Homilía en la Solemnidad de Nuestra Señora de La Almudena

Solemnidad de Nuestra Señora de La Almudena

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

HORA DE INCERTIDUMBRE Y DE ESPERANZA

La fiesta de Nuestra Patrona, Nuestra Señora de La Almudena, casi al final del año litúrgico, es como una invitación anual a la Archidiócesis de Madrid y a todos sus hijos para mirar con los mismos ojos de la Virgen, de nuestra Madre, la Madre por excelencia, tanto los acontecimientos sucedidos en los últimos doce meses de vida madrileña, como, simultáneamente, su futuro: el más inmediato y el que apenas podemos divisar en el horizonte de los tiempos venideros. Abrir lo más íntimo y recóndito de la conciencia personal y colectiva a la mirada maternal de María es dejar que entre en nosotros la luz pura e insobornable de la verdad del Evangelio, la que nos descubre la necesidad que tenemos de arrepentimiento, de misericordia y de perdón; a la vez que nos reconforta y consuela con la certeza del amor de Dios y de su gracia, que hemos recibido y recibimos a raudales.

Esa invitación a mirar con María el momento actual por el que atraviesa nuestra comunidad diocesana y ciudadana -y, con ella, cada uno de nosotros- nos obliga a no perder de vista la más amplia perspectiva de la humanidad y adquiere en su Fiesta de este Año una importancia y hasta urgencia singulares. Es la primera «Almudena» del nuevo siglo y del nuevo milenio; pero sobre todo, la de un año que concluye con una situación mundial presa de incertidumbres y temores por la suerte de un bien tan preciado y esencial para el futuro de la familia humana como es LA PAZ.

Madrid sabe por propia, larga y durísima experiencia lo que es sentir en las espaldas la constante amenaza del terrorismo de ETA y, en la muerte y las heridas de sus hijos, lo que es sufrir sus terribles zarpazos. Aún el pasado martes, la mañana madrileña volvía a teñirse de sangre, dolor y lágrimas al estallar un coche-bomba de ETA en una pobladísima zona del popular barrio de la Prosperidad. Destrucciones masivas, muchos heridos; entre ellos seis graves y dos niños de corta edad. De nuevo una acción terrorista, nacida de planes y voluntades que no merecen otro calificativo que el de pura y simplemente criminales, desafiando arrogantemente a Dios, transgrediendo con reptadora y fría soberbia su mandamiento del «No matarás» y despreciando y agrediendo al hombre con implacable crueldad nos golpeaba y hería a todos en lo más íntimo y esencial de nuestros sentimientos y de nuestra conciencia. Si cupiese alguna duda sobre el carácter moralmente perverso del terrorismo, cométase donde se cometa, los atentados de Nueva York y Washington del pasado 11 de septiembre lo ponían de manifiesto con una evidencia, patente a todo hombre de buena voluntad. Ya nadie parece dudar de la dimensión global de lo que supone de atentado contra la humanidad el fenómeno del terrorismo contemporáneo. Es más, se abre paso el convencimiento universal de lo que significa como peligro constante e inmediato para la paz del mundo, como venía advirtiendo el Santo Padre en las más variadas ocasiones. Pero también se ha revelado la necesidad ineludible de examinarlo, discernirlo y curarlo en sus causas más profundas. ¿No nos estará urgiendo a todos -a los dirigentes de las naciones y de la sociedad contemporánea y a todo ciudadano responsable- restituir y afianzar en el lugar que le corresponde en la conciencia moral general y en la pedagogía personal y social de la familia humana la LEY DE DIOS, inscrita en el corazón de todo hombre que viene a este mundo?

Ver con María los acontecimientos de la hora actual implica también recurrir a Ella, mirarla como la MADRE DE LA ESPERANZA, del modo y con el fervor con que la hemos invocado siempre en la oración de «la Salve», «los desterrados hijos de Eva»: como «vida, dulzura y esperanza nuestra», como «la abogada nuestra», que «vuelve a nosotros sus ojos misericordiosos».

