Homilía en Vigilia de oración por la paz

Queridos hermanos y hermanas del Señor:

El Santo Padre concluía el Mensaje del día de la Paz el primero de enero de este año con la petición e invocación de San Francisco de Asís, atribuida a él, que todos conocemos: «Haznos, Señor, instrumentos de tu paz». El objetivo y la razón de ser de esta Vigilia es unirnos a él, y unir nuestros corazones a todos los que mañana van a encontrarse con él en Asís, para que esa oración se haga realidad, se haga eficacia, se haga también fruto palpable en la historia de nuestro tiempo: «Haznos, Señor, instrumento de tu paz».

La paz es un don precioso, es un nombre que proyecta la vida y la historia humana hacia el horizonte de la definitiva felicidad, de la definitiva gloria. Casi se podrían intercambiar el significado de la palabra paz, «salom», por el significado de la palabra gloria, «doxa». Pero es un bien muy frágil, muy frágil en sí mismo. Se dice que la paz no consiste solamente en la ausencia de conflictos; cuando no hay guerra, no necesariamente hay ya paz. Ciertamente, cuando hay guerra la paz queda hecha añicos. Hay que decir que es más que la sola ausencia de conflictos: es fruto de la justicia. Así lo han expresado desde los primeros tiempos en la historia del pensamiento y de la experiencia cristiana los más grandes sabios, santos y protagonistas de la paz: «Opus Iustiae Pax», la obra de la justicia es la paz; pero la experiencia enseña también que es más que eso, que sólo con una realización matemática de la justicia todavía el hombre, los hombres no han alcanzado la paz. Hay que dar un paso más y decir que la paz es obra del amor, y del amor misericordioso; y en las circunstancias actuales de la vida del hombre y de la historia del hombre, fruto del perdón. «No hay paz sin justicia», escuchábamos en el Mensaje del año nuevo del Papa, «pero no hay tampoco justicia sin perdón».

Esta noche en esta Vigilia de esta Catedral, como en otras muchas que se celebran a lo largo y a lo ancho de todo el mundo, en distintos contextos, confesionalmente católicos, ecuménicos, interreligiosos, debemos alzar nuestra mirada ante la situación de la paz mundial en este momento. Ese bien, fruto de la justicia y del perdón, es evidentemente un bien precioso, pero frágil, porque el corazón del hombre no es de por sí, automáticamente, un órgano o punto de partida que le lleve a la justicia, que le lleve a la misericordia, que le lleve al perdón; lo vemos y lo constatamos en todos estos días, semanas y meses que han transcurrido, no sólo desde el 11 de septiembre, sino con anterioridad a esa fecha emblemática en la historia de la paz y de la guerra, en la historia del odio y en la historia también de la justicia y del perdón.

Diecisiete conflictos, o guerras, se están desarrollando en este momento en la geografía de África, geografía dolorida y sangrienta si las hay. El conflicto árabe-israelí sigue llenando todas las hojas del calendario, la cronología o la crónica de nuestros días, con sangre de hermanos violentamente derramada, fruto de odios que se cruzan, y probablemente también efecto de otras causas más complejas. El terrorismo se organiza internacionalmente, y la versión nuestra, la del terrorismo de ETA, vemos que está entrelazada con un fenómeno más universal, nuevo en su forma de presentarse, de organizarse, de articularse, pero extraordinariamente nocivo, extraordinariamente enemigo de la Humanidad. El Santo Padre no ha dudado en calificar el terrorismo como un enemigo de la Humanidad, no sólo un enemigo de determinados pueblos o de determinados sectores de una sociedad. Es más, ha encontrado una expresión que, a todos lo creyentes en Dios, nos ha puesto en el límite de la verdad y de la autenticidad de nuestra fe: se ha usado el nombre de Dios para ejercitar acciones terroristas, incluso poniendo la vida, «automatándose» los ejecutores de las acciones terroristas.

Es evidente que avanzar en el camino de la paz supone tener en cuenta todas estas situaciones. El terrorismo, las guerras, son injustificables en sí mismas, cuando son guerras de agresión y cuando son acciones de agresión; es posible que haya, no sólo el derecho, sino a veces el deber de defenderse contra el terrorismo: lo hay, pero ciertamente no a costa de cualquier objetivo y usando cualquier tipo de medios. También hay que decir que, efectivamente, no hay ninguna causa de situaciones de injusticia, las que sean, económicas, sociales, culturales, que pueda justificar, explicar moralmente y éticamente las acciones terroristas y las acciones de la guerra agresiva y de agresión, ninguna.

Avanzar, por lo tanto, en el camino de la paz supone formarse bien la conciencia, lleva consigo el imperativo de la formación de una recta conciencia, sobre lo que es el valor de la vida y quién lo garantiza, quién lo guarda y cómo se guarda. El quinto mandamiento de la Ley de Dios no tiene excepciones, ninguna, en ninguna hipótesis, en ninguna situación; afirmar en el corazón del mundo, en este momento, la verdad moral y la universal vigencia de ese mandamiento de la Ley de Dios: «Respetarás la vida de tu hermano, no matarás a tu hermano», es un principio que hay que recordar como primero, y cuya evidencia no está, ni mucho menos, tan clara en la conciencia de las sociedades y de los pueblos, y a veces de las personas. Y usar el nombre de Dios para matar a un hermano es ya el colmo de la perversión humana. El que mata al hombre siempre mata en contra de Dios, nunca a favor de Dios; no se mata en el nombre de Dios, sino que se mata contra Dios. Hay que añadir, además, en este avance por el camino de la paz, que la conciencia de la justicia también tiene que desarrollarse plenamente, concretamente, teniendo en cuenta la realidad compleja de la situación en la que se encuentra el mundo. No se puede ignorar que hay caldos de cultivo para que surjan esas actitudes de quienes matan incluso en esos casos que hemos conocido en los límites, supuestamente en nombre de Dios. Las injusticias fruto de la opresión, fruto de la acción personal, colectiva, social, estructural de grupos, de Estados, a veces de conjuntos de Estados con respecto a otros y otros pueblos, son un caldo de cultivo para que en los corazones surja el odio, surja la sed de venganza.

