de la sociedad. Los obispos condenan, con su cardenal presidente, ‘los extremismos que ejercitan la violencia, aun verbal, y coartan la esperanza de la convivencia en libertad’», en: J. Iribarren (Ed.), Documentos de la Conferencia Episcopal Española 1965-1983, B.A.C. Madrid 1984, 339-342, 341.

[33] Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española, Instrucción pastoral Constructores de la paz (20 de febrero de 1986), IV, 5, un epígrafe que lleva por título «Superar la lacra moral y social del terrorismo», en: Boletín Oficial de la Conferencia Episcopal Española 9 (1986) 3-24, 18.

[34] LIII Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, Instrucción  pastoral «La verdad os hará libres» (Jn 8, 32) sobre la conciencia cristiana ante la actual situación moral de nuestra sociedad, nº 20, en: Boletín Oficial de la Conferencia Episcopal Española 29 (1991) 13-32, 18.

[35] LXXIII Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, La fidelidad de Dios dura siempre. Mirada de fe al siglo XX, nº 14, en: Boletín Oficial de la Conferencia Episcopal Española 62 (1999) 100-106, 103 y 104.

[36] LXXV Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, Discurso inaugural del Emmo. y Rvdmo. Sr. D. Antonio María Rouco Varela, Cardenal Arzobispo de Madrid y Presidente de la Conferencia Episcopal Española, 20-24 de noviembre de 2000, en: Boletín de la Conferencia Episcopal Española 65 (2000) 207.

[37] Cf. Mt 25, 45-46.

[38] Cf. Antonio Mª Rouco Varela, Homilía en la Eucaristía de corpore insepulto por el Excmo. Sr. D. José Francisco Lombardero y D. Armando Medina Sánchez, en: Boletín Oficial de las diócesis de la Provincia Eclesiástica de Madrid (noviembre/2000), págs. 857-859.

[39] Juan Pablo II, Carta encíclica Redemptor hominis, 14.

[40] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia (6 de agosto de 2000), nº 23.

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