Los niños enfermos
«… porque de ellos es el Reino»
Mis queridos diocesanos
La Iglesia en España propone este año a todos los fieles, con motivo de la Campaña del Día del Enfermo, centrar especialmente la atención en los niños enfermos. Pocas realidades como ésta, de entre las contempladas en las sucesivas Campañas de años anteriores, son tan necesarias de atender por su impronta profunda y entrañablemente humana, a la par que dramática- Los niños son los brotes y renuevos do la vida humana, imagen de Dios que resplandece de modo privilegiado en ellos, los primeros y más ejemplares signos visibles y palpables de la ternura de Dios Padre y de su fidelidad a la Alianza de amor que ha sellado con la Humanidad en la persona de su Hijo. Pero, al mismo tiempo, los niños enfermos son también signos harto elocuentes de la fragilidad de esa misma vida a través de las múltiples formas que las dolencias corporales o psíquicas adoptan en sus pequeñas personas. Más aún, cuando sus enfermedades provienen, no tanto de la imperfección inherente a la naturaleza humana, cuanto del desapego y del desamor, y hasta de la crueldad de los hombres hacia lo más hermoso y prometedor de sí mismos, los niños, no ya enfermos, sino enfermados constituyen quizás la encarnación más elocuente de la parábola evangélica del trigo y la cizaña: el ámbito del mundo donde el misterio de la gracia, es decir, del amor de Dios derramado en nuestros corazones, y el misterio de la iniquidad aparecen en abierta confrontación.
Al compás de esta Campaña del Día del Enfermo, pienso -y os invito también a vosotros a pensar con detenimiento y sentido de la responsabilidad- en esos niños que los informes más recientes de la Organización Mundial de la Salud y de otras instituciones internacionales cuentan por decenas e incluso cientos de millones, nacidos en condiciones sumamente precarias y condenados, por ello, a una mortalidad muy temprana, o a un retraso permanente e irreversible en su crecimiento, a causa de la carencia de los medios mis elementales de subsistencia, higiene o sanidad en tantos paises de nuestro mundo. Son niños tan nacidos de la voluntad amorosa de Dios Padre como los niños sanos del llamado «primer mundo», pero para ellos el derecho a la vida y a la asistencia sanitaria, simplemente, parece como si no existiera en absoluto.
Pienso también en esos otros niños, cuyo número es aún mayor que el de los anteriores, y en los que la virulencia de las enfermedades que los atacan no procede tanto de microorganismos patógenos, o dc taras físicas, cuanto de las múltiples y crueles formas de la peor de las enfermedades que afecta a la Humanidad, que está en la raíz de todas ellas: el pecado, manifestado en las múltiples formas de maldad que padecen tantos niños enfermados por explotaciones o malos tratos, comenzando por tantísimos a los que se les impide que nazcan a través del aborto provocado, en el llamado mundo «subdesarrollado» y en el de la opulencia, y en esas otras que proliferan especialmente en éste, llamado «civilizado», no por pretendidamente disfrazadas de progreso menos crueles, de tantos embriones humanos manipulados y asesinados, a través de un empleo irresponsable de la ciencia y de la técnica: pretendiendo facilitarla gratuitamente.
Ante este panorama, os pido en primer término a todos, queridos diocesanos, que fijéis vuestra mirada en el Niño Jesús, nacido en Belén en precarias condiciones materiales y ambientales, pero arropado en el amor tierno e inmenso de María y de José, a cuyo cobijo fue creciendo en sabiduría, en edad y en gracia (cf. Lc 2, 40.52), para mostrar cuál es la voluntad de Dios Padre sobre los cuidados que merece todo hombre que viene a este mundo (cf. Jn 1, 9). Ved en el nacimiento y en el proceso de crecimiento del Niño Jesús descritos en los evangelios el designio de Dios sobre la infancia de todos los tiempos; y en la obra cuidadora de María y de José el espejo más claro de la responsabilidad que el Padre de todos ha puesto en nuestras manos respecto de los niños. Y tened siempre presente que hemos de hacemos como ellos para entrar en el Reino de los Cielos (cf. Mt 18, 3).
Bien sabéis muchos de vosotros que, cada vez que visito un hospital, hago especial hincapié en encontrarme con los niños enfermos, así como con sus padres y familiares más directos- Os pido que este empeño lo hagáis también vuestro, para que tanto unos como otros experimenten, mediante vuestra solicitud y delicadeza, el amor de la Iglesia Madre, signo a su vez de la infinita ternura de Dios Padre. Y no sólo en los hospitales, sino de modo habitual interesaos vivamente, desde vuestras parroquias, movimientos o asociaciones apostólicas, por los niños enfermos y por sus familias, que en todos esos ámbitos viven situaciones muy a menudo tan calladas como penosas, y llevadles la Buena Nueva de que «de ellos es el Reino»
De un modo especial, pido a nuestros catequistas y profesores de Religión que eduquen a todos los niños, desde el inicio de su proceso pedagógico, en el sentido cristiano de la verdadera salud humana, y en el gozoso deber cristiano de la caridad para con los enfermos; y también les pido que aprendan a responder con creatividad catequética y pastoral a las necesidades espirituales de los niños enfermos. Los niños de hoy, sanos o enfermos, serán los adultos el día de mañana y, por ello, hay que ayudarles desde el principio a vivir con madurez, humana y cristiana estas realidades tan básicas y universales de la vida. La misma petición hago extensiva a los responsables de la pastoral familiar respecto de las familias de los niños enfermos.
No quiero dejar pasar esta ocasión sin agradecer, en nombre de Dios y de toda la archidiócesis de Madrid, la labor de no pocos niños que saben ser buenos samaritanos con otros niños, o con adultos enfermos; la abnegación de tantas madres y padres cristianos para con sus hijos heridos por diversas enfermedades; la asistencia sanitaria y pastoral que tantas congregaciones religiosas prestan en este campo desde hace muchos años de modo ejemplar, así como los capellanes de hospitales, y en particular de los hospitales infantiles; y la atención tan competente y generosa que les dedican muchos seglares, excelentes profesionales de la medicina y del servicio sanitario.
Por último, os encomiendo a todos a Nuestra Señora de la Almudena, en cuyo seno bendito el Hijo de Dios se hizo carne, y bajo cuyos amorosos cuidados y educación se fue convirtiendo en «Salud de Dios para los hombres».
Con mi afecto y mi bendición.