«Extranjeros en Madrid Capital y en la Comunidad.

PRESENTACIÓN del estudio

«Extranjeros en Madrid Capital y en la Comunidad.

Informe 2000 y del método de alfabetización.

«EN CONTACTO CON…»

Realizar una sociedad nueva desde la aceptación del que llega porque es un hermano, no es utopía, sino una realidad concreta, escogida y posibilitada por el Evangelio , porque la caridad es un don de Dios.

Presentamos hoy dos obras que pueden aparecer como muy diversas y sin embargo tienen una unidad: ambas nos acercan a la persona inmigrante y nos invita a cambiar nuestra mirada sobre ella.

Extranjeros en Madrid Capital y en la Comunidad. Informe 2000 pone de relieve que la inmigración, mejor los inmigrantes, está alcanzando una importancia y unas proporciones absolutamente nuevas. Lo acabamos de escuchar en la exposición de la Dra. Lora-Tamayo. Al no limitarse a un aséptico análisis de la evolución de los datos, este estudio nos presenta a los hombres y mujeres inmigrantes y a sus familias, que llegan hasta nosotros empujados por la necesidades más primarias y perentorias, como una acuciante realidad sociológica con graves interrogantes humanos, que está demandando con fuerza la presencia y la acción de los creyentes en orden -como reiteradamente venimos recordando- a la equiparación progresiva en derechos sociales, cívicos y culturales y la formación de un clima social y de una opinión ciudadana, abierta y receptiva para los inmigrantes.

A la vez que nos brinda un mayor y más actualizado conocimiento de estos hombres y mujeres que viven y trabajan entre nosotros, nos recuerda con su estilo que a los trabajos de conocimiento de la realidad, a la mirada sociológica, tienen que seguir las soluciones a los problemas. No se trata de conocer para saber, sino para salvar; no se trata de conocer para defenderse, sino para ofrecerse. Nuestra fe se ve interpelada y conmovida por su presencia creciente en nuestra Provincia Eclesiástica. La acogida del trabajador inmigrante exige de nosotros una proposición de fe: cada hombre y mujer, cada trabajador/ra inmigrante está hecho a imagen y semejanza de Dios (cf. Gen. 1,27; 2,7).

En este momento actual, el encuentro con el inmigrante ha de ser para cada comunidad cristiana la ocasión propicia para la aparición de una nueva apologética cristiana, no ya en escritos sino con acciones y testimonios personales en el seno de la comunidad cristiana. La acogida generosa del inmigrante -que yo mismo pedía a cada comunidad cristiana en mi reciente Carta Pastoral- no es más que la urgencia de vivir la fraternidad cristiana y ello supone el ser conscientes de que ésta tiene un preciso significado en la construcción de la sociedad civil a través de la «afirmación y defensa de los derechos humanos, que nos lleva a proclamar lo que es justo para todos: la dignidad de la persona, destacando los derechos irrenunciables que de ella se desprenden», y «superando hoy la poderosa tentación de relativizar y vaciar de contenido transcendente y de privar de su base en la Ley de Dios a los fundamentos éticos y jurídicos de los derechos del hombre, en la edificación de su presente y de su futuro».

En la práctica supone: crear espacios de encuentro que favorezcan el mutuo conocimiento y enriquecimiento; integrar el patrimonio espiritual de los que son católicos en la vida y celebraciones de nuestras comunidades, y la riqueza del patrimonio cultural de todos en la sociedad; romper la asimetría que en las relaciones sociales ha creado la imagen del inmigrante, asimilada por todos los ámbitos de nuestra sociedad, como mano de obra para las actividades laborales que no son apetecibles para los trabajadores nacionales; propiciar el reconocimiento mutuo de los diferentes grupos étnicos y la posibilidad de interacción social enriquecedora entre ellos ante el carácter irreversible de la situación de pluralidad cultural, no previsiblemente superable por la reducción de los diferentes grupos a uno que absorba a los demás. Estos son retos ineludibles para toda conciencia cristiana bien formada.

Pero el gran reto que se plantea a la Iglesia es, sin duda, anunciar a Jesucristo como fundamento de la más auténtica fraternidad, el don que Dios derrama en nuestros corazones (cf. Rom. 5,5).

