Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
Os ofrezco el texto de mi intervención en la Plenaria del Pontificio Consejo «Cor Unum», celebrada en Roma el 7 de febrero de este año. A nadie se le oculta que el fenómeno del voluntariado reclama nuestra reflexión e iluminación desde el acontecimiento de Cristo y desde la identidad de la Iglesia.
Situación actual
El fenómeno del voluntariado constituye hoy un auténtico «signo de los tiempos», un signo de esperanza con vistas a la «civilización del amor». Por «voluntario» se entiende la persona que viene libremente en ayuda del prójimo necesitado, principalmente en forma agrupada, sin recibir, en principio, una remuneración por vía de contrato de trabajo. Siempre ha habido hombres dispuestos a comprometerse libre y voluntariamente en la ayuda a los más necesitados, bien de forma personal, bien de forma agrupada. La Iglesia tiene una historia gloriosa en este sentido. Y los cristianos han escrito páginas verdaderamente admirables. Baste citar el ejemplo de la madre Teresa de Calcuta, que consagró su vida a los más pobres de entre los pobres.
Pero el fenómeno ha adquirido hoy gran notoriedad y relevancia social. Contribuye a ello la inmediatez con que los medios ponen ante nuestros ojos las catástrofes y desgracias humanas de cualquier parte del mundo, las reacciones emotivas y espontáneas que esto provoca, y el número creciente de organizaciones civiles, de inspiración meramente filantrópica, no cristiana ni siquiera religiosa, que pretenden motivar y canalizar la acción de los voluntarios.
Se trata de un fenómeno que paradójicamente surge en el marco de una sociedad, bajo tantos puntos de vista, materialista, hedonista e individualista. Precisamente por eso, el fenómeno deja entrever las carencias de esta sociedad, incapaz de dar respuesta a necesidades profundas de los hombres. Hoy como ayer, el hombre siente necesidad de hacer la experiencia de lo gratuito: lo gratuito en el dar y lo gratuito en el recibir, lo gratuito en el acoger y en el ser acogido como persona valiosa, digna y amable por sí misma, más allá de todo intercambio o cálculo interesado. Se trata de un fenómeno positivo que la Iglesia no puede sino alabar y estimular. Dios Creador ha depositado tesoros inmensos de generosidad en los corazones de los hombres. Y es motivo de satisfacción contemplar los frutos de amor y humanidad que producen. Pero, como todo lo humano, puede estar marcado por la ambigüedad en su inspiración, en su interpretación y en su realización. La promoción política del voluntariado desde instancias internacionales y nacionales, tan generalizada en estos momentos, no deja de hacer pensar a muchos en que pueda en ocasiones tratarse de un pretexto para no abordar como se deben los retos que plantean al Estado y a la sociedad las exigencias de la justicia social. Para que responda verdaderamente a las necesidades profundas del hombre y de la sociedad el voluntariado necesita ser iluminado por la luz del Evangelio de Jesucristo y purificado y animado por el amor que Él vino a traer a la tierra. En caso contrario, podría quedar expuesto al juego de los cálculos e intereses de las personas particulares o de los grupos que los promueven.
El voluntariado decide ayudar a sus semejantes a impulsos de una ley del amor inscrita por Dios Creador en su corazón y que, por tanto, ninguna acción humana, ningún egoísmo ni hedonismo, ninguna ideología ni adoctrinamiento puede borrar totalmente. Al seguir los impulsos de esa ley, el que se compromete voluntariamente en un trabajo de ayuda al prójimo necesitado experimenta una gran alegría. En este sentido, el auge actual del voluntariado constituye un factor y cauce para la realización personal. Pero, además, el voluntariado muestra una toma de conciencia de que, más allá de cualquier división, todos los hombres formamos una unidad y estamos llamados a ser solidarios y responsables de los otros, a comportarnos como una gran familia. Por ello, puede ser también un factor y cauce de positiva y sana socialización.
Las sociedades modernas disponen cada vez de más medios, servicios e instituciones destinados a atender las necesidades materiales de todos los ciudadanos. Pero tienen dificultad para llegar a las necesidades personales más hondas. No cabe duda que, mediante la participación activa en la gestión de los servicios, estructuras o instituciones que atienden de modos muy diversos a los más necesitados, el voluntariado contribuye a proporcionarles un «suplemento de alma» que los hace más humanos y respetuosos con las personas concretas en la integridad de sus necesidades materiales y espirituales. A ello hay que añadir las ayudas puntuales en casos de emergencia y el apoyo más estable y continuado a la promoción humana en los países pobres. Debido a los medios de comunicación, conocemos inmediatamente las catástrofes y sufrimientos humanos en cualquier parte del mundo. Este conocimiento despierta espontáneamente las conciencias a la generosidad y son muchos los que se prestan libremente a colaborar en ayuda de las víctimas, unas veces en acciones puntuales, otras de una manera más estable.
Hoy proliferan las organizaciones que canalizan la vitalidad de este voluntariado. Algunas han surgido de las iniciativas gubernamentales. Otras tienen un origen no gubernamental. Son las Organizaciones No Gubernamentales, conocidas por la forma abreviada de ONGS. Sin embargo, de hecho estas ONGS pueden cumplir su misión gracias a las ayudas estatales.
Fiel a la misión que Cristo le ha dado, e inspirada en su vida y en su Evangelio, la Iglesia en su conjunto, y los cristianos particular o agrupadamente, no han cesado a lo largo de su historia de predicar el amor efectivo a todos los hombres, de estar presentes, voluntaria y libremente, en la atención y asistencia a los más necesitados, y de crear obras e instituciones caritativas con esta finalidad. También hoy los cristianos, tanto a nivel personal como agrupado y eclesial, están en primera línea en todo lo relativo a la asistencia y servicio libre y voluntario a los más necesitados. De hecho, las obras caritativas eclesiales no sólo constituyen la mejor carta de presentación social de la Iglesia, sino que difícilmente puede encontrarse en el mundo algo comparable a ellas, tomadas en su conjunto. La actividad caritativa de la Iglesia encuentra su expresión e instrumento privilegiado en la obra de «Caritas», que está organizada a nivel parroquial, local, diocesano, nacional, e internacional, y en otras específicas al servicio del llamado «Tercer Mundo», nacidas en los países desarrollados en conexión orgánica con sus episcopados en la segunda mitad del siglo XX preferentemente. Pero existen también otras organizaciones caritativas eclesiales, frecuentemente fundadas y sostenidas por órdenes religiosas, institutos de vida consagrada y de vida apostólica, movimientos, y nuevas comunidades, que tanto contribuyen a la edificación de la Iglesia y a su servicio que ésta presta a los hombres.
Como fruto de su vitalidad, y para poder atender más eficazmente las necesidades de los hombres, la organización de «Caritas», así como las otras organizaciones caritativas eclesiales, han ido aumentando frecuentemente el volumen de sus actividades y servicios. Esto ha originado un aumento inusitado del aparato burocrático, la necesidad de contar cada vez con más profesionales cualificados y con contrato de trabajo estable, y la colaboración con la Administración del Estado en sus diversos niveles. La progresiva burocratización y profesionalización de su gestión, así como la colaboración con instituciones públicas que las financian y miden cuantitativamente sus servicios, han originado una dinámica en dichas organizaciones que las tienta a primar la eficacia organizativa y a aumentar su autonomía y alejamiento de la auténtica vida de la Iglesia, de su jerarquía y de su voluntariado, en la inspiración de sus criterios operativos, en la determinación de sus prioridades y en su funcionamiento, dejándose llevar insensiblemente en no pocas ocasiones por una dinámica análoga, a la que se observa en muchas organizaciones filantrópicas. De hecho, la mencionada dinámica tiene el peligro de concebir y planificar las organizaciones caritativas eclesiales según el modelo de las organizaciones filantrópicas, y más concretamente, según el modelo de las ONGS.
