En horas difíciles
Mis queridos hermanos y amigos:
De nuevo la Iglesia ha vuelto a ser objeto de vivísima y polémica atención por parte de la opinión pública en las últimas semanas. A la Iglesia se la suele mirar como una institución u organización más entre otras muchas que configuran la vida de la sociedad. Ciertamente, ocupada de lo religioso como nota específica de su actividad y de sus fines; pero, al fin y a la postre, se dice, formada por hombres, nacida de la iniciativa humana, y obedeciendo, como cualquier otra realidad social, a intereses y objetivos a la medida de las aspiraciones e, incluso, ambiciones de los hombres. No obstante, se termina por reconocerle con mayor o menor explicitud una evidente singularidad. Su antigüedad es única. Sus orígenes se remontan a Jesús de Nazareth, aquel fascinante y misterioso personaje de la Palestina de hace dos mil años. Desde entonces su figura centra la existencia de la Iglesia con un extraordinario y sorprendente grado de permanencia y de identidad, sin parangón sociológico con otras tradiciones de la historia política, social, cultural y hasta religiosa de la humanidad. Por otro lado, y desde sus inicios, se despliega como una comunidad con vocación universal. El mismo Jesús, y luego con un dinamismo excepcional sus discípulos, la propagan por toda la geografía del mundo conocido a través de una acción misionera sin precedentes.
La Iglesia aparece hoy a los ojos del observador imparcial como «católica» y «una»: implantada en todos los continentes, con una misma doctrina, un mismo programa de vida y un esquema constitucional común. Su historia se nos muestra escrita también por hombres débiles y pecadores, en no pocas ocasiones inconsecuentes con el Evangelio que predican; aunque sus páginas rebosan mucho más de biografías admirables por su identificación plena con su Fundador y por la entrega amorosa a los hombres, sus hermanos. Son los santos. Se puede observar y constatar su presencia en las múltiples comunidades que la vertebran. Son vidas de estilos variadísimos y siempre heroicos; las más de las veces, inapreciables para las grandes miradas de los poderosos de este mundo. El pecado ha alcanzado con innegable frecuencia tanto a los fieles como a sus pastores; pero con mayor intensidad y brillo, los ha tocado y transformado la gracia. Encarece a sus hijos el reconocimiento diario en el momento culminante y más solemne de su vida -la celebración de la Eucaristía- de que son pecadores, animándoles, al mismo tiempo, a la penitencia confiada y al encuentro con el perdón de Dios, puerta siempre abierta para una vida santa. La gloria de los Santos la ilumina insuperablemente por encima de todas las sombras con la que la hayan cubierto los pecados de sus miembros.
En España la Iglesia ha actuado desde los mismos albores de su historia como un factor decisivo, configurándola interior y exteriormente hasta hoy mismo. El paisaje cultural, artístico, social y humano de España es incomprensible sin la Iglesia. En las horas más dolorosas y, más aún, en las horas de esplendor del hacerse histórico de España han influido, sin duda, los hombres de la Iglesia; en ocasiones negativamente por sus fallos y pecados, pero en muchísimas más, positivamente, por su fidelidad a la gracia de Dios y a su Evangelio, llevada, cuando fue preciso, hasta el martirio. En la historia espiritual y humana forjada por España se puede encontrar uno de los más impresionantes capítulos de la historia de la santidad de todos los tiempos.
Por ello cuando se contempla el panorama de la Iglesia, el pasado y el presente, con los ojos de una razón que se deja iluminar por la luz de la fe -incluso como razón histórica-, entonces se descubre en ella la obra y presencia continua y viva de Jesucristo: de su Palabra, de sus Sacramentos, de sus Doce Apóstoles con Pedro que los preside, y la actualidad perenne del Mandamiento Nuevo, al que muchos consagran toda su existencia en pobreza, castidad y obediencia por el servicio incondicional al Reino de los Cielos; y en su trasfondo: la animación y la acción continua del Espíritu Santo que la inspira y vivifica sin cesar. Es cuando se cae en la cuenta de la verdad de esas definiciones con las que la ha querido captar, expresar y amar la piedad de los mejores de sus hijos y que el Concilio Vaticano II ha recogido con celo y primor insuperables: la Iglesia Esposa y Cuerpo de Cristo, la Iglesia Madre y Maestra, la Iglesia Casa, Edificio, Familia de Dios, el nuevo Pueblo de Dios: la Iglesia Sacramento de la unión de los hombres con Dios y de los hombres entre sí.
¿Cómo puede ocurrir, siendo así, que no pocos de sus hijos, dejándose llevar en situaciones de tribulación por la impresión de lo que ellos estiman errores, deficiencias y aún pecados de sus pastores o de hermanos suyos próximos, sientan la tentación de abandonarla o de negarle y recortarle su colaboración y apoyo, desobedeciendo a sus mandamientos? Solamente a costa de una grave inconsecuencia de fe y de vida y del riesgo de perder los vínculos de la permanencia en el Señor que nos salva.
MARIA es la modelo, intercesora y Madre de la Iglesia, es la que nos atrae y lleva incansablemente al hogar de su Hijo, la mediadora de su Amor. A Ella le encomendamos con todo el fervor de nuestro corazón a sus hijos de España, a la que todo el mundo conoce como «Tierra de María».
A MARÍA podríamos rogarle con las bellísimas palabras de la «Letanía a la Reina de la Paz» de la gran convertida, Gertrud von Le Fort, compuesta y publicada en el marco literario de sus «Himnos a la Iglesia», en la tensa década de los años veinte del siglo pasado, grávida de oscuros presagios, como sigue:
«Por los cristianos
que ya desesperan de la cristiandad,
Salva nuestra paz…
Por los paganos
que ya se burlan de la cristiandad
Salva nuestra paz…
Por toda la humanidad,
en la que naufraga la imagen de Dios,
Salva, oh Madre, salva oh si, la paz.
Sálvala por tu Hijo,
para que no nos haya sido crucificado en vano…»
Con todo afecto y mi bendición,