A ello nos invitaba el Papa Juan Pablo II, al comienzo del milenio cuando nos decía: «Al inicio de un nuevo milenio, se hace más viva la esperanza de que las relaciones entre los hombres se inspiren cada vez más en el ideal de una fraternidad verdaderamente universal. Sin compartir este ideal no podrá asegurarse de modo estable la paz. Muchos indicios llevan a pensar que esta convicción está emergiendo con mayor fuerza en la conciencia de la humanidad. El valor de la fraternidad está proclamado por las grandes «cartas» de los derechos humanos; ha sido puesto de manifiesto concretamente por grandes instituciones internacionales y, en particular, por la Organización de las Naciones Unidas; y es requerido, ahora más que nunca, por el proceso de globalización que une de modo creciente los destinos de la economía, de la cultura y de la sociedad. La misma reflexión de los creyentes, en la diversas religiones, tiende a subrayar cómo la relación con el único Dios, Padre común de todos los hombres, favorece el sentirse y vivir como hermanos. En la revelación de Dios en Cristo, este principio está expresado con extrema radicalidad: «Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (1 Jn 4,8).

Me congratulo por el bien que implica para los propios inmigrantes y para una convivencia pacífica y enriquecedora los avances producidos en el largo camino que nos queda por recorrer.

Mi reconocimiento a los miembros del equipo de la Delegación Diocesana de Migraciones, empeñados sin vacilación en la obra evangelizadora, capaces de abrazar a todos, sin distinción de raza o lugar de origen. y, de manera especial, a Doña Gloria Lora-Tamayo, que con su trabajo ha hecho posible un estudio como éste, que nos permite profundizar en lo que lleva consigo en la realidad concreta de la existencia cristiana el ser y el actuar como creyentes y como ciudadanos. Mi agradecimiento al Área de Servicios Sociales de nuestro Ayuntamiento y a la Dirección General del IMSERSO por el apoyo prestado.

El manual de alfabetización «En contacto con…», que se funda en el conocimiento profundo de la realidad descrita por el estudio anterior, nos permite también acercarnos a la persona inmigrante desde el ámbito de la educación y la formación de las personas.

«Alfabetizar -se afirma en su Marco General- es mucho más que enseñar a leer y a escribir. Alfabetizar es enseñar a leer la vida. Cuando se trata de inmigrantes, personas que han perdido la base de sustentación, el sustrato sociológico, que sostenía su vida, también su vida religiosa; personas en las que se ha producido un vacío peligroso hasta que ellas mismas, en una síntesis nueva, organicen su nuevo sistema de valores. Cuando se trata de ellos, alfabetizar es sobre todo enseñar a comprender, a contemplar, a escuchar la vida, a encontrar las razones de vivir, de amar, de participar, de soñar, de creer y de esperar».

Este es el reto y la noble tarea que a nosotros, como sociedad de acogida, y a los propios inmigrantes nos plantean su vida espiritual, su integración, su formación integral y su desarrollo armónico. Lo cual, a la vez, pone de relieve el importante papel de la educación, al hilo de lo que nos enseñaba en su Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz el Papa Juan Pablo II:

«Para construir la civilización del amor, el diálogo entre las culturas debe tender a superar todo egoísmo etnocéntrico para conjugar la atención a la propia identidad con la comprensión de los demás y el respeto de la diversidad. Es fundamental, a este respecto, la responsabilidad de la educación. Ésta debe transmitir a los sujetos la conciencia de las propias raíces y ofrecerles puntos de referencia que les permitan encontrar su situación personal en el mundo. Al mismo tiempo debe esforzarse por enseñar el respeto a las otras culturas. Es necesario mirar más allá de la experiencia individual inmediata y aceptar las diferencias, descubriendo la riqueza de la historia de los demás y de sus valores. El conocimiento de las otras culturas, llevado a cabo con el debido sentido crítico y con sólidos puntos de referencia ética, lleva a un mayor conocimiento de los valores y de los límites inherentes a la propia cultura y revela, a la vez, la existencia de una herencia común a todo el género humano. Precisamente por esta amplitud de miras, la educación tiene una función particular en la construcción de un mundo más solidario y pacífico. La educación puede contribuir a la consolidación del humanismo integral, abierto a la dimensión ética y religiosa, que atribuye la debida importancia al conocimiento y a la estima de las culturas y de los valores espirituales de las diversas civilizaciones».

Permitidme unas reflexiones:

1ª Educar para la acogida

Reitero una vez más mi invitación a todos, -comunidades parroquiales, movimientos, comunidades educativas, a cada una de las colonias de inmigrantes, a los madrileños en general-, a educar para la comprensión, luchando contra el lastre de las mentalidades y de los hábitos contrarios a esta ley de la acogida del hermano extranjero. En el seno de la familia -familia cristiana sobre todo- habrá de iniciarse ya este itinerario educativo de la apertura católica para acoger al hermano que viene de otros países y naciones. «Pues de manera análoga a lo que sucede en la persona, que se realiza a través de la apertura acogedora al otro y la generosa donación de sí misma, las culturas, elaboradas por los hombres y al servicio de los hombres, se modelan también con los dinamismos típicos del diálogo y de la comunión, sobre la base de la originaria y fundamental unidad de la familia humana, salida de las manos de Dios, que «creó, de un solo principio todo el linaje humano».

