En la Fiesta de la Sagrada Familia del 2001
Mis queridos hermanos y amigos:
La Fiesta de la Sagrada Familia, colocada en el calendario litúrgico en el domingo siguiente a la Fiesta de la Natividad del Señor, recuerda a la Iglesia año tras año el papel decisivo de la Familia en la historia de la Salvación del hombre: el Redentor ha recibido virginalmente la vida humana por obra del Espíritu Santo en el seno de María Virgen, desposada con José, un sencillo carpintero. En el hogar nacido del amor castísimo, virginal, de ese matrimonio, constituido por la doncella de Nazareth y por el artesano, oriundo de Belén, y descendiente de la casa real de David, crecería y se educaría Jesús, el Salvador del mundo. Es más, se formularían y modularían sus primeros pasos salvadores de cara al hombre y la humanidad ansiosa del Mesías. La obra salvadora de Jesús comienza con su Encarnación, Nacimiento y años de vida oculta en la Familia de Nazareth para pasar luego al período público del anuncio del Reino de Dios y al momento culminante de su Pascua. La Familia de Jesús actúa e interviene activamente como instrumento excepcional de la gracia de la salvación en esa primera etapa de la vida del Señor.
Y lo que ocurrió al principio, ocurre siempre a través de la historia de la Iglesia, se actualiza por ella para todas las épocas y tiempos de la humanidad hasta que Él vuelva. Con un significado especialmente relevante para la comprensión y la realización de la verdad plena de toda familia, de la familia sin más, tal como viene dada y postulada por la misma naturaleza el hombre y por su bien. Si se podría dudar o vacilar sobre el carácter uno e indisoluble del amor matrimonial como constitutivo del matrimonio, de acuerdo con lo que viene exigido por el bien de la persona y de la humanidad y en virtud de lo que quiere Dios para el hombre, como exigencia del verdadero amor -del amor divino-, incluso en el contexto de la doctrina y praxis del pueblo de Israel, ahora a partir de Jesucristo, de su Familia -verdaderamente, Sagrada Familia-, ya no es posible. No sólo eso, la familia fundada en la elevación sacramental del matrimonio se convierte en un instrumento decisivo, para la transmisión de la fe y de la vida de la gracia en todo hombre que viene a este mundo. El Concilio Vaticano II expresará esta verdad del Evangelio sobre la familia llamándola «iglesia doméstica» por una parte, y célula básica de la sociedad, por otra. Dimensiones ambas que se entrelazan y condicionan intrínsecamente (cfr. LG 12; GS 52).
Lo que la fe y la razón, iluminándose mutuamente, descubren del sentido último de la familia como realidad instituida por Dios y transformada por Jesucristo para el bien y la salvación del hombre, se ha venido confirmando a lo largo de toda la experiencia histórica antes y, sobre todo, después de la Familia de Nazareth, y se corrobora con la experiencia tan dramática de nuestros días. Siempre que se abren crisis en la Iglesia -crisis de fe y de vida- y crisis en la sociedad -crisis de insolidaridad, violencia, guerra, frustraciones colectivas, sistemas de explotación e injusticias masivas-, en el fondo de las mismas laten crisis radicales de la familia -crisis morales y religiosas, culturales, sociales y políticos, vinculadas a procesos que la cuestionan e hieren-. ¿Es que hay alguien que pueda pensar seriamente que la renovación conciliar de la Iglesia puede ahondarse, consolidarse y vitalizarse apostólica y evangelizadoramente, al margen de una fidelidad plena e íntegra al «modelo» de «la Sagrada Familia de Nazareth»? Los frutos tan decepcionantes de una tal equivocación los estamos viendo diariamente. ¿Y puede alguien pretender que surja una sociedad solidaria, abierta a unas relaciones verdaderamente humanas de apertura mutua del hombre con el otro hombre, de pueblos, de razas y religiones entre sí, sobre la base de proyectos político-jurídicos y concepciones ideológicas que relativizan el valor insustituible de la familia, la descuidan y hasta la ignoran en sus aspectos más esenciales? Porque, es claro que no va a brotar en medio de la humanidad, en el tejido de lo humano, una fuente de amor limpio y auténtico -gratuito-, savia que purifique y ennoblezca las relaciones sociales, que no sea la de la familia, nacida de la comunidad de amor y de vida comprometida fielmente como comunión y oblación de los esposos para siempre.
El Santo Padre nos invita a abordar los retos de la paz del mundo en el año que comienza, tan gravemente amenazado por la guerra, bajo el lema: «No hay paz sin justicia. No hay justicia sin perdón». El camino regio para franquear el corazón del los hombres al sentimiento y a la afirmación teórica y práctica del perdón es el de su experiencia y vivencia en el seno de la familia, constituida y vivida según Dios, tal como se nos ha mostrado y se nos da en la Sagrada Familia: de Jesús, María y José.
¡Que ellos sean la salvación y la esperanza nuestra en el próximo año que comienza!
Con este deseo de un año nuevo, lleno de gracia y de verdad, lleno de paz y verdadera prosperidad para todas las familias madrileñas, os saludo y bendigo de corazón,