Catedral de La Almudena, 26.III.2002, 12’00 horas
Is 61, 1-3a. 6a. 8b-9; Sal 88, 21-22. 25. y 27; Ap 1, 5-8; Lc 4, 16-21)
Queridos hermanos y hermanas en el Señor:
Hoy mi saludo se hace especialmente cercano, junto con el de los Señores Obispos Auxiliares, a los sacerdotes concelebrantes, tan numerosos, y reflejo fiel de todo el presbiterio diocesano de nuestra Iglesia Particular de Madrid. Es la celebración eucarística en la que conmemoramos anualmente el día en que Cristo confirió su sacerdocio a los Apóstoles y, por la vía de la perenne e ininterrumpida actualización sacramental de la sucesión apostólica en los dos grados del Episcopado y Presbiterado, también a nosotros.
Sacerdocio y promesas sacerdotales: en íntima unidad sacramental y espiritual.
Ese Sacerdocio, el del Jueves Santo, es el que hemos recibido también nosotros el día bendito de nuestra ordenación episcopal y sacerdotal. Y, no puede extrañar, -antes al contrario, hemos de agradecerlo como uno de los aspectos más hondos y fecundos de la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II- que sea el día de la liturgia de la Última Cena el previsto por la Iglesia para renovar las promesas sacerdotales que han marcado para siempre nuestras vidas, como fruto de la gracia de la elección por el Señor que nos ha llamado, y de la acogida que le hemos dispensado en nuestro corazón. Una acogida de libre seguimiento, de amor a Jesucristo, que nos atrajo y nos convenció con las ofertas de una amistad infinitamente gratuita y salvadora, situándonos en una única e indivisible perspectiva el bien de la salvación de los hermanos y el amor a ellos, inseparable del suyo e indisolublemente unido al amor a Él. Le renovamos nuestras promesas en su Iglesia y, por ello, delante de la comunidad eclesial del Pueblo de Dios que forma con nosotros la asamblea litúrgica en esta solemne Eucaristía, que precede a la del Jueves Santo, la de la Cena del Señor. A nuestros hermanos, consagrados y fieles laicos, les agradecemos su presencia y su participación viva y piadosa, en la que vemos actuando la respuesta de amor de toda la Iglesia Diocesana a sus sacerdotes y a su Obispo con sus Obispos Auxiliares, que se renueva este año con una constante y conmovedora fidelidad. Por eso les agradezco tanto el gesto de unirse a esta celebración que pone tan de manifiesto de quien y como fluye el río de la gracia salvadora que nos cura de nuestros pecados y abre al mundo los surcos de la vida eterna.
La vaciedad teológica y existencial de las viejas fórmulas de «funcionalización» del sacerdocio ministerial.
Todos los años, al llegar el curso del calendario litúrgico a la cima de la Semana Santa, a la Fiesta Solemnísima de la Pascua del Señor, celebramos la Misa Crismal con el mismo rito y el mismo sentido y contenido teológico, espiritual y pastoral de siempre, como en el año de su primera implantación. Y, sin embargo, cada celebración anual viene modulada por las coordenadas variables de la historia que la sitúan en contextos distintos, donde son perceptibles -a veces con una no disimulable intensidad y claridad de signos- la inspiración del Espíritu y la voz del Señor que ponen los acentos que deben presidirla. En este año de gracia -el 2002 de la Era Cristiana- nos hablan con una peculiar urgencia de que debemos de vivirla en una íntima unión fraterna, tejida de auténtico afecto personal y de comunión sincera con la verdad de nuestro sacerdocio, tal como lo conocemos y vivimos por la fe y la gran disciplina de la Iglesia. Unión fraterna entre nosotros y con el Obispo Diocesano, planteada en la teoría y en la vida práctica dentro de la vivencia clara, y sin recortes, de la Comunión con la Iglesia Universal y su Pastor Supremo.
Desde siempre, pero muy acusadamente en los últimos siglos de la historia moderna y contemporánea de la Iglesia, han surgido como intermitente desafío propuestas, teorías y actitudes dirigidas a reformulaciones del sacerdocio ministerial, que lo vacían de su naturaleza sacramental, de su contenido teológico y del aliento espiritual y apostólico que debe animar y entusiasmar a toda existencia sacerdotal. Fórmulas que la propia experiencia histórica y la más sinceramente personal de cada uno de nosotros -la que podemos presentar con responsabilidad ante los ojos de Dios- nos dicen que no conducen sino al debilitamiento y frustración simultánea de su fuerza evangelizadora, por la parte del servicio pastoral que le debemos a los fieles; y, por lo que afecta a nuestra propia vida, a una funcionalización, en el mejor de los casos, que seca espiritualmente y quema las mejores ilusiones apostólicas. Se pretende presentar como actual y como respuesta a las nuevas circunstancias históricas en las que se desenvuelve la vida de la Iglesia lo que ya viene de viejo, y que se adorna con semejantes o cuando no idénticas razones como hallazgo novedoso e infalible en sus efectos pastorales, olvidando los momentos más esenciales de la historia espiritual y pastoral del sacerdocio católico.