PORQUE ELLA ES LA MADRE DE DIOS

Cuando leemos en el Profeta Zacarías la llamada apremiante del Señor -su oráculo-, dirigida a «la hija de Sión», para que se alegre y goce, le da una razón incontrovertible: «porque yo vengo a habitar, dentro de ti». Los efectos de esa venida del Señor serán variados: la unión de muchos pueblos en un solo pueblo, el de Yahvé; la nueva elección de Jerusalén y la posesión de la Tierra Santa por Judá… Pero el dato fundamental, la fuente de la que manarán todos los bienes será el cumplimento de la promesa de que «el Señor habitará en medio de ti». El futuro de los pueblos, como el futuro de cada hombre, depende de si se abren o no en sus vidas, en sus casas y en su corazón al Dios verdadero, de forma verdadera, y sin poner condiciones previas. María fue el primer ser humano, la persona en la que se cumplió plenamente la profecía. En ella, en su seno, el Hijo de Dios -el Unigénito del Padre-, por obra del Espíritu Santo, tomó carne, asumiendo la naturaleza humana, para ser «el Enmanuel», «el Dios con nosotros». María es la Madre de Dios, «del Dios con nosotros», y, por ello, Madre de los hombres que buscan a Dios. El que se acerca filialmente a María, el que la contempla con devoción y fe en el momento de la Anunciación, la imita en la humildad del alma que se abre confiadamente a Dios: está abriendo en su interior un camino nuevo para que pueda cumplirse también en él lo prometido a Israel: que venga a habitar el Señor en el centro de su vida, que continúe como «encarnándose» en él; y, de este modo personal, en la historia, ya definitiva de los hombres, redimiéndolos y salvándolos para la eternidad.

PORQUE MARÍA ES LA MADRE DEL REDENTOR

El Hijo de Dios, que se hace hijo de María, es JESÚS, el SALVADOR. Su nombre refleja la misión y la obra para la que le ha destinado el Padre y para la que le ha ungido el Espíritu: la de salvar al hombre, rescatándolo del pecado y librándolo de la muerte, porque sólo así se lograría que Dios, en la plenitud de su vida y amor, pudiese habitar en el hombre y el hombre pudiese gozar de la vida y la gloria de Dios. Por ello el hombre se lo juega todo en el Sí o en el No a Jesucristo, el hijo de María. En un Sí o en el No que se dirime finalmente al pie de la Cruz. Sólo el hombre que está dispuesto a morir a sus pecados con Cristo y «a pasar» por la abnegación de sí mismo, humilde y penitente, a una vida nueva de gracia y santidad, resucitando con Él, sin abandonar el puesto junto a Él, Crucificado y Resucitado, le ha dicho Sí. Y con ese Sí a Cristo, le ha dicho Sí a Dios.

Pero para llegar a la Cruz y perseverar a su vera, es necesario acudir a la Madre, a María, que acompañó a su Hijo a lo largo de todo su itinerario de Salvador del hombre, desde su Nacimiento en Belén hasta el acontecimiento culminante de su Crucifixión. Con ella y a su lado, como lo hizo Juan, se pierde el miedo cobarde y se gana la fortaleza del amor para no huir de la Cruz, a la espera y con la esperanza de la Resurrección.

Con María, con su intercesión mediadora de Madre, franqueándole las puertas de nuestra casa interior y exterior, queda expedita la puerta para la gracia del arrepentimiento y del perdón; la del volver a retomar la vida de Cristo, la que viene de Dios y conduce a Dios.

PORQUE MARÍA ES MADRE NUESTRA

María, la Madre de Dios y Madre del Redentor es MADRE nuestra. Del Concilio Vaticano II es la bellísima frase, que luego Juan Pablo II glosaría detenidamente en su primera Encíclica REDEMPTOR HOMINIS: «el Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido en cierto modo, con todo hombre»; añadiendo: «trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado» (GS 22). María engendró a Cristo y, por consiguiente, de forma espiritual, nos engendró a todos los que Él ha unido: a todo hijo de hombre, nacido de mujer. María es espiritualmente nuestra Madre. Por ser Madre de Dios es Madre nuestra. Nos ayuda decisivamente a nacer y a vivir para Dios, ahora y eternamente.

