Una nueva razón para la Esperanza
Mis queridos hermanos y amigos:
La espera y la esperanza del Adviento siempre se dirige al Señor que viene de nuevo a su Iglesia con la abundancia de sus dones: los de la misericordia del Padre, los de la reconciliación del Hijo y los del amor del Espíritu Santo. Dones invisibles de la gracia y dones visibles de su palabra, de sus sacramentos, de sus ministros, de todos aquellos que responden a su vocación cristiana con la oblación de sus vidas por la vía de la vida consagrada y de los que viven su vocación seglar como un decidido compromiso apostólico. Todo nuevo Adviento, también éste, es tiempo y ocasión de gracia, de espera y de súplicas al Señor a fin de que venga a su Iglesia con la riqueza y abundancia de sus dones. Y no en último lugar con el don de abundantes y generosas vocaciones para el ministerio sacerdotal. La esperanza de las vocaciones sacerdotales también florece con el espíritu de penitencia que ensancha y prepara el corazón de la Iglesia para recibirlas y acogerlas.
El Adviento de este año 2.001 nos depara en la Archidiócesis de Madrid un acontecimiento sumamente gozoso que da aliento a nuestra esperanza de que en el futuro la gracia de la elección para el seguimiento del Señor por el camino del servicio en el ministerio apostólico va a encontrar en muchas almas jóvenes las puertas abiertas del amor y de la entrega al Señor: del sí desprendido y valiente de todo lo que tienen y de todo lo que son. Ayer lo hemos vivido en la ordenación de 18 nuevos presbíteros en nuestra Catedral de La Almudena, provenientes de nuestro Seminario Conciliar para el servicio de la Iglesia en Madrid, abierto incondicionalmente al horizonte de la Iglesia Universal, y, por ello, al servicio de su misión evangelizadora: la de la salvación del hombre. A ella seguirá, Dios mediante, en el próximo mes de abril la ordenación de otros nueve presbíteros, procedentes de nuestro Seminario Misionero Redemptoris Mater. ¿Qué signo más maduro y más significativo de esperanza sobrenaturalmente sentida y encarnada en la existencia diaria de la comunidad diocesana podemos imaginarnos que estas ordenaciones sacerdotales de la víspera de este Tercer Domingo de Adviento, como anticipo gozoso de la próxima Fiesta de la Navidad del Señor? Ellos serán los que habrán de responder personalmente, en comunión con su Obispo y junto con sus hermanos sacerdotes, ante las preguntas de los hombres de nuestro tiempo sobre Jesucristo, de acuerdo con el modelo de la contestación del mismo Jesús, cuando preguntado por los discípulos de Juan si era él quien había de venir o habría que esperar a otro, les respondió. «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio. ¡Y dichoso el que no se escandalice de mí!» (Mt 11, 4-6).
Los interrogantes que muchos de nuestros contemporáneos se hacen en torno a la persona y a la obra de Jesús son incluso cualitativamente más radicales que los de aquellos buenos creyentes de Israel, seguidores de Juan, que esperaban expectantes la inminente venida del Mesías, sumándose a la llamada del Bautista a la conversión y a la penitencia. Lo que hoy se pregunta a la Iglesia y, por lo tanto, a los cristianos, va dirigida a la substancia misma de lo que significa Jesús. ¿Es verdaderamente el Hijo de Dios? ¿Ha resucitado y está vivo para la salvación del hombre? ¿Es el Salvador del hombre?
La respuesta sólo es posible si en medio de la Iglesia surgen hermanos dispuestos a continuar la misión de los doce y de Pedro, que se recibe por el Sacramento del Orden, y a participar en ella por el diaconado y el presbiterado. Cuando, en una palabra, se encuentran jóvenes dispuestos a seguir la llamada del Señor para el sacerdocio ministerial. Porque sólo a través de ese ministerio la Iglesia oirá en su seno el testimonio vivo de los que recibieron el mandato y la misión del mismo Cristo para continuar ofreciendo ya en toda su hondura y verdad, plenamente mostrada y realizada en el Misterio de su Pascua, aquella respuesta inicial dada por Él al comienzo de su Vida pública a los discípulos del Bautista. Porque ya no basta repetir aquel anuncio primero del Reino y de sus pruebas sensibles sino la plenitud de su realización que culmina en la oblación sacerdotal de Cristo en la Cruz y en la Nueva y definitiva Alianza que establece Dios Padre con la humanidad redimida por el sacrificio del Hijo y en la virtud y don del Espíritu Santo. Hay que anunciar que ha venido ya la definitiva salvación de Dios que cura al hombre de sus heridas más hondas, las del pecado y de la muerte; la que le incorpora a una nueva vida, divina, semilla indestructible de la Gloria, y cuyos frutos crecen y maduran ya en los campos del mundo y de la historia presente como maravillas de ese amor de Dios que brota del costado abierto de Cristo, de su Corazón atravesado por la lanza del soldado: los frutos de la justicia, del perdón, de la misericordia, del amor, de una salud y vida en gracia y santidad, y de la paz; puesto que los males de este mundo son superados en su raíz por el gozo del bien del amor de Dios y de los hermanos que ya no se apagará jamás.
La Iglesia, llamada toda a Ella a ser partícipe y testigo del Amor definitivo de Dios al hombre, podrá permanecer en la fidelidad de ese amor y ser capaz de transmitirlo fielmente a los hombres de cada época y de cada tiempo si en ella se presta y se realiza fielmente el ministerio sacerdotal de los sucesores de los Apóstoles.
Por ello, 18 nuevos sacerdotes para la Iglesia en la Archidiócesis de Madrid son una nueva señal, un signo luminoso, de que sigue viva y brilla entre nosotros la esperanza, la que alentó en el corazón de la Virgen María, la Madre del Señor, la que nos lo dio plenamente como Hijo de Dios y Salvador del Mundo.
Con los deseos de una etapa final del tiempo de Aviento, santa y gozosa, os saludo y bendigo de corazón,