Mis queridos hermanos y amigos:
En la historia del alma, la de cada uno de nosotros y la de la humanidad, la palabra conversión juega un papel clave como expresión de un anhelo siempre vivo, aunque nunca del todo satisfecho, o como memoria de un cambio profundo y transformador de toda nuestra existencia que encuentra dirección y camino verdadero para ser vivida. La conversión siempre tiene que ver con el descubrimiento de Dios y de su voluntad para con nosotros. Es más, consiste esencialmente en un regreso a El con todo el entendimiento, con toda la voluntad, con todo lo que poseemos y somos: con todo nuestro corazón. La conversión exige, por tanto, salir de uno mismo y del círculo egocéntrico de una autorrealización según la medida de la propia libertad. La conversión no es posible sin el reconocimiento sincero del propio pecado.
¿Quién de nosotros sería capaz de afirmar que no precisa de conversión? ¿Y quién no ve en el entorno doliente del mundo en que vivimos una secreta nostalgia de conversión? No son suficientes las palabras «desarrollo, cambio, innovación tecnológica, progreso…»; como si el reto de la vida y de su futuro estuviera, de este modo, ya correctamente planteado y bien fundamentado, esperando solamente su lógica evolución. En los planteamientos dominantes en torno al logro de la paz y de la superación del terrorismo, a la educación de las nuevas generaciones, a la concepción y promoción del matrimonio y de la familia, al problema del hambre que agobia con acuciante gravedad a pueblos enteros del hemisferio sur… y, no digamos, en los planteamientos personales en torno al sentido de la vida, necesitamos verdadera conversión, vuelta y mirada hacia Dios. Quema la urgencia de conversión en la sociedad contemporánea; y, para no ir muy lejos, en España y en Madrid. Para los cristianos representa la permanente cuestión del «ser o no ser» y la prueba de toque decisiva de la actualidad y vitalidad de su testimonio. Debe ser su típica e inconfundible respuesta a los desafíos de la hora histórica en la que vive: la de sus prójimos y la de toda la familia humana. La vida de los cristianos en la Comunión de la Iglesia ha de constituir y significar una llamada inconfundible e inapagable a la conversión para todos los que les vean y escuchen.
El Evangelio del tercer domingo de Cuaresma centra con una extraordinaria y consoladora luz el acontecimiento de la conversión en la vida del hombre: cuando y como se produce la conversión. Es el Evangelio de la Samaritana tal como lo relata San Juan. Jesús, el Hijo de Dios vivo, «el Verbo que se hizo carne y habitó entre nosotros», tiene sed y le pide agua a una mujer samaritana -pagana- que la está sacando del pozo. El diálogo del misterioso judío con aquella mujer, que se le confiesa pecadora, termina con la ardiente petición de ésta que le dé de beber de esa agua, de la que él le habla: un agua que él da y que quien la bebe no tendrá más sed, que se convierte para quien la bebe en «un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna».
Sí, hay que saberlo, Jesús, ya crucificado y resucitado, viviendo en su Iglesia, se acerca a cada hombre, aquí y ahora, en la humanidad del año 2002, como un sediento del bien y de la salvación de cada uno de nosotros, de la pobre agua de la que disponemos, siempre insuficiente y precaria en sus efectos; pero muy valiosa a los ojos de quien nos creó y nos quiere redimir. No eludamos su compañía; entremos en el diálogo íntimo y personal con El; entonces, se abrirá en nuestras entrañas la fuente del agua que viene del Espíritu y que no se cegará jamás. Hagamos, en primer lugar, sitio vital , tiempo propicio, para ese «tú a tú» con El en la oración personal, y en las celebraciones del sacramento de la penitencia, personal y fielmente vividas; e invitemos así, con nuestro ejemplo de vida, a todos, a no rehusar el encuentro, a dar el paso de la humilde oración: de la que suplica su presencia y su voz salvadora, que penetra en el centro del alma.
¡Qué la Virgen María, la que se nos ha mostrado en los siglos nuestros, los de la llamada modernidad, en forma tan extraordinariamente próxima, como Madre y Refugio de los pecadores, nos agarre de la mano para vencer la tentación de una nueva huida, para que sepamos quedarnos junto a su Hijo, Señor y Salvador nuestro, sin separarnos de El nunca jamás!
Con todo afecto y mi bendición