2ª. Sobre la identidad de la persona inmigrante

Los trabajadores/as inmigrantes, que han venido en búsqueda de unos medios de vida y del reconocimiento de su dignidad de personas, atraídos por nuestro bienestar y, también, porque necesitamos su trabajo, están llamados a esforzarse para ser ellos mismos en estas nuevas condiciones de vida, que les toca vivir y, a la vez, a adoptar, solidarios con los demás, una actitud positiva y abierta, que requiere conocimiento y empeño ante los valores religiosos y culturales de nuestro pueblo y de los demás grupos étnicos emigrantes, y a desarrollar el sentimiento de pertenencia a nuestra sociedad y la voluntad de participar en ella. Y, de esta suerte, a recomponer su escala de valores. De lo contrario, el sentido de provisionalidad en que viven, en el contexto de un cambio profundo de la manera de pensar y de vivir, les puede llevar a preferir lo novedoso en menoscabo de lo auténtico y de una clara jerarquía de valores y a caer en un fácil relativismo.

En modo alguno deben resignarse ser meros instrumentos de producción. Antes que mano de obra son personas y para nosotros hermanos. Ni se han de dejar guiar por la sola racionalidad económica que preside el mundo migrante, a fin de que puedan con constancia desarrollar día a día un proyecto personal y familiar de vida que les permita crecer con equilibrio en la dignidad de los hijos de Dios y participar en la vida social del pueblo que les acoge; y, por supuesto, para los católicos en el marco de la vida de la Iglesia. Sin duda ninguna, tienen derecho a participar del bienestar que con su trabajo contribuyen a crear, pero no han de dejarse deslumbrar por nuestro bienestar, cuyas bases no deben ignorar.

«Es indudable, recordaba en mi carta pastoral, que disponemos de muchos bienes que han mejorado nuestras condiciones materiales de vida. La publicidad nos ha convencido de sus ventajas, nos los ha hecho desear e incluso ha creado en nosotros la necesidad de poseerlos. Fascinados por su aspecto atrayente, trabajamos, ahorramos y gastamos para adquirirlos. Cuanto más compramos, más bienes nuevos se producen y más nos instan a seguir comprando. Simultáneamente se ha desarrollado en la sociedad una sobrevaloración del bienestar material y de los medios más eficaces para conseguirlo en el máximo grado y con la mayor rapidez. Otras dimensiones de la persona, no relacionadas con el interés individual por los bienes materiales, son desestimadas por muchos. La vida sólo se valora si es placentera; importa más el aprendizaje técnico y la instrucción que la educación y la formación espiritual de la persona; no pocos matrimonios limitan el número de hijos por la incomodidad que acarrea criarlos, no viéndose, por otro lado, apoyados por el ordenamiento legal y la actuación de las Administraciones Públicas a la hora de fundar una familia. En las sociedades más ricas es muy bajo el número de nacimientos».

3ª Sobre la atención a la familia inmigrante.

Una atención especial se ha de prestar a la pastoral de la familia en un momento histórico como el presente, «en el que se está constatando una crisis generalizada y radical de esta institución fundamental. En la visión cristiana del matrimonio, la relación entre un hombre y una mujer -relación recíproca y total, única e indisoluble- responde al proyecto primitivo de Dios, ofuscado en la historia por la «dureza de corazón», pero que Cristo ha venido a restaurar en su esplendor originario, revelando lo que Dios ha querido «desde el principio» (cf. Mt 19,8). En el matrimonio, elevado a la dignidad de Sacramento, se expresa además el «gran misterio» del amor esponsal de Cristo a su Iglesia (cf. Ef 5,32). En este punto la Iglesia no puede ceder a las presiones de una cierta cultura, aunque sea muy extendida y a veces «militante». Conviene más bien procurar que, mediante una educación evangélica cada vez más completa, las familias cristianas ofrezcan un ejemplo convincente de la posibilidad de un matrimonio vivido de manera plenamente conforme al proyecto de Dios y a las verdaderas exigencias de la persona humana: tanto la de los cónyuges como, sobre todo, la de los más frágiles que son los hijos. Las familias mismas deben ser cada vez más conscientes de la atención debida a los hijos y hacerse promotores de una eficaz presencia eclesial y social para tutelar sus derechos.

