Testigos del amor en el mundo del trabajo
Mis queridos hermanos y amigos:
El 1 de mayo, día del Trabajo no ha perdido ni vigencia ni urgencia con el paso del siglo XX al siglo XXI. No la ha perdido en sí mismo y en su significado social, ni la ha perdido para la Iglesia ni para los cristianos. El Santo Padre no vacilará en recordarnos en su Carta Apostólica “Al comienzo de Nuevo Milenio”, evocando su encuentro con los Trabajadores el 1º de mayo pasado en el Año Jubilar, su llamada “a remediar los desequilibrios económicos y sociales existentes en el mundo del trabajo, y a gestionar con decisión los procesos de la globalización económica en función de la solidaridad y del respeto debido a cada persona humana” (NMI, 10).
Ciertamente la problemática actual del mundo del trabajo se presenta como una situación en la que sufre muy directamente la dignidad de la persona humana y en la que actúa sin tapujos una conducta social de insolidaridad, muy generalizada. Fenómenos como la economía sumergida, la precariedad de muchos contratos de trabajo, la explotación de los inmigrantes en situación de irregularidad, las dificultades, tantas veces insalvables, para el trabajador y, sobre todo, para la trabajadora, de compaginar sus obligaciones laborales con las propias e irrenunciables de la familia y del hogar, lo ponen abiertamente de manifiesto. Por otro lado aún no se ha logrado resolver satisfactoriamente el problema del paro. Son todavía muchos a los que cuesta encontrar un empleo digno en lo económico y en lo social. Ganar dinero a toda costa, aspirar al éxito económico por encima de cualquiera otra consideración marca tan absolutamente el comportamiento de todos los agentes de la actividad económica que se ha hecho inevitable un clima de creciente deshumanización de todo el proceso productivo y, consiguientemente, del mundo laboral. Del egoísmo económico sólo puede brotar insolidaridad social. Se trata de un círculo vicioso que sólo se puede romper eficazmente cuando en los contextos privados y públicos de la familia, de la empresa, del mundo sindical, de las relaciones laborales, de la política y de la sociedad entran, aparecen y operan “los testigos del amor”, los que proyectan su actividad y toda su existencia “hacia la práctica de un amor activo y concreto con cada ser humano”, como tan lúcidamente nos lo pide el Santo Padre.
Los problemas actuales del mundo del trabajo exigen un especial compromiso de la Iglesia y de todos sus hijos –en primera línea, de sus seglares con clara vocación apostólica–, dispuestos a actuar en la vida pública con el talante y la forma espiritual de los que viven día a día la experiencia de “la comunión eclesial” como permanente ejercicio de una entrega al hermano y de una caridad que se concibe siempre y a la vez como un servicio universal y como una muestra personalísima y concretísima del amor al necesitado que encontramos a la vera de nuestra vida. Partiendo del propósito decidido de cooperación con todos los que se empeñan con buena voluntad en la humanización del mundo laboral según las exigencias de la justicia y solidaridad sociales, que no puede dejar de ser activa en un cristiano, apóstol en el mundo del trabajo; sin embargo, la aportación del impulso, de la luz y del sacrificio abnegado tan imprescindible para conseguir esa humanización sólo puede venir del que ha descubierto el amor de Cristo Resucitado y quiere ser su testigo.
La Liturgia de este tercer domingo de Pascua, a las puertas de la Fiesta del Trabajo –el día de los Trabajadores–, nos habla de ese hecho tan gozosamente “revolucionario” para la historia y la transformación del hombre que ha supuesto la Pascua de Jesucristo Resucitado: el de que haya recobrado la adopción filial, la dignidad insuperable e inaudita de la vocación a ser hijo de Dios. ¿Se puede imaginar nadie una fuente más auténtica, más fecunda e irreversible para la renovación y rejuvenecimiento del espíritu del hombre? Indudablemente, no. Por ello volver con espíritu de conversión personal y comunitaria a las raíces de nuestro bautismo, buscar la renovación interior en la oración, en la escucha de la Palabra y en los Sacramentos del Resucitado –en el encuentro hondo con El– constituye una premisa indispensable para que prestemos al mundo del trabajo en este año primero del siglo y del milenio lo que le debemos: el testimonio perseverante e indesmayable del amor de Cristo. Ese amor del que fue un testigo excepcional D. Manuel González Obispo de Málaga y de Palencia, que esta mañana va a ser declarado Beato por Juan Pablo II, en la Plaza de San Pedro. El “Apóstol de los sagrarios abandonados” lo bebió en el corazón del Cristo Resucitado, presente en la Eucaristía, para entregarlo heróicamente a los pobres día a día en Huelva, en Málaga, en Palencia…
La Santísima Virgen, la Madre que nos ha dado al Hijo Crucificado y Resucitado, el Redentor del hombre, él que nos ha traído “el Evangelio del Trabajo”, nos acompaña y vela por nosotros. Así todo será más sencillo.
Con todo afecto y mi bendición,