«Misioneros, comprometidos por un mundo mejor»
Mis queridos diocesanos:
De nuevo la Jornada del DOMUND, ya en el tercer milenio, nos emplaza a avivar el espíritu misionero que está en la entraña misma del acontecimiento cristiano, llamándonos a vivir en toda su plenitud la Buena Nueva de la salvación de Jesucristo, que es para los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos. Hoy más que nunca, sí cabe, se hace apremiante, y de un modo particular en la nueva situación generada a nivel mundial a raíz del atroz ataque terrorista contra los Estados Unidos del 11 de septiembre pasado, esta llamada a vivir y transmitir la vida nueva que Cristo nos da, pues sólo en Él radica la paz, la salvación del mundo; sólo Él llena de gozo y de esperanza verdaderos todo corazón humano, «inquieto», ciertamente, como tan certeramente afirmó en sus «Confesiones» San Agustín, hasta que descanse en Aquel para quien todos hemos sido creados.
En este mundo, tan lleno de cosas -cuya contingencia y fragilidad, siempre manifiestas, se han mostrado en las últimas semanas con la máxima evidencia incluso a quienes siguen empeñados en no quererlo reconocer- y tan vacío de auténtico amor -lo único permanente-, nada es más necesario ni más urgente que anunciar a Jesucristo, «centro del cosmos y de la Historia». Sin Él la «globalización» -es decir, la solidaridad que hace de la Humanidad entera una sola familia- es una palabra hueca, y cualquier intento de construir un mundo a la medida del hombre necesariamente fracasa: sólo Cristo es la auténtica medida, sin medida, de todo ser humano.
Este año el Domingo Mundial de la Propagación de la Fe se nos presenta con una invitación al compromiso que lleva consigo la misión de anunciar el Evangelio a todas las gentes y «hasta los confines de la tierra», justamente para hacer «un mundo mejor». Son muchos sin duda los que sienten en su corazón la exigencia de construir este mundo más humano, más solidario, y ponen en ello todas sus energías; sin embargo, «aunque diera mis bienes a los pobres -como dice con toda radicalidad San Pablo-, e incluso entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, de nada me sirve» (1 Cor 13, 3). Caridad es el nombre de Dios. Sin Él, antes o después, todo esfuerzo por hacer un mundo mejor se revela inútil. Decía la Madre Teresa de Calcuta que no atendía a los pobres y a los enfermos por compasión: lo hacía únicamente por Cristo. De este modo no era su compasión, sino la Compasión infinita y eterna de Dios la que llenaba su corazón. Por grande que sea la compasión de un corazón humano hacia los más sufrientes de la tierra, nunca podrá responder a la sed infinita de plenitud que constituye a todo ser humano- Esa plenitud es el mismo Dios, y todo lo que sea dar cosas sin darle a Él «de nada sirve», como afirma San Pablo.
Hablar hoy de compromiso no suele resultar «políticamente correcto», y menos aún si se pretende que tal compromiso lo sea de por vida. El compromiso de los misioneros -sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos e incluso familias cristianas enteras- que se entregan totalmente al anuncio de Jesucristo, donde y cuando son enviados por la Iglesia, a no pocos les parecerá cosa de héroes, pero ellos no lo viven así. sino como un verdadero privilegio. Sencillamente porque el corazón humano reclama esta entrega total. «¿Para qué es la vida, sino para darla?», dice con toda verdad uno de los personajes de Paul Claudel en su «Anunciación a María». Lo difícil, cuando no se censuran las exigencias más hondas del corazón, es vivir una vida a medías, sin esa entrega total -sea cual fuere la vocación a la que es llamado cada uno- que Cristo nos ha descubierto como la auténtica clave que da sentido a la vida Nos basta seguir sus pasos.
La encarnación del Hijo de Dios, cuyo dos mil aniversario hemos celebrado de modo extraordinario en el gran Jubileo del pasado año, muestra en toda su belleza y profundidad la riqueza inmensa de humanidad que encierra este compromiso al que todos hemos sido llamados, y de un modo particular el específico compromiso de los misioneros enviados a todas las gentes y hasta los últimos confines de la tierra. Es San Pablo quien nos describe admirablemente este compromiso del Hijo de Dios hecho carne, modelo y camino del nuestro: «Tened los mismo sentimientos que Cristo, el cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte, y muerte de cruz». He aquí el fruto de tal compromiso: «Por ello Dios lo exaltó y te otorgó el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra, en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 5-11).
Anunciar el «Nombre sobre todo nombre» es toda la razón de ser del gozoso compromiso misionero, que el Día del DOMUND pone con fuerza ante nuestros ojos y nuestro corazón, pero que no podemos olvidarlo nunca, siguiendo las huellas del Maestro, que está con nosotros «todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Y siguiendo las huellas de cuantos más claramente son testigos de su Presencia, y en particular del Papa Juan Pablo II, que no deja de exhortamos a este compromiso santo, a la «nueva evangelización», como él tan significativamente lo ha llamado, y que en primer lugar él mismo ha tomado sobre sí y sigue manteniendo incansable sobre sus hombros encorvados. En su Carta apostólica «Al comenzar el nuevo milenio» lo reitera sobre todo para indicar que hace falta reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de la predicación apostólica después de Pentecostés. «Hemos de revivir en nosotros el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba: ¡Ay de mi sí no predicara el Evangelio! (1 Cor 9,16). Esta Pasión -continúa el Papa- suscitará en la Iglesia una nueva acción misionera, que no podrá ser delegada a unos pocos especialistas, sino que acabará por implicar la responsabilidad de todos los miembros del pueblo de Dios. Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo» (NMI, 40). Quiera el Señor que estas palabras se hagan vida en todos y cada uno de los hijos de la Iglesia.
Demos gracias al Señor por el don de nuestros misioneros, enviados a llevar el nombre de Cristo a todas las gentes de todos los lugares de la tierra, oremos con fuerza al Señor por ellos, para que los sostenga con su gracia infinita, y pidámosle que multiplique estas vocaciones en su Iglesia, y reavive en todos sus miembros el ardor misionero de que habla el Santo Padre al llamarnos, en los comienzos del tercer milenio cristiano, a vivir el mismo «impulso de los orígenes». Todas estas intenciones para la gran Jornada misionera del DOMUND 2001, las pongo lleno de confianza bajo la intercesión poderosa de la Reina de las Misiones, nuestra Madre Santa María de la Almudena, al tiempo que os bendigo a todos de corazón.