Más necesaria aún, si cabe, es la atención pastoral a la familia inmigrante. La situación en que llegan a encontrarse los emigrantes es a menudo paradójica: al tomar la decisión valiente de emigrar por el bien de la familia que tienen, o que quieren constituir, se ven de hecho privados de la posibilidad de lograr sus legítimas aspiraciones: las parejas se ven forzadas a una separación que hace aún más traumática la experiencia migratoria; los hijos se ven separados de sus padres y llegan a formar parte de la sociedad privados de la imagen paterna y educados a la vera de personas ancianas, no siempre capaces de ayudar a las nuevas generaciones a proyectarse hacia el futuro. De este modo, la familia, cuya misión consiste en transmitir los valores de la vida y del amor, encuentra difícil, en la emigración, vivir esta vocación. Pues, aunque se empieza a reconocer el derecho a la reagrupación familiar, la precariedad económica y material de los primeros años, unida al hecho de reanudar la convivencia en el contexto de una nueva cultura que asignan roles diferentes a cada uno de sus miembros, hace mella en la estabilidad de las familias inmigrantes. Y superadas las dificultades iniciales tiene que hacer frente a una nueva dificultad: la de la tentación de seguir el impulso de los valores consumistas y descuidar las opciones necesarias de orden espiritual y cultural.

Han de crearse las condiciones válidas para la plena realización de los valores fundamentales: la unión tanto del matrimonio mismo como del núcleo familiar que implica la armonía en la mutua integración de los esposos desde el punto de vista moral, afectivo y de su fecundidad en el amor; y conlleva un crecimiento ordenado de todos los miembros de la familia. Es así como se hace posible la formación de personalidades sólidas y comprometidas socialmente con un amplio sentido de solidaridad y disponibilidad para el sacrificio generoso.

La fe aporta, a este respecto, una luz y una fuerza que exalta profundamente y desarrolla, perfeccionándolos, los valores inherentes a la institución familiar, definida por el Vaticano II «Iglesia doméstica», y que hace ver cómo las exigencias de vida, que de ellos se desprenden, responden a las profundas exigencias que el Creador ha puesto en el corazón del hombre. «Porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti»

La superación de ese contexto difícil con que el que se encuentra la familia emigrante exige el esfuerzo mancomunado de todos: de los gobernantes, de las fuerzas económicas y sociales, y de los mismos emigrantes; y, no en último lugar, de la propia Iglesia. La creación de estructuras de acogida, de información y de formación social, que ayuden a la familia inmigrada a salir de su aislamiento y de la ignorancia del orden jurídico, social, educativo y sanitario del país que recibe, en lo que se refiere al derecho familiar, es obligación básica que incumbe a la sociedad y al Estado, y que en modo alguno debemos eludir los cristianos y que los propios inmigrantes deben también asumir con responsabilidad.

4ª. Sobre la educación de la fe.

«Enseñar a comprender, a contemplar, a escuchar la vida, a encontrar las razones de vivir, de amar, de participar, de soñar, de creer y de esperar» es el objetivo de esta obra según reza su marco general. Las migraciones son, ciertamente, una encrucijada de credos y culturas. En tales circunstancias, la fe no puede quedarse en un simple recuerdo para el inmigrante. Tiene que cultivarla y con su luz poder leer su nueva historia. Por ello la comunidad cristiana no puede reducir su compromiso con los inmigrantes a meros servicios sociales de orden puramente material, por muy generosos que sean, sin poner de relieve las cuestiones antropológicas, teológicas, económicas y políticas que entraña la respuesta al Dios que actúa en la historia y a través de la historia; ni puede tampoco confundir la misión con la acción paternalista, en lugar de descubrir los caminos por los que el Señor viene al encuentro de las personas y de sus pueblos; ni reducir el compromiso eclesial con los inmigrantes a programas marco en el ámbito socio-cultural, olvidando que ha de preocuparse de que no les falte el anuncio de Jesucristo, la luz y el apoyo del Evangelio, que abre a los hombres el horizonte de la esperanza. La misión de la Iglesia consiste, hoy como siempre, en hacer posible, de modo concreto, a todo ser humano, sin diferencias de cultura o de raza, el encuentro con Cristo. Uniéndome a Juan Pablo II, «deseo de todo corazón que sea ofrecida esta posibilidad a todos lo inmigrantes y me comprometo a rezar por ello».

Para terminar, quiero felicitar a todo el equipo de la Delegación y, en especial, al equipo del Departamento de Educación que ha hecho posible este método por la calidad de su trabajo y por no haber regateado esfuerzo y entrega. Una obra en la que se asume el espíritu de la misión que se os ha confiado: evangelizar atendiendo a la persona inmigrante en su integridad. Y quiero agradecer también a la Fundación Santa María la financiación generosa de la misma. Sin su colaboración difícilmente hubiera podido ver la luz. Un buen signo de un trabajo que facilita y potencia la acción evangelizadora de la Iglesia en aspectos de vivísima actualidad social. Continuad por ese camino.