Sin querer hacer un juicio sobre estas organizaciones filantrópicas civiles, conviene dejar claro que las organizaciones caritativas eclesiales no pueden ser equiparadas a ellas ni en su inspiración ni en su funcionamiento. En principio, las obras caritativas eclesiales han surgido y han podido funcionar gracias a cristianos que, como miembros de la Iglesia y siguiendo el mandato de Cristo, libre y voluntariamente, han decidido colaborar en la atención y servicio a las personas necesitadas. Si queremos que no se desnaturalicen ni pierdan la fuerza de la que han surgido, de la que viven y que puede renovarlas siempre, deberán preservar su identidad cristiana y eclesial en la fijación de sus fines y prioridades, en su organización y en el trabajo de los que colaboran con ella de un modo voluntario. Más aún, deberán estar en contacto con la vida entera de la Iglesia. Las obras caritativas eclesiales son comprensibles, viables y fecundas sólo dentro de la Iglesia, como fruto y expresión de ella. Sólo desde este marco eclesial pueden prestar a la sociedad y a la humanidad un servicio propio e insustituible que tanto necesitan.
El amor como síntesis del acontecimiento de Cristo y de la experiencia cristiana de Dios.
La Iglesia no es una agrupación humana que tiene su origen en hombres que han decidido unirse para satisfacer sus necesidades o realizar sus proyectos, sino que tiene su origen en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre y de Él recibe su misión. Pues bien, San Juan recurre a la noción de «amor/caridad» (amor de entrega y de servicio) para expresar sintéticamente el entero acontecimiento de Cristo que la Iglesia tiene que proseguir e imitar: «En esto hemos conocido lo que es amor: en que Él dio su vida por nosotros. También nosotros tenemos que dar la vida por los hermanos». El amor es, pues, Cristo mismo en cuanto acontecimiento de la entrega que Dios Padre hace de su Hijo a la historia de los hombres en la unidad y libertad del Espíritu. Respondiendo a la pretensión con que Cristo se presentó a los hombres, es decir, contemplándole con los ojos de la fe, principalmente en los momentos de su muerte y resurrección, y retrospectivamente de su Encarnación, es como la Iglesia y los cristianos pueden descubrir el amor de Dios Padre y esclarecer su propia vocación al amor, entrañada en el corazón de todo hombre por Dios Creador.
El amor que sintetiza el acontecimiento de Cristo, y a través de Él se hace «visible» en la historia de los hombres, remite a la fuente propiamente teológica de ese acontecimiento. Por eso, Juan puede escribir que «Dios es amor». Esta expresión resume la experiencia e interpretación postpascuales del Dios manifestado en Cristo y, más en el trasfondo, la entera experiencia de Israel que encuentra en Él su cumplimiento: el Dios Creador e infinitamente trascendente que ha elegido a Israel como su Pueblo y ha establecido una alianza con Él, en Cristo, se ha hecho para todos los hombres Dios-con-nosotros, se nos ha entregado en Él y en el Espíritu, y nos ha revelado así su ser más íntimo: Dios es en sí mismo amor, misterio infinito de entrega, comunicación y acogida recíprocas. En una palabras, Dios es amor y a través de Cristo y del Espíritu operante en su Iglesia invita al hombre a seguirle y participar en ese amor.
La figura y testimonio supremo en que se nos ha manifestado ese Dios-amor es el abajamiento y la cruz de Cristo: el Dios omnipotente se hace humilde, el infinito se hace pequeño, el santo se hace pecado. Sólo en este testimonio de Jesucristo puede el hombre descubrir lo que es verdaderamente el amor en plenitud: lo que es el amor de Dios y a lo que está llamado el corazón del hombre.
La Iglesia toma forma y nace de la fe en este amor y de su contemplación, de la apertura confiada y total al acontecimiento del amor de Dios manifestado y realizado en Cristo por medio del Espíritu. Es la comunidad de los que han sido atraídos por el Crucificado: los que miran al que «atravesaron» y contemplan el espectáculo del amor entre el Padre y el Hijo y el amor de ambos a los hombres, acogen su don (el Espíritu Santo), y siguen libremente a Jesucristo participando en su vida, en su destino y en su amor de entrega total a Dios y a los hombres. Como el pueblo de Israel seguía a Dios por el desierto, los cristianos siguen a Jesús y forman un pueblo que camina en la historia y promueve y transmite su acontecimiento de amor en las tramas más variadas y peligrosas de la historia. Como Jesús vive en forma humana y refleja el amor del Padre en la fuerza del Espíritu, la Iglesia, por la fuerza del mismo Espíritu, vive y refleja el amor de Cristo para hacerlo plenamente historia de los hombres.
El amor de Dios en Cristo, forma interna de la identidad y misión de la Iglesia.
El amor de Dios manifestado en Cristo no es sólo el origen y la fuente de la Iglesia, sino también su forma de vida. Por eso, el amor cristiano y eclesial tiene algunas características y exigencias que arrancan de esa forma interna cristológica y trinitaria, a la que siempre remite y celebra y de la que siempre vive, sin poder trasparentarla ni encarnarla nunca de un modo pleno.
El cristiano, tocado por el amor de Dios en Cristo, reconoce en todo hombre, principalmente en el pobre, solo y necesitado, el rostro de un hermano, más aún, del primogénito de los hermanos que se refleja en muchos hermanos: el rostro de Cristo. En el rostro del hermano necesitado que me interpela y reclama, y a través del cual descubro mi responsabilidad moral, se refleja para el cristiano la presencia religiosa del Absoluto, de Dios, del Hijo de Dios encarnado, que me llama y me vincula con el otro y me hace su hermano.
La relación con el rostro del otro llega a su cumplimiento cuando el otro me reconoce también a mí como su hermano: el amor cristiano tiene una dinámica de creación de comunión eclesial. Lo expresa Cristo al dar mandamiento nuevo: «amaos los unos a los otros como yo os he amado». La reciprocidad de este amor tiene origen trinitario: la reciprocidad del Padre y del Hijo desvelada a la luz y por la fuerza del Espíritu. Esta reciprocidad implica el reconocimiento de la alteridad, la comunión y complementariedad. Este amor se manifiesta como una unidad profunda en la distinción y en la libertad.
El amor cristiano y eclesial tiene siempre una dimensión de entrega de la propia vida para poder ganarla. Es la ley del Crucificado resucitado. Sin esta profundidad y radicalidad de la entrega, el amor no alcanza plenamente su verdad.
El amor cristiano y eclesial es siempre apertura y proyección hacia un tercero. Radicado en el amor de Cristo y de la Trinidad, es lo contrario a una cerrazón sectaria. A la vez que crea comunión y unidad, el amor eclesial impulsa a la misión, porque es apertura y desbordamiento.
Así como el amor de Dios Padre se encarnó en Hijo, así también amor cristiano y eclesial tiene que encarnarse, hacerse historia, palabra y gesto. Tiene que encarnarse en todas las dimensiones y ámbitos de la vida del hombre: la personal, la familiar, la social, la política, la institucional…
La forma interna del amor eclesial es un don gratuito que el cristiano en particular y la Iglesia en su conjunto tienen que cultivar y hacer fructificar. El amor eclesial tiene que llegar a ser lo que ya es por gracia: acontecimiento del amor de Dios en Cristo por el Espíritu. Para ello debe configurarse como transparencia del amor cristológico y trinitario: el amor de Dios Padre, Hijo y Espíritu se hace presente a través de la Iglesia, en la medida en que ésta sabe transparentarlo, y así hace creíble el acontecimiento de la salvación e incide positivamente en su misión.
Pero el amor de la Iglesia no sólo tiene que alimentarse siempre de nuevo de la fuente cristológica y trinitaria del amor, sino que debe ser consciente de que nunca lo traduce y refleja de una manera plena y total. La conciencia de esta diferencia está manifestada históricamente en el hecho de que la Iglesia no sólo da testimonio transparentando el amor cristológico y trinitario, sino que lo celebra y narra continuamente y siempre de nuevo.
En definitiva, la Iglesia, que recibe el amor de Cristo y de la Trinidad, está llamada a proyectarse hacia el mundo, en la espera y en la llamada de la consumación escatológica; está llamada a representar el evento, el acontecimiento del que continuamente está naciendo, y a modelar su servicio de amor al mundo según el amor de Cristo.
El servicio al hombre concreto en la totalidad de sus dimensiones
De todo lo dicho se deduce que el objetivo principal de las instituciones caritativas eclesiales no es tanto que lleguen a ser organizaciones perfectas, cuanto que sean expresión, instrumento y cauce del ser y de la misión de la Iglesia. Por eso, sin negar la necesidad de la competencia profesional, lo más decisivo y propio de los que trabajan en ellas es que entren en la dinámica del don de sí mismos, como fruto de haber experimentado el amor de Dios manifestado en Cristo y en fidelidad a la misión que éste a confiado a su Iglesia de servir al hombre concreto en su vocación temporal y eterna y en la totalidad de sus necesidades materiales y espirituales.
La actividad de los que trabajan en las instituciones caritativas católicas debe buscar siempre el bien de la entera persona y el auténtico bien común, y debe llevar siempre el sello de los que dan voluntariamente testimonio del Evangelio, es decir, el estilo de la gratuidad y de la misión recibida directamente de la Iglesia y, a la postre, de Cristo. Por eso, la actividad caritativa eclesial no es reducible sólo a los gestos concretos de asistencia material, ni está orientada sólo a las dimensiones históricas, sino que debe estar investida de la novedad del acontecimiento de Cristo y transparentar en los gestos concretos a favor del prójimo el amor de Dios Padre. Actuando a favor del hombre en sus necesidades materiales e históricas, necesidades rigurosamente humanas, no debe perder de vista, sino contribuir a hacer realidad la salvación de su entera persona. En este sentido, la acción caritativa es simultáneamente acción evangelizadora: debe orientarse a introducir a la entera persona en el misterio de Cristo. Así lo ha vivido la Iglesia en su mejor historia misionera durante todos los tiempos, y lo continúa viviendo ahora, siempre que es fiel a los imperativos intrínsecos de la «missio ad gentes». Es evidente, por otro lado, que esa concreción histórica de la caridad incluye la respuesta a los problemas de la justicia social de un modo eminente, que no proporciona ninguna teoría filosófica y antropológica, ética y social, inspirada en cualquier tipo de visión materialista del mundo: llámese marxismo histórico y dialéctico o liberalismo positivista o capitalista.
Por eso, las organizaciones caritativas, bajo la guía de los respectivos pastores, deben proporcionar a los voluntarios y, en general, a todos los que colaboran en ellas una formación teológica y espiritual básica. Parte importante de esa formación, será la doctrina social de la Iglesia que les ayudará a juzgar y valorar los acontecimientos de la vida social.
Cuando colaboren con otros elementos de la sociedad civil, las organizaciones caritativas católicas no pueden perder su propia identidad, sus convicciones, su concepción propia del hombre. Algo similar cabe decir de sus relaciones con el Estado. Teniendo en cuenta que ambos tienen como horizonte el servicio al hombre, la Iglesia y sus organizaciones caritativas tienen que poder desarrollar libremente aquello que sabe ser su misión propia. Sólo así podrán hacer su aportación imprescindible e insustituible en el servicio a los hombres y a la sociedad.
Que Santa María Madre, que nos dio a su Hijo para nuestra salvación, nos asista para que, siguiendo a Jesucristo, nos entreguemos a nuestros hermanos.
Con mi afecto y bendición,