Mis queridos hermanos y amigos:
No sería equivocado decir que se da Epifanía del Señor desde el primer momento de su existencia terrena. Jesús se manifiesta y declara quién y cómo es desde su Nacimiento en Belén hasta el momento de su Ascensión al Cielo. Pero hay momentos especialmente significativos en ese mostrarse a los suyos -a su pueblo, y al mundo- como el Mesías que había de venir, como el Señor y Salvador, en una palabra: como Jesús. Uno de ellos es el que celebra la Iglesia en la solemnidad litúrgica de hoy, conocida como la de la Epifanía por antonomasia.
Jesús se manifiesta, siendo aún niño recién nacido, como Rey y Salvador, más allá de las fronteras de Israel a los gentiles o paganos, representados en los Magos de Oriente, que «habían visto salir su estrella» y acuden hasta Jerusalén para adorarlo. La estrella, que se había ocultado en los días de sus indagaciones con Herodes y los sabios y escribas de la ley, vuelve a aparecer cuando abandonan la ciudad para guiarlos de nuevo hasta que se posa en el lugar donde estaba el Niño con su Madre. Lo adoran llenos de alegría, ofreciéndole oro, incienso y mirra; para retornar luego a su casa, sin pasar por Jerusalén, cantando las alabanzas de Dios. El Señor se mostraba así al mundo, a toda la humanidad, como el Hijo de Dios, hecho hombre en el seno de su madre la Virgen María por nuestra Salvación: como el Salvador que esperaba Israel y que anhelaban todos los pueblos y religiones de la tierra, desde el principio.
Este es pues el acontecimiento que celebra la Iglesia el día de la Epifanía del Señor: la primera y fundamental manifestación histórica del SEÑOR JESÚS, o, dicho de otro modo, de JESÚS, EL SEÑOR. Y lo hace año tras año, anunciándolo con la palabra, actualizándolo sacramentalmente en la Liturgia, y tratando de reflejarlo en el testimonio de su caridad con una especial referencia a los niños y a los más indigentes de la tierra. Consciente de que su original e insustituible misión se cumple cuando se acerca a la Cuna de Belén para conocer y reconocer con una mayor y más limpia fe y con una más encendida esperanza a quien es su Señor y Salvador, a Jesús, el Hijo Unigénito, la Palabra del Padre, plena de gracia y de verdad; para, finalmente, aprender a adorarlo con un cada vez más sencillo y rendido corazón, es decir, con una autenticidad tan transparente que los hombres de todos los tiempos a través de ella, como «a modo de un sacramento», vean la Estrella del Mesías y se sientan impulsados a ponerse en su búsqueda hasta encontrarle y sumarse a la adoración que iniciaron aquel día primero los Magos de Oriente.
La Archidiócesis de Madrid abre en este año 2002 la celebración del que será el tercer Sínodo de su joven historia como Iglesia Particular, poniendo en marcha su primera e importantísima fase preparatoria. Se inicia así el Sínodo Diocesano: ese «caminar juntos» hacia el futuro de lo que la voluntad del Señor nos vaya señalando, en comunión plena con toda la Iglesia, presidida visiblemente por el Sucesor de Pedro, el Obispo de Roma, el Papa Juan Pablo II. En el marco de la solemne Eucaristía de la Epifanía del Señor, en nuestra Santa Iglesia Catedral de Nuestra Señora La Real de La Almudena, nos disponemos a emprender este camino de respuesta obediente y humilde a lo que el Señor nos pida para ser más fieles a las urgencias de nueva Evangelización que reclaman con tanto apremio -el del dolor del alma y de los sufrimientos del cuerpo, del hombre entero- los madrileños de esta hora histórica del s. XXI, tan presa de oscuros temores, pero también tan ansiosa de festiva esperanza.
La Epifanía del Señor marca claramente objetivo final, dirección y camino. Se trata de abrir el corazón de toda la comunidad diocesana -de pastores y fieles, de consagrados y seglares laicos- al reclamo luminoso de la Estrella de Jesús, yendo hasta Él, dejando que se nos muestre sin interferencias, ni teóricas, ni prácticas, -las que se originan por sucumbir a las tentaciones de una libertad débil y pecadora-, escuchando lo que nos quiera hablar por su Espíritu, que es el del Padre, para identificarnos más hondamente con su querer concreto para la Iglesia diocesana de Madrid; o, lo que es lo mismo, con su Evangelio, no reducido, sino explicado como un gran reto de su amor redentor para nosotros y para la sociedad en la que estamos insertos, en la que muchos hermanos esperan y ansían descubrir su Estrella de nuevo. Iluminado nuestro rostro por el suyo, por su Luz adorable, encontraremos, sin duda alguna, las formas espirituales, canónicas y pastorales más cercanas al hombre y más acordes con las circunstancias de nuestro tiempo, las que nos permitan acertar con el camino de una renovada vuelta al mundo y al hermano a través de un testimonio de palabra y de obra tan cristianamente fresco y tan dispuesto al martirio que los que nos vean no puedan por menos que decir: ¡ha nacido el Redentor, el Mesías, el Señor!
Nuestro encuentro inicial con Jesús tiene lugar en Belén, en presencia de José y, sobre todo, de María, su Madre. Pidámosles que nos enseñen a mirarlo, a contemplarlo, a amarlo y a servirlo ¡Que ella, la Madre del Niño Dios y Madre de todos los hombres nos acompañe en ese volver a la casa y vida diaria de los hermanos en la Iglesia y en el mundo de tal modo que sepamos trasmitirles con nuevo ardor, con nuevas formas de compromiso apostólico, con nuevos impulsos de santidad, la luz y fuerza renovadora de su Evangelio!
Sí, a Ella, la Virgen de La Almudena, le confiamos nuestro camino sinodal: a Ella, Vida, Dulzura y Esperanza Nuestra.
Con todo afecto y mi bendición,