La madurez doctrinal y existencial de la asimilación de la teología católica del sacerdocio ministerial
Precisamente es ese sacerdocio en la madurez de su asimilación teológica y existencial lo que se nos ofrece en esta celebración en la proximidad litúrgica del Jueves Santo: como nacido de la Nueva Pascua del Señor y del Sacerdocio único y eterno de Jesucristo que anunció eficazmente la oblación de su Cuerpo y de su Sangre en su última Cena Pascual según la Ley antigua, y que la consumó pocas horas después en la Cruz del Golgota, muerto entre dos ladrones, siendo aceptado por el Padre, en el Espíritu Santo, la gloriosa mañana del Domingo de Resurrección.
Pedro y los Doce recibieron para sí y sus sucesores el mandato de hacer memoria viva y representación eficaz de ese único Sacerdote y de su única Oblación al Padre, por sí y sus sucesores, hasta el final de los tiempos, de modo que se convirtiese sacramentalmente en el sacrificio, siempre actualizable y actualizado, de su Iglesia. De esa nueva y definitiva oblación pascual del Hijo de Dios, que tomó nuestra carne hasta la muerte y una muerte de Cruz por el perdón de los pecados y la salvación del mundo, salta la gracia de la vida y de la santidad en el tiempo y hasta la eternidad. Gracia a la que sirve el ministerio sacerdotal y gracia de la que participa todo fiel cristiano que se bautiza por el agua y el Espíritu Santo y que es ungido con sus dones en la Confirmación. Gracia que ha de ser vivida sacerdotalmente, es decir, en clave de oblación de la vida por amor a Dios y a los hermanos. Sí, el Sacerdocio es un ministerio instituido por el Señor para hacer presente y eficaz «el AÑO DE GRACIA» que el ha instaurado con su Evangelio de la Cruz y de la Resurrección. Supone, por tanto, no sólo para la Iglesia, sino también para cada hombre, sobre todo el más sufriente y pobre de alma y de cuerpo, y conjuntamente para toda la humanidad, un servicio de incalculable e insustituible valor: el del amor misericordioso que cura, restaña heridas, supera injusticias, facilita el perdón, alivia dolores, trae la conversión a los corazones y restablece la paz.
La belleza teológica y la actualidad pastoral de la doctrina y disciplina de la Iglesia sobre el celibato sacerdotal.
¿Cómo no iba pues la Iglesia en un proceso cada vez más convergente de su doctrina, su espiritualidad y de su ordenamiento canónico a reconocer la íntima congruencia entre sacerdocio ministerial y la forma de vivir la castidad en la forma que implica la renuncia al matrimonio, la del celibato sacerdotal, como «signo y estímulo de la caridad pastoral y fuente privilegiada de fecundidad espiritual en el mundo»? (cfr. PO 16).
¿Y cómo no iba a darle expresión eclesial vinculante a la exigencia del celibato para acceder al sacerdocio ministerial por los cauces más universales y ordinarios de su ininterrumpida tradición?. Ese proceso doctrinal, espiritual y pastoral a la vez, ha encontrado una renovación de sus fundamentos teológicos y de su actualidad eclesial en la doctrina y las normas del Concilio Vaticano II por medio de su profundización dogmática y pastoral de luminosa belleza (cfr. LG 42; PO 16).
¡No, no nos dejemos confundir, ni perturbar, ni desilusionar respecto a la riqueza personal y eclesial que atesora nuestra vocación simultánea al sacerdocio y al celibato por el Reino de los Cielos! Correspondamos con voluntad diligente y cordial a lo que nos ruega el Concilio no sólo a los sacerdotes, sino también a los fieles: «que amen de corazón este precioso don del celibato sacerdotal y que todos pidan a Dios que conceda abundantemente este don su Iglesia» (cfr. PO, 16). Y, luego, que no olvidemos lo que nos recuerda y recomienda tan certeramente el propio Concilio: «cuanto más imposible les parece a muchos la castidad perfecta en el mundo actual, con tanta mayor humildad y perseverancia pedirán los presbíteros, juntamente con la Iglesia, la gracia de la fidelidad, que nunca ha sido negada a los que la pidan. Emplearán al mismo tiempo todos los medios sobrenaturales y naturales que están al alcance de todos» (PO 16). Un instrumento sacramental excepcionalmente valioso para conseguirla nos ha vuelto a traer por segundo año a la memoria el Santo Padre: el Sacramento de la Reconciliación personal e individualmente practicado con asiduidad y sinceridad de corazón. Cuanto más misericordia experimentemos nosotros mismos en la confesión sacramental y el perdón de nuestros pecados, más capaces nos mostraremos a la hora de ser sus instrumentos como ministros de la misericordia de Cristo para el bien de nuestros hermanos.
María, Nuestra Señora, Virgen y Madre, nos sostendrá en la fidelidad y en el amor indiviso a su Hijo, Jesucristo, el Pastor de nuestras almas, Sacerdote de los bienes definitivos; y, por Él, en Él y con Él, nos mantendrá en el amor a todos los que nos han sido confiados: a los cercanos y a los lejanos, a cualquiera que necesite que se le anuncie el Evangelio: a los pobres, a los cautivos, a los ciegos y oprimidos, a los pecadores… Con ella, la Inmaculada, Dolorosa y Asumpta al Cielo, no desfalleceremos en el anuncio del Evangelio de la conversión: de que ha llegado ya, y definitivamente, el Año de Gracia del Señor.
Amén.