El que quiera avanzar por el camino de la paz tiene que avanzar también por el camino de la afirmación clara y neta de la justicia, y hasta el punto de ser capaz incluso de perdonar y de amar misericordiosamente. Una justicia que quisiera terminar en sí misma, desde el punto de vista moral y ético se quedaría coja, nunca llegaría al final de la respuesta que el hombre necesita cuando ve delante de sí a otro hombre; no basta ver al hombre como un sujeto más, un ciudadano más o un número más en el conjunto anónimo de la Humanidad, sino que hay que ver en el hombre, la persona, una dignidad inviolable, sagrada; que es igual que tú, hermano tuyo, imagen misma de Dios.

Esa verdad del hombre exige del otro hombre más que estar dispuesto a darle lo que le pertenece, hay que darse a sí mismo, hay que darse uno a sí mismo con respeto al otro, y cuando se produce lesión, ofensa, destrucción de la justicia, ofensa del hombre, sólo cabe como solución final la capacidad de perdonar, de perdonar de verdad y de perdonar justamente. El que perdona no perdona «baratamente», y el que quiere perdón y siente la necesidad de ser perdonado tampoco ofrece su disponibilidad para la reconciliación a base de seguir afirmando la injusticia. El perdón es un fruto del camino de alguien que abre el corazón a su hermano, que le ha ofendido, y del hermano que ha ofendido dispuesto a aceptar el abrazo de reconciliación del hermano, con verdad, auténticamente dispuesto también a la reparación de una justicia, vivida desde la verdad del amor.

En este momento de la historia del hombre, de los conflictos que amenazan tan gravemente la paz en este momento de la Humanidad, afirmar esa configuración rectamente moral de la conciencia, los criterios básicos que deben guiar, incluido ese criterio último del amor, de ese amor de Cristo que supera todas las filosofías, de que hablaba San Pablo en la carta a los Efesios, es urgente para nosotros. Pero, a la vez, es una tarea ante la que cualquiera de nosotros se sabe pequeño y frágil también, casi incapaz. El odio es una tentación permanente, que nos amenaza, que nos acecha. A veces sin ninguna razón, sin caldos de cultivo, puede nacer como una planta venenosa en el corazón de nuestras vidas, sin explicación alguna, sin riego alguno, sin ninguna acción que la favorezca desde fuera, por pura envidia, por afán de poder, de vencer. Y no digamos la sed de venganza. Entre la sed de venganza y las ganas de odiar hay una estrechísima relación. Si alguien puede decir que nunca ha sentido ganas de odiar o de vengarse, que lo diga.

Por ello esta noche nos reunimos en la Catedral para preparar el encuentro del Papa en Asís, y también para pedir que en nuestro corazón desaparezca el odio, la venganza, y para que en nuestro corazón se abra la ventana a la acción de Dios y a la gracia de Dios. Debemos recordar una frase muy bella y honda del Papa en el mensaje del Año Nuevo, cuando al final del mismo dice: «Pedir por la paz no es algo que viene después de preparar esfuerzos o estrategias de paz, sino que pertenece a la íntima estructura de la búsqueda de la paz».

Cuando uno se acerca a los misterios del corazón del hombre, los conoce claramente a la luz de la revelación de Dios, que se nos manifestó en Jesucristo, y así se da cuenta con claridad de que, efectivamente, o dejamos entrar la luz de la gracia en nuestro corazón y nuestras vidas, o no habrá victoria sobre el odio, sobre la venganza, no habrá avance sobre la paz. Por eso la necesidad de la oración, en estos momentos, se percibe y se siente como le pasa a la persona que se debate en la mar, lucha contra la resaca, pierde el aliento, le falta el aire, el oxígeno, lo que le puede mantener en vida.

Para unirnos en la oración por la paz necesitamos gran humildad, y una actitud de humilde búsqueda del don de Dios. Pidiéndole que nos permita lo que el joven del evangelio de San Marcos quería, pero no llegaba a alcanzar: no sólo cumplir los mandamientos, sino dar la vida, no preferir las riquezas de este mundo por encima de cualquier otro objetivo ideal, sino cambiarlos por el ideal del Reino. Dirigimos nuestra oración a Dios Padre por Jesucristo, a través de Él, pidiendo el Don del bien del Espíritu que puede iluminar nuestro corazón, puede ayudarnos a avanzar a todos, a cada uno de nosotros personalmente, a las comunidades eclesiales, a los cristianos, a todo el mundo, a dejar que el espíritu de la paz sane el corazón de la Humanidad, la cure del odio y de la venganza, y la abra al gran abrazo de la paz. Le pedimos con toda la Iglesia, la de los que peregrinan por este mundo, la Iglesia de los santos con la Virgen: «Señor, haznos instrumentos de tu paz, en toda la geografía dolorida, amenazada y herida por la guerra donde, en este momento, se desarrolla, desencadenada, va y viene, en África, en la tierra del Señor, en el mundo, en nuestra patria». Haznos, Señor, instrumentos de tu paz.

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