Por la misericordia de Dios que imploramos
Mis queridos hermanos y amigos:
La guerra ha llegado a las mismas puertas de la Basílica construida en Belén sobre el lugar en el que nació hace 2002 años el PRÍNCIPE DE LA PAZ, EL HIJO DE DIOS, en aquella noche en la que los Angeles cantaron al mundo «Gloria a Dios en el Cielo y Paz a los hombres que ama el Señor» (Lc 2,14). Y ha llegado como un paso gravísimo en esa escalada de odios y violencia salvajemente cruel que vuelve a asolar desde hace ya casi dos años la Tierra Santa, traspasando un umbral hasta ahora siempre respetado. La espiral de odio y venganza parece no tener fin. Espiral tejida de las terribles acciones terroristas, perpetradas por suicidas con un inconcebible desprecio hacia la ley de Dios y a la vida de tantos hermanos inocentes, y de las masivas respuestas policiales y militares que, en moderna versión y aplicación de «la ley del talión», producen sufrimientos inauditos, indiscriminadamente, en capas amplísimas de la población, casi siempre la más pobre y desamparada. Los esfuerzos de la diplomacia internacional y de las Naciones Unidas por obtener una pronta tregua o alto el fuego se han mostrado hasta la fecha, desgraciadamente, ineficaces y frustrantes.
Ante la trágica realidad de esta situación, surge irreprimible la impresión de que nos encontramos en una de esas coyunturas cruciales de la historia donde el hombre, bordeando el abismo de su autodestrucción, ve cómo se topa con los límites insuperables de sus típicas posibilidades, es decir, con lo limitado, radicalmente insuficiente y quebradizo de sus propios recursos, incluidos los éticos y espirituales, cuando o abusa del Dios verdadero o prescinde olímpica y orgullosamente de Él. Una vez más los acontecimientos nos ponen delante de los ojos la evidencia de que la tentación de negar o manipular a Dios por parte del hombre le lleva sin remisión a un callejón sin salida.
No es extraño pues que en estos días en que los ojos «y el corazón de los cristianos se dirige hacia los lugares donde el Señor Jesús padeció, murió y resucitó», el Santo Padre haya lanzado un mensaje urgente a toda la Iglesia —que incluye, sin duda, a todos los hombres de buena voluntad— para «hacer subir al Cielo una invocación coral de perdón y misericordia, que implore del corazón de Dios una intervención especial sobre cuantos tienen la responsabilidad y el poder de dar los pasos necesarios, aunque sí trabajosos, para llevar a las partes en conflicto hacia acuerdos justos y dignos para todos». La jornada escogida para esta plegaria común y universal es la de este Segundo Domingo de Pascua, en la que la liturgia nos hace descubrir y celebrar cómo la Misericordia de Dios, después de la Resurrección del Hijo, de Jesucristo, llena la tierra. Es su fruto primero, el que experimenta el cristiano en su Bautismo, y del que la Iglesia es ya instrumento sacramental permanente, sobre todo a través del sacramento de la Reconciliación, y perenne testigo ante el mundo con obras y palabras. El sacramento culminante de su vida pascual es precisamente la Eucaristía de Acción de Gracias al Padre de las misericordias, que por el sacrificio y oblación sacerdotal del Hijo ha derramado sobre el mundo el don del Espíritu Santo y de su amor misericordioso.
La Archidiócesis de Madrid se une pronta y diligente a esta iniciativa, lúcida y ardiente a la vez, del Santo Padre, que viene a sumarse a sus constantes desvelos y actuaciones por la Paz en Tierra Santa, como respuesta sensible a lo que el Espíritu le pide a la Iglesia en esta hora dramática, y en una línea que ha caracterizado sin solución de continuidad la acción de sus antecesores y de la Santa Sede desde los años iniciales del conflicto palestino-israelí.
¡Que el Misterio de la Misericordia Divina, cuyo triunfo definitivo y glorioso se nos ha manifestado y comunicado en la Pascua de Nuestro Señor Jesucristo, se difunda abundante en las almas y en las vidas de los hijos de Tierra Santa, palestinos e israelíes, para que vuelva a brotar victoriosa la semilla y el cántico de la Paz precisamente donde fue sembrada para siempre como el don más precioso de toda la humanidad!
Confiamos nuestra oración a la Hija de Sión, a María, la Madre del Señor, la de Nazareth, de Belén y de Jerusalén, la Madre de la Iglesia, la Reina y Madre de la Misericordia. Que la invocación a ella no falte en ninguna de nuestras celebraciones litúrgicas de hoy, ni en nuestra oración personal y familiar.
Con mis mejores saludos pascuales, mi afecto y bendición,