La dignidad del matrimonio y de las familias en cuestión
Mis queridos hermanos y amigos:
Hace no muchos días se reunían en Madrid los representantes de las asociaciones europeas de familias numerosas para uno de sus habituales Congresos. Venturosamente encontró -ya no estábamos acostumbrados a ello- un amplio eco en la opinión pública, aunque variado en las valoraciones y reflexiones culturales y políticas de que fue objeto.
Ricas y polifacéticas fueron sus propuestas y conclusiones dirigidas sobre todo a los poderes públicos y a las instituciones de la comunidad europea, referidas a los distintos marcos sociales, económicos y jurídicos en los que se encuentra inserta la familia en la actualidad. Marcos, en general, insuficientes, muchas veces duros e incluso hostiles para con la misión propia de la familia y sus posibilidades de llevarla a cabo no sólo en función de su propio bien y del de los miembros que la constituyen, sino también del bien de toda la sociedad y, aún, de la misma humanidad. Porque, en definitiva, su futuro, el futuro de «lo humano», «está o cae» con la familia irremisiblemente. No sólo la suerte y el bien individual del hombre depende del bien de la familia, sino también y decisivamente el bien de la sociedad entera sea cual sea el lugar concreto de su ubicación e implantación históricas. Por supuesto el futuro de la sociedad española depende del bien de la familia en España. «Las familias numerosas» españolas, en unión con otras muchas homónimas europeas, nos lo han recordado estos días; por un lado, con una concreción de datos estadísticos y de realidades de la vida diaria que saltan a la vista de cualquier observador que la mire con un mínimum de objetividad y honradez; y, por otro, con una presentación ética de sus problemas, ignorados y/o trivializados por las nuevas ideologías que inspiran muchos de los programas políticos y de las legislaciones sobre la familia actualmente en boga: son las teorías que propugnan una cultura meramente utilitarista y, por tanto, relativista de la moral y del derecho y que hacen gala de cerrar los ojos a las dimensiones más hondas del ser y del destino del hombre y, consiguientemente, de lo que significa verdaderamente la familia para su bien y realización integrales.
Las sociedades europeas se hayan en curso de un envejecimiento vertiginoso, mantienen un índice de natalidad bajo mínimos que no se rectifica, y comienzan visiblemente a perder población. El incremento de las cargas sociales, la pérdida de vigor de la actividad económica y de la creatividad cultural son sus efectos más patentes. Dan la impresión de querer contar con el factor compensatorio de la emigración, pero desde unas actitudes y posturas lastradas por planteamientos tocados de cerrazón egoísta. Por contraste, la comprensión positiva y las ayudas decididas y netas para las familias que quieren constituirse como tales y tener hijos -que representan el fundamento humano de la esperanza de todos-, escasean; es más, no se corresponden con las exigencias de una mínima justicia social -sus hijos van a ser los futuros soportes de todo el sistema de la seguridad social- y siguen un proceso complicado y de raquítico desarrollo. Sin embargo, lo más grave y preocupante de lo que está sucediendo, y a lo que apuntan certeramente «las familias numerosas» -y no sin dejar de manifestar su dolorosa decepción y alarma por ello-, es la equiparación pública del matrimonio y de la familia, prácticamente a casi todos los efectos previstos por el derecho, con otras uniones o fórmulas de convivencia que por su propia naturaleza no pueden significar ni prestar el valor insustituible de la unión del hombre y de la mujer en vínculo fiel y para siempre de amor y de vida, del que brotan los nuevos hijos y ese ambiente humano único en el que crecen y se educan como se corresponde con su condición inviolable de personas e hijos de Dios. Con lo cual se pone en juego y se arriesga al máximo el bien moral fundamental -y, por supuesto, religioso y cristiano- de la insubordinable dignidad del matrimonio y de la familia que en su núcleo y elementos esenciales no están a la libre disposición -éticamente hablando- del «poder humano» sea cual sea su expresión y formúlese como quiera formularse en los distintos ámbitos de la vida pública: poder político, social, mediático, etc.
El Congreso de las Familias Numerosas nos ha brindado -y habremos de agradecérselo todos en la Iglesia y en la sociedad- una oportunísima y más que urgente llamada de atención a todos los ciudadanos y, de una forma especialmente apremiante, a los cristianos en orden a una decidida y comprometida acción a favor de la salvaguarda y promoción privada y pública de la dignidad del matrimonio y de la familia. Ya nos lo pedía entonces, en la inquieta década de «los años sesenta», con acentos graves y preocupados, el Concilio Vaticano II en su Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual «Gaudium et Spes». Sí, lo que nos estamos jugando es ni más ni menos la dignidad de esa realidad -matrimonio y familia- de la cual depende el futuro del hombre.
A la Virgen de La Almudena, nuestra Patrona y Madre, a quien hemos honrado con tanto fervor ayer en el día de su Fiesta, le suplicamos luz, esperanza y amor comprometido para el servicio del matrimonio y de la familia tal como las ha querido -y quiere- Dios, el Creador y Redentor del hombre.
Con todo afecto y mi bendición,