Homilía en la Celebración del Matrimonio de Dña. Ana Aznar Botella y D. Alejandro Agag Longo

Basílica del Real Monasterio

San Lorenzo de El Escorial 5.IX.2002; 19’00 horas

(1 Cor 12,31-13,13; Jn 15,12-16)

Majestades
Excelentísimos Señores y Señoras
Queridos padres, padrinos, familiares y amigos de los novios
Mis queridos Ana y Alejandro:

Vais a contraer matrimonio delante de Dios, o mejor dicho en Él, envueltos por su Amor. Desde el principio ha sido El quien ha conducido vuestros pasos a ese primer encuentro en el que el conocimiento mutuo se tornó en simpatía, en atracción personal, en amor… Llegó pronto el momento en que descubristeis con gozo que estabais enamorados: que os queríais, de verdad, con todo vuestro ser, para siempre. Era la hora de vuestro amor: de un amor que os pedía la donación mutua del uno al otro, incondicional, sin límites de tiempo y de espacio, sin reservas de parcelas propias en la vida de cada uno de vosotros: un amor abierto a la vida. Ese amor que nacía de lo más hondo de vosotros mismos os pedía compromiso: hacerlo definitivo. El amor o es comprometido y definitivo o no es amor. Se imponía pues para ello volver a quien es su origen, su fundamento, su sostén y fuente inagotable: el Amor de Dios, que nos ha sido revelado y donado en Jesucristo, Nuestro Señor y Salvador, hasta límites que superan la capacidad de la mente humana. De su Corazón traspasado por la lanza del soldado en la Cruz brota su amor a la Iglesia, su esposa, del que participa todo matrimonio cristiano que se convierte así en un «gran misterio», en un «sacramento» de amor, referido a «Cristo y a la Iglesia» como diría San Pablo en la Carta a los Efesios (Ef 5,32).

Reconocisteis entonces que era El, y su Amor para con vosotros, el que os llamaba e invitaba a entrar en esa gran y fundamental alianza del amor y de la vida que es el matrimonio y la familia cristiana. La apreciasteis como «una vocación», la más bella que El pensó desde toda la eternidad para vosotros. Y por eso estáis hoy, aquí, ante su Altar, para confiarle vuestro «Sí» totalmente, poniendo en la patena de la Eucaristía que celebramos, como partícipes de su Oblación sacerdotal, la donación mutua que os hacéis el uno al otro con las cualidades que la caracterizan e identifican: la gratuidad, la totalidad irrevocable, su apertura a nueva vida, su limpia y fiel generosidad.

Vosotros, queridos Ana y Alejandro, habéis conocido el amor en el camino concreto de vuestra historia personal. Lo habéis conocido y queréis realizarlo sin demora y en plenitud, juntos, unidos indisolublemente, como la propuesta que el Señor os hace para la acertada realización de vuestras vidas: en el tiempo y en la eternidad. Es la bella propuesta del amor de Dios, siempre antigua y siempre nueva, para ser vivida en «una sola carne», que florece en los hijos como «la primavera de la familia y de la sociedad» (Cfr. Juan Pablo II, Homilía en el Jubileo de las Familias, 15-X-2000).

Muchos os dirán que ese amor es una quimera, fruto de un romanticismo trasnochado, cuando no de un espiritualismo engañoso. Otros, reconociendo la honda belleza de vuestro empeño y del proyecto de vida al que aspiráis, os hablarán de dificultades insalvables, hasta de su imposibilidad. Son ecos nada originales de voces gastadas de los que dudan siempre y, sobre todo, de los que no creen en la presencia operante del amor de Cristo en el corazón del hombre. Vuestra respuesta es clara, como la de la multitud de generaciones de matrimonios y familias cristianas de todos los tiempos, fieles al don del amor y de la vida; como la de nuestros padres que nos han querido entrañablemente, sin pedir nada a cambio. Si acaso, correspondencia en el amor. Es la respuesta del que se abre a la gracia de Cristo y a su Amor. San Pablo lo describe y lo canta con insuperable sublimidad en la 1ª Carta a los Corintos que hemos escuchado en la liturgia de la palabra. Es la suya una versión del amor como «ágape»: «el que disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites», «el que no pasa nunca». Si nos faltase, no seríamos nada, ni nada nos serviría de lo que los hombres estiman valioso. Es la que nos hizo visible y accesible Jesucristo que dio «la vida por los amigos»: por nosotros, para que la podamos dar nosotros también. No hay fórmula de servicio a la sociedad y al hombre, más desprendida y más auténtica, y, por otro lado, más urgente e imprescindible, que la que prestan los que se aman en matrimonio uno e indisoluble, núcleo vivo de la familia.

Ha llegado el momento de hacer realidad plena y consumada vuestra respuesta. Vais a manifestar vuestro consentimiento ante Dios y ante su Iglesia para contraer «santo matrimonio» como se expresa la tradición litúrgica de este sacramento. Que «el Sí» que os vais a intercambiar sea sencillo en su firmeza e ilusionado en la confianza que depositáis en el Señor y en su Madre Santísima. Hoy lo alimentaréis con el manjar y la bebida eucarísticas: el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Es un «alimento» que vuestro amor de esposos y de padres necesitará siempre. No olvidéis nunca la Eucaristía dominical, ni la frecuente oración personal y familiar ¡Rezad juntos! Encomendaos a la Virgen, a quien invocamos como la Madre del Amor Hermoso. Nadie velará mejor que Ella por el futuro feliz de vuestro matrimonio y de la familia que Dios os dé. Todos los que os acompañamos en esta hora, tan solemne y decisiva para vuestras vidas, os deseamos felicidad de todo corazón: la felicidad, auténtica y duradera, que no es otra que la que surge de la bendición de Dios. La pide la Iglesia en la liturgia de vuestro matrimonio. A su oración -estoy seguro- se unirán vuestros padres, familiares y amigos. Es nuestra oración de hoy: la de vuestro Obispo y de los presbíteros que concelebran con él.

En la Basílica de este Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, donde celebramos la liturgia de vuestro matrimonio dentro de la Misa, muchas evocaciones se nos despiertan en el alma. Hay una muy singular y muy apropiada para que nuestra oración por la fidelidad, la fecundidad y la felicidad de vuestro amor sea acertada: encuentre quien la avale eficazmente desde el cielo. El tiempo histórico de la fundación y primera andadura de este Monasterio coincide con el capítulo más maduro de la biografía de una mujer excepcional por haber sabido y experimentado el Amor en su plenitud humano-divina como muy pocos en la historia: Santa Teresa de Jesús, la abulense que lo vivió con una tal radicalidad de oblación virginal a Cristo, que pudo decir:

«Ya toda me entregué y di
Y de tal suerte he trocado
Que mi Amado es para mí
Y yo soy para mi Amado»,

Que sea ella, «la Santa» de Avila, amiga, intercesora, apoyo sobrenatural para vivir vuestro matrimonio como el gran don del amor que Dios os hace para vosotros y para vuestros hijos.

A m é n.

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