Un viaje apostólico memorable
Mis queridos hermanos y amigos:
Para los que en aquella tarde otoñal, suave de luz y agradable de temperatura, típicamente madrileña, del 31 de octubre de 1982, esperábamos expectantes la llegada al Aeropuerto de Barajas de Juan Pablo II para iniciar su primer Viaje apostólico a España, los recuerdos vuelven a la memoria veinte años después con emoción agradecida.
El Papa emprendía aquel día una verdadera peregrinación por todos los caminos de la geografía humana, espiritual y cristiana de España que le llevaría desde el Madrid de la cálida recepción oficial y de la clamorosa acogida popular, que se remansaba para la Vigilia de la Adoración Nocturna Española en la Iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe aquella misma noche, hasta el Santiago de Compostela del día 9 de noviembre, lluvioso y destemplado, que celebraba Años Santo. Las etapas de aquel singular itinerario del «peregrino de Roma», del «Vicario de Cristo», se desplegarían a través de los lugares más emblemáticos del pasado y presente eclesial de España: Avila, Alba de Tormes y Salamanca, Madrid, Guadalupe, Toledo, Segovia, Sevilla, Granada, País Vasco, Navarra, Zaragoza, Barcelona, Valencia, de nuevo Madrid, y la despedida en la Catedral del «Apóstol» en Santiago. La evocación de la figura y la herencia doctrinal y mística de Sta. Teresa de Jesús con motivo del IV Centenario de su muerte impregnaba la visita pastoral del Papa de ese encanto espiritual, tan singular, de la Santa de Avila.
¡Largo y gozoso camino el de Juan Pablo II por las Iglesias Particulares de España! El Papa, incansable hasta la extenuación, conecta con finísima sensibilidad personal y pastoral con las raíces cristianas de nuestro pueblo y de nuestra cultura. Nos habla desde el corazón del «Buen Pastor» a nuestro propio corazón, iluminando el presente de España en la complejidad de los problemas que presentaba la sociedad española en aquél momento tan delicado y clave para su futuro inmediato. Con la sola y limpia palabra del Evangelio, confirmada por sus gestos de cercanía a todos, que prodigó preferentemente con los más sencillos y necesitados, habló y se dirigió a los sectores más diversos de la Iglesia y del pueblo de España: a los jóvenes, a los niños, a los enfermos y ancianos, a los universitarios y a los políticos, a los obreros y a los hombres de empresa, agricultores y gentes del mar, a los seminaristas, sacerdotes y consagrados, a los teólogos, a los Obispos… El encuentro con los Reyes de España revistió especial significación. Ordenó a un grupo numeroso y prometedor de jóvenes sacerdotes. La Eucaristía del Papa con las familias quedaría imborrable en nuestro recuerdo como reto y mandato apostólico para afrontar los graves problemas del derecho a la vida y del matrimonio que se dibujaban ya en el horizonte.
Fue como una gran «misión» de la que él, el Sucesor de Pedro, fue excepcional protagonista. El Papa nos confirmaba en la fe, nos invitaba a renovar evangélicamente, de acuerdo con el Concilio Vaticano II, nuestra mejor tradición cristiana y nos impulsaba a la esperanza de nuevos tiempos, abiertos al amor de Cristo y ricos en frutos de solidaridad, de justicia y de paz para todos los españoles. El Papa había sido anunciado como Testigo de Esperanza y, cuando se despedía de España en Santiago de Compostela con aquel profético discurso en el mencionado Acto Europeísta delante de una de las más ilustres representaciones de la Europa de la política, del pensamiento, de la cultura y del espíritu, había cumplido superabundantemente su misión: nos dejaba el alma rebosante de esperanza. La esperanza verdadera, la que se apoya en la gracia de Dios y en el don del Espíritu Santo, y que por eso no nos podía defraudar.
El Papa se entregó a España y el pueblo se entregó a él en mutuo y conmovedor intercambio de esos sentimientos infalsificables que nacen de los corazones bien nacidos y del amor que es propio de los discípulos de Cristo. Sus mensajes no han perdido un ápice de actualidad. La Iglesia en España, que se encontraba abriendo paso a un nuevo capítulo de su historia contemporánea, se veía enriquecida por un acervo de doctrina, de orientaciones pastorales y de impulsos apostólicos valiosísimos que no dejarían de acompañarnos hasta hoy.
El Papa decía adiós a España en el Aeropuerto de la Labacolla, en presencia de sus Majestades los Reyes y del Gobierno en pleno, con los brazos abiertos para una bendición sin fronteras y con un saludo «hecho de afecto» que decía: «¡Hasta siempre, España! ¡Hasta siempre, tierra de María!»
¡Que Ella, la Madre de España, la de todas las Advocaciones Marianas veneradas y queridas por todos los españoles, quiera traérnoslo de nuevo para que nos vuelva a confirmar en la Fe, en la Esperanza y en el Amor de Cristo, nuestro Salvador!
Con todo afecto y mi bendición,