Luz y esperanza definitiva para nuestro futuro
Mis queridos hermanos y amigos:
La pregunta por el porvenir, por lo que nos puede suceder más allá e, incluso, más acá de la muerte, nos acompaña a lo largo de todo el curso de nuestra existencia en este mundo. La pregunta se nos hace a veces angustiosa cuando entran en juego valores decisivos para la vida, como son la salud física, el futuro profesional, la suerte de nuestros seres queridos, etc. Y se revela siempre como pregunta trascendental cuando se acerca al hecho inesquivable de la muerte. La muerte representa la pregunta fundamental del hombre de cara a su futuro definitivo. Todos los interrogantes humanos vienen a resumirse en la gran e ineludible cuestión de la muerte: tanto los que se refieren a la vida de cada persona como los que conciernen al destino de la humanidad. ¿Quién está seguro de un solo minuto de su vida? ¿Quién puede predecir con certeza el más próximo devenir de los sucesos mundiales? Un buque-trasporte de petróleo, mejor o peor equipado, se rompe y hunde de la noche a la mañana entre las olas de un vendaval marítimo produciendo un desastre ecológico que nadie esperaba. Un nuevo atentado suicida de un adolescente palestino vuelve a reavivar por enésima vez la espiral de violencia que ensangrienta a Tierra Santa sin que se divise en el horizonte un final de paz. Otros hechos de la más cercana actualidad podrían citarse al respecto. Ciertamente la configuración de la historia descansa en decisiva medida en las manos libres del hombre. ¡Pero no al margen de Dios y por encima de sus designios!
Nuestro tiempo es una época especialmente tentada por el escepticismo nihilista y la desesperanza ante la gran cuestión del principio y fundamento de la existencia humana y de su último fin. ¿No hay luz en el horizonte? ¿No hay camino seguro para avanzar por la senda de la vida hacia la meta de nuestra salvación? Al finalizar el año natural y litúrgico la Iglesia nos invita a mirar y a celebrar a Jesucristo, Rey del Universo, como Aquél que tiene la llave de todas las respuestas a las angustias, inquietudes, nostalgias y enfermedades del hombre, las del cuerpo y, sobre todo, las del corazón y del alma. Las que nos abruman a todos y a cada uno personalmente y las que pesan sobre nosotros como miembros de la familia humana, a la que se le encargó el cultivo cuidadoso y responsable de la creación. Jesucristo es el REY DEL UNIVERSO. En Él, el Verbo de Dios hecho carne en el seno de la Virgen María, están fundadas todas las cosas, las del cielo y las de la tierra. Nada ni nadie podrán destruir, por ello, total y definitivamente la armonía honda y el sentido íntimo y último de la naturaleza creada en Él y para Él, el Hijo amado del Padre en la comunión del Espíritu Santo desde toda la eternidad. Y, no sólo eso, la fuerza del pecado, alentada por el Maligno en la misma entraña del hombre, y que ha traído la muerte y la amenaza a él mismo y a todo lo creado, ha sido vencida para siempre en el altar de la Cruz y por el triunfo de su Resurrección. La creación y, en su centro, el hombre han sido liberados por Jesucristo muerto y Resucitado, Señor de los siglos que vienen y que vendrán, para el servicio y el amor de Dios y para la Gloria sin fin.
El hombre tiene ya un guía indefectible, «un Pastor», que le conduce amorosamente por los senderos, aparentemente tan enigmáticos, de la historia hacia el final de la felicidad y bienaventuranzas eternas. No hay ya lugar para el desánimo, el derrotismo y menos para la desesperación; ni cabe justificación alguna para la soberbia y el egoísmo personal y/o colectivo; sí, en cambio, se ha abierto de par en par la puerta de la llamada vigorosa y gozosa para el amor de Dios y el amor al prójimo. O, lo que es lo mismo, hay Gracia, porque se ha instaurado definitivamente el Reino de Cristo y el tiempo de su Espíritu que procede del Padre y del Hijo. En la Iglesia la recibimos y acogemos por la oración, la conversión y por el testimonio de vida cristiana; la compartimos en los sacramentos y las obras de misericordia, de santidad y de paz. Se nos ha dado una Madre, María, que es la misma Madre de Jesucristo, Rey del Universo, la Reina de Cielos y Tierra; y, consiguientemente, Madre de la Iglesia. Ella nos ampara y nos acompaña con ternura sin igual hasta que su Hijo vuelva en Gloria y Majestad para juzgarnos en el amor. ¡No le fallemos! El «Año del Rosario», al que nos ha convocado el Santo Padre, es una oportunidad espiritual excelente para confiarnos de nuevo a Ella enteramente.
Con todo afecto y mi bendición,