Mis queridos hermanos y amigos:
Ha comenzado el nuevo año 2003 con los temores cada vez más densos de que se pueda desencadenar la guerra de Irak y con las nuevas noticias sobre la situación de inaudita violencia que desde hace más de dos años envuelve la Tierra Santa donde ha nacido el Señor. Y con este trasfondo inquietante del panorama mundial también hemos vivido los problemas más próximos de Europa y de España: los casos de ancianos que mueren sin que nadie lo advierta y abandonados por todos, los centenares de miles que viven en completa soledad y ese número creciente de «los sin techo» que el factor de la emigración va aumentando día a día en las grandes ciudades europeas, sin exceptuar a las españolas y, por supuesto, tampoco a Madrid.
Aunque no es menos verdad que en estos días de las fiestas navideñas y principios de año no nos ha faltado el testimonio tantas veces heroico de los que en casa, en los más variados servicios públicos y privados y en la misma calle han puesto la nota del contraste luminoso de la gracia de Dios que nos había vuelto a nacer en el corazón del hombre a través del Misterio de la Navidad que celebrábamos en la Iglesia y que se nos mostraba radiante en la Cuna de Belén, como había ocurrido en la primera hora de esa historia tierna y trascendente a la vez del «Dios con nosotros»: de Jesús, el Salvador. Como había ocurrido primero con los pastores de Belén y, luego, con los Magos de Oriente. Las sonrisas de tantos niños «el Día de Reyes» -si bien mezcladas con el recuerdo de las lágrimas de tantos otros cerca y, sobre todo, lejos de nosotros- nos evocaban con un encanto singular el contraste de luz indeficiente, de verdad plena y de bien y paz sin límites que Dios ponía en la mente y en el corazón de los hombres del año 2003.
Todo -luz, verdad, bien, gracia, paz, amor, vida y vida plena, vida eterna- procedía del Niño, del que había nacido en Belén de Judá de María, la doncella Virgen de Nazareth, custodiada por José «su casto esposo», descendiente de la Casa de David. El Niño crecería y maduraría en el seno de esa Familia, a la que no le cabe otra calificación que la de «sagrada» y «santa», en medio de tempranas persecuciones y dificultades que los evangelistas nos dan a conocer. Hasta que llega la hora clave: la de la salida de la casa paterna para cumplir la voluntad de su Padre que está en el Cielo con el anuncio y predicación de la llegada del Reino de Dios cuyo contenido en definitiva era y sería El mismo: su existencia terrena, su palabra, sus obras, su muerte y resurrección. Ya desde los primeros momentos, recogidos en los textos del Nuevo Testamento, los discípulos lo reconocerán llamándole JESUCRISTO: el Salvador, el Ungido por el Espíritu Santo. Con Jesús se establecía definitiva y victoriosamente en la historia de los hombres un tiempo radicalmente nuevo que no envejecerá jamás: el del Reino de Dios por la presencia universal del Espíritu Santo, de la que será «sacramento» su Iglesia. Al buscar y exigir el bautismo en el Jordán de manos de Juan, el más grande y último de los Profetas, Jesús no quiere dejar lugar a duda alguna sobre la naturaleza divina de su misión y la dimensión salvífica de lo que