El anuncio de la Gloria de Dios y de la paz a los hombres que ama el Señor
Mis queridos hermanos y amigos:
Ya se anuncia la noticia de la inminente Navidad que la Iglesia ha venido preparando a lo largo de las cuatro Semanas de Adviento a través de un itinerario espiritual y pastoral en el que ha revivido las experiencias de los protagonistas del primer Adviento de la historia, los modelos y guías para todos los Advientos del futuro, también de este nuestro Adviento del año 2001. En un primerísimo y singular lugar ha hecho memoria viva y devota, memoria plena de amor filial, de MARIA, la Madre del Mesías, el Salvador, el Señor. La figura humilde, transparente e inmaculada de la joven Doncella de Nazareth ha llenado de la luz nueva del Redentor que se acerca las pupilas de la Iglesia y de todos y cada uno de sus hijos, que se han sumado a su convocatoria de reiniciar el camino de la apertura cordial de todo lo que es el hombre a la gracia de la fe, al reconocimiento arrepentido de los propios pecados, a la esperanza de que se puede caminar según un proyecto de santidad, que transforme la vida al impulso auténtico del amor divino: la imprescindible y única fuente de donde puede brotar el agua fresca con la que pueda apagarse la sed de felicidad y paz de la humanidad contemporánea.
Porque también «el mundo», nuestra sociedad, han preparado «su propia Navidad», con unos métodos bien distintos y con la presentación de unas visiones de lo que constituye la felicidad humana también diferentes cuando no contrarias a lo que verdaderamente sucedió en la Navidad primera y sucederá en la última, cuando venga Jesucristo a recapitular todas las cosas del cielo y de la tierra para la Gloria de Dios. En el diseño de los proyectos de futuro, que el mundo traza, y de sus procedimientos para alcanzarlos, hemos podido comprobar de nuevo la idealización del dinero, la sugestión del placer, atractivo y la fuerza de un consumismo materialista que cierra las puertas al alma y borra de su memoria presente el dolor, la pobreza y la marginación de sus hermanos. Sí, es verdad, que los signos y símbolos de la Navidad, que adornan nuestras calles, quieren insinuar donde y como hay que encontrar el verdadero secreto de la alegría navideña -y hay que agradecerlo y congratularse por ello, aunque sólo sea por las sonrisas que despiertan en nuestros niños-, pero fragmentaria y contradictoriamente.
Por ello, hay que tener de nuevo presente lo que ha venido ocurriendo en la vida de la Iglesia y del mundo en estos días pasados y que el Evangelio de San Mateo, que se proclama en la Liturgia de este Domingo, el último de Adviento, en el umbral mismo de la Navidad, expresa con inimitable y sublime concisión:»Mirad, la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel que significa «Dios -con- nosotros».
Efectivamente esto es lo que ha sucedido, la Virgen ha concebido en su seno materno, en su carne, que es la nuestra, a un hijo que es el Dios -con- nosotros: el Hijo unigénito de Dios, y que nos va a nacer. Ya está a punto la hora bendita de su aparición entre los hijos de los hombres. Las preguntas se nos agolpan en nuestro interior irresistiblemente: ¿cómo nos estamos preparando para recibirle y acogerlo, como nos imaginamos el modo y la forma de celebrarlo, cuáles son las expectativas respecto a nosotros, a nuestras particulares biografías, y con respecto a nuestros semejantes, a los más queridos y a los más lejanos, en relación con este acontecimiento absolutamente singular de la historia humana? ¿O es que no nos percatamos de que estamos ante el momento clave que abre el último y definitivo capítulo de la historia de la Salvación?
La respuesta a estas preguntas se pueden y deben actualizar con un renovado sí a Dios: de la mente, de la memoria, de la voluntad, del corazón, de todo nuestro ser. Un sí, preparado en la oración personal, manifestado y confesado en el Sacramento de la penitencia, testimoniado en el seno de nuestras familias, y en donde quiera que nos encontremos y movamos en estos días; celebrado en la liturgia Eucarística, convertido en el don de nuestro amor a los más necesitados, articulado como súplica y anhelo de la Paz. Así estaremos bien preparados para oír en la noche de mañana, en la «Nochebuena» por excelencia, madrugada del día de la Navidad, la gran y gozosa noticia del Ángel, pregonada en el Evangelio de San Lucas, en la Liturgia de la Misa de medianoche:
«No temáis, os traigo un buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontrareis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre».
Viviendo de tal modo en la interioridad de nuestro corazón la gracia de ese Niño, y adorándole rendidamente, podremos sentir como nuestro y como propio, y como destinado a los hombres de este Navidad del 2001, lo que sucedió y se oyó en aquel instante del anuncio del Ángel a los Pastores:
«De pronto, en torno al Angel, apareció una legión del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo:
«Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama del Señor».
Os deseo, a todos los madrileños, que viváis esta Navidad, Fiesta de gracia y salvación, augurio de la Gloria de Dios y del don de la Paz para todos nuestros conciudadanos y para todos los que más la necesitan en el actual momento de la humanidad, en el hogar familiar, en la cercanía de todos los que amáis: padres, hermanos, abuelos, familiares y amigos.
¡Santa y feliz Navidad!
Con mi afecto y bendición,