El Resucitado es «Buen Pastor»: Hoy y siempre
Mis queridos hermanos y amigos:
Jesucristo Resucitado es «Buen Pastor». El Buen Pastor, del que Jesús habla con ternura tan desconcertante para los oídos de todos los que entonces y ahora se acobardan o se asustan cuando Él abre al hombre la inmensidad del amor de Dios, es Él mismo, Resucitado, que cuida y vela por «los suyos», «por sus ovejas» —por su Iglesia—. A través de ella y en ella busca, llama y abre la puerta de su rebaño a toda la humanidad. El dirá: «yo les doy la vida eterna, no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano» (Jn 10, 27-29).
Jesucristo, el Sacerdote Eterno de la Nueva Alianza, «el Cordero que está sentado delante del trono», es y será siempre «el pastor» que conduzca a los hombres de todos los tiempos, que quieran oír su voz, «hacia fuentes de aguas vivas», el que les «enjugará las lagrimas de sus ojos (Ap 7, 16-17). Hoy, en el Cuarto Domingo de Pascua del año 2001, la Iglesia lo vuelve a recordar y a celebrar como el modo cercano y operante de la presencia de Jesucristo en medio de sus discípulos, y en la historia real y viva de cada persona y del mundo. ¿Cómo consuela saber que Jesús está a la puerta de nuestras vidas esperando entrar en nuestro interior con el don y la gracia de su Espíritu para habitar en nosotros, sanando y transformando nuestro corazón, haciéndolo capaz del diálogo amoroso, personal, con el Dios que le ha creado y redimido por amor? ¿Y cómo sentirían ese consuelo, en el fondo tan ardientemente deseado, si no cerrasen su alma a la voz del Señor, tantos de nuestros contemporáneos, especialmente los jóvenes, que no ven futuro ni salida para las trayectorias de sus vidas, tantas veces esclavas del éxito social y económico a toda costa y entrampadas en una carrera de triunfos y placeres egoístas, y que al final se ven solos y vacíos por dentro?
El Buen Pastor actúa invisible y visiblemente. Su presencia se hace palpable diariamente a través del ministerio apostólico: el de Pedro y los Doce, y el de sus sucesores y de los que colaboran con ellos en el orden del Presbiterado. Es «una presencia sacramental» que se perpetúa a través de los tiempos y lugares en la predicación de la palabra, en la celebración de la Eucaristía y de los otros sacramentos y en la guía cuidadosa de las comunidades cristianas por los senderos de la vida eterna (Cfr. ChL 55). El Buen Pastor ha llamado a Pedro y a los demás Apóstoles para que le sigan y cuiden de su rebaño —»apacienten sus ovejas» (cfr. Jn 21, 18-19)—, prometiéndoles su asistencia hasta que vuelva al final de la historia. La llamada, por tanto, no cesa; se hace acontecimiento permanente época a época, siglo a siglo, a través de la geografía del mundo. El Señor llama también hoy con la misma intensidad y el mismo afán de los primeros pasos de su misión en Galilea. Es cuestión decisiva para la Iglesia —de vida fecunda o de crisis letal— disponerse espiritualmente para acogerla con corazón humilde y con la oración, mejor dicho: para que los hijos a quienes va dirigida puedan escucharla en paz interior, con el alma abierta a la invitación del Señor. Ellos se juegan en el tú a tú con Cristo mucho, por no decir, todo —su vida—; pero la comunidad de los fieles cristianos —la Iglesia— mucho más: la pérdida del «ministerio» de la presencia visible del Buen Pastor: de ese servicio insustituible para ella y los hombres que es el de hacerlo sacramentalmente operante como el Pastor de nuestras almas.
Pero hay también otra forma de hacerse presente el Señor Resucitado, el Buen Pastor, en medio de los suyos, no sacramental, pero imprescindible para el testimonio de vida santa que la Iglesia ha de ofrecer a todos sus hijos y al mundo, y que nace también de una elección y llamada de Jesucristo para un especial seguimiento: el de su vida evangélica en toda su radicalidad de virginidad, pobreza y obediencia al Padre. Los que consagran su vida al Señor eligiendo la entrega virginal de sus personas, el desprendimiento de las riquezas de este mundo y la oblación de su libertad por amor a Él, Crucificado y Resucitado por nuestra salvación, prestan a sus hermanos el servicio y apoyo de una caridad sin medias tintas y tan «pastoral» y realista como la vida misma: la del acompañamiento en el camino de la santidad, el de la participación creciente en la vida, el gozo y la esperanza cumplida del Resucitado. El hombre de hoy —los jóvenes cristianos dentro y fuera de la Iglesia— necesitan «pastores» y «santos» que les hagan accesible y atrayente ponerse a la escucha de Jesucristo, buscar su mirada, como aquél que es el único que les salva.
La oración de la Iglesia en este Domingo del Buen Pastor vuelve a ser urgente: con la urgencia de las horas graves de su historia. Pero vuelve también a estar impregnada de esperanza porque ya apunta la nueva cosecha de abundantes vocaciones para el sacerdocio y la vida consagrada. Nuestra Archidiócesis de Madrid ora desde ayer ante Jesús Sacramentado con insistencia ininterrumpida, día y noche, hasta la celebración eucarística de esta tarde en la Capilla del Seminario Conciliar; fiándose de María, la primera que fue «llamada» para el servicio más eminente al Evangelio —el de su Maternidad para con el Hijo y para con su Iglesia— con la secreta certeza de que «a la mies», que es mucha, no le faltarán «los obreros», enviados por su Señor.
Con esa seguridad del amor maternal de La Virgen de La Almudena que anima y sostiene a tantos jóvenes madrileños en la vocación para el sacerdocio y para una vida de especial consagración, os bendice y saluda de corazón,