Mis queridos hermanos y amigos:
El itinerario de la Iglesia en el tiempo de Cuaresma es siempre camino hacia la Cruz: Cruz Gloriosa, ciertamente, pero CRUZ. Olvidar o preterir este aspecto del tiempo litúrgico cuaresmal equivale siempre a errar en lo esencial de la vivencia personal y comunitaria de la Cuaresma y, por consiguiente, supone desaprovechar lo que significa como tiempo privilegiado de la gracia y de la salvación. Comprender pues -sobre todo, espiritualmente – el papel de la Cruz en la vida y muerte del Señor y en la vida y en la misión de la Iglesia, su Cuerpo y Esposa, se convierte en cada Cuaresma en nuestra primera y más fructuosa tarea: la de cualquier comunidad eclesial y la de cualquier cristiano
Ya les resultaba difícil a los discípulos, incluidos los Apóstoles y, entre ellos, los más íntimos de Jesús, como Pedro, Santiago y Juan, entender las predicciones del Maestro cuando en medio de lo que parecía acogida clamorosa de su Buena Noticia del Reino, les hablaba de un final de pasión y de muerte en manos de sus enemigos, aunque al final concluyese con el misterioso vaticinio de su Resurrección. Su visión, muy terrena y mundana, de la personalidad y obra de su Señor les impedía admitirlo y, mucho menos, aceptarlo. Tanta era su resistencia que Jesús les proporciona una oportunidad excepcional de conocerlo a El en lo más hondo de su ser y de su misión divinas transfigurándose ante ellos. El momento, aunque corto, es de una inenarrable y plena intensidad. Como colofón oirán la voz del Padre que les dirá y mandará: «Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo’-.
El triunfo pleno del Reino de Dios pasaba evidentemente por la pasión, crucifixión y muerte de ese Hijo infinitamente amado en el Espíritu Santo. ¿Por qué? Por los pecados de los hombres, por el pecado del mando. La victoria sobre el pecado y sobre su consecuencia inevitable, la muerte, sólo se conseguiría por la oblación de la vida del Hijo haciendo verdad en su carne los sacrificios de toda la Antigua Alianza desde Abraham hasta el último de los profetas y sacerdotes de Israel. El pecado original del hombre y toda la historia posterior de sus pecados -nuestros pecados- encerraban una tremenda e insondable ruptura con Dios, el Dios del infinito Amor, con el Dios-Amor, y, por tanto, con Dios, el Justo y el Santo por esencia. Sólo una respuesta de un amor reparador de igual hondura divina podía restablecer por la vía del amor misericordioso la relación amorosa de la criatura humana con su Dios, que le creó y que quería adoptarle como hijo.
Ese triunfo del amor reparador y misericordioso de Dios, revelado en la Cruz de Cristo, se ha convertido en la oferta cierta e irreversible de la gracia y del Espíritu Santo a la Iglesia y a sus hijos. La hemos recibido corno sello y primicia en el día de nuestro Bautismo y Confirmación. Como un don que se confía a nuestra libertad para que sea acogido y convertido en la vida de nuestra vida, en la que madure el triunfo sobre el pecado a través de su superación continua en nuestra existencia que asume con la fuerza de la gracia el reto de la lucha contra el diablo –«el padre de la mentira»-, el mundo y la carne; las fuerzas del pecado y de la muerte. La gracia viene de Jesucristo Crucificado a raudales cuando nos abrazarnos a Él, nos dejamos crucificar con Él. Él, que es el Hijo, el amado, el predilecto.
Vivamos así esta Cuaresma como el tiempo excepcional para participar con la Iglesia en el itinerario de la penitencia, de la abnegación de uno mismo, del ejercicio de la caridad con el prójimo, en el dar a nuestros hermanos dentro y fuera de nuestras comunidades eclesiales «gratis» por el amor de Jesucristo Crucificado, todo lo que hemos recibido «gratis» desde su Cruz y por su Cruz.
No sería demasiado pronto, a la altura del segundo domingo de Cuaresma, siguiendo el consejo de San Ignacio en la conclusión del primer Ejercicio de meditación de la primera semana de sus Ejercicios Espirituales, proponerse lo siguiente: «Imaginando a Cristo nuestro Señor delante y puesto en Cruz hacer un coloquio: cómo de Criador es venido a hacerse hombre y de vida eterna a muerte temporal, y así a morir por mis pecados, Otro tanto, mirando a mí mismo, lo que he hecho por Cristo, lo que -hago por Cristo, lo que debo hacer por Cristo; y así, viéndole tal, y así colgado en la cruz, discurrir por lo que se ofreciere». Un coloquio éste, el de San Ignacio, que en la compañía de la Madre, María, la que siguió fielmente a su Hijo Jesús hasta el pie de la Cruz, será riquísimo en frutos de conversión y santidad.
Con todo afecto y mi bendición,