El Concilio Vaticano II ahondará luego en su exposición hasta qué punto de solidaridad activa, redentora y salvadora con el hombre, llegará en su vida terrena el Hijo de Dios encarnado en el seno de María: «Cordero inocente, por su sangre libremente derramada, mereció por nosotros la vida, y en Él Dios nos reconcilió consigo y entre nosotros y nos arrancó de la esclavitud del diablo y del pecado, de modo que cualquiera de nosotros pudo decir con el Apóstol: El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí -Gal 2,22-» (GS 22). María, traspasado de dolor su corazón de Madre, acompañó a su Hijo hasta la Cruz, donde se consumó su amor a cada hombre: por mí y por ti. Desde ese instante quedó constituida también como la MADRE DEL REDENTOR y, consecuentemente, de los redimidos. ¿Cuántas conversiones a lo largo y a lo ancho de la historia de las almas han sido obra de la mediación maternal de María? ¿Es que puede darse un cambio radical de vida, una verdadera conversión a Jesucristo y a su Evangelio, sin la intervención suplicante y amorosa de María, de su Corazón de Madre?

María era muy consciente de lo que significaba aceptar a Juan como hijo, cuando el Señor se lo pide, clavado en la Cruz: aceptaba ser Madre de la Iglesia y, con ello, ser Madre de todos los hombre. A ella, a su Corazón Inmaculado, se le confiaba el definitivo capítulo de la historia salvadora del amor de Dios con los hombres: incorporándolos «al Cuerpo» y a la «Familia del Hijo», de tal modo que fuese creciendo una nueva humanidad en la que Dios «enjugará las lágrimas de nuestros ojos», donde «ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque el primer mundo -el del pecado, del odio y de la muerte- ha pasado» (cfr. Ap 21, 3-5a).

Sí, María, porque es la Madre del Redentor -y en cuanto lo es- es Madre nuestra amantísima.

VIRGEN Y MADRE DE «LA ALMUDENA»

Esa Madre se ofrece a los madrileños desde tiempo inmemorial, concreta y partícipe cercana y directa de nuestros avatares, los más desventurados y los más alegres, bajo la figura y advocación milenaria de la Virgen de La Almudena. En su Fiesta, hoy, recordamos esa compañía suya, inequívocamente maternal, y la celebramos eucarísticamente, uniéndonos al sacrificio y a la victoria pascual de su Hijo, con gratitud filial, veneración y amor, dejándonos abrazar y sostener por Ella, la Madre de Dios, la Madre del Redentor, la Madre de la Iglesia: nuestra Madre. Fundamento tierno e indefectible de nuestra esperanza. A Ella queremos decirle, con nuevos acentos del corazón de sus hijos a los que les duelen sus ingratitudes: «Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos y después de este destierro muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre, oh Clementísima, oh Piadosa, oh Dulce Virgen María».

Ruega por nosotros, por tus hijos e hijas de Madrid; especialmente por los más alejados de tu Hijo Jesús, por los que más sufren en el cuerpo y en el alma, por los amenazados y las víctimas del terrorismo, por los más débiles e indefensos: los niños, desde el momento de su concepción, los ancianos, los enfermos, los abandonados de todos, los emigrantes… Ruega, sobre todo, por los matrimonios y las familias madrileñas, «santuario de la vida y esperanza de la sociedad», sometidas a tantas pruebas y dificultades, si quieren permanecer fieles a la vocación recibida de Dios, y tan olvidadas…

Ruega por nosotros, Virgen de La Almudena, Madre de la Esperanza, Santa Madre de Dios, para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Nuestro Señor Jesucristo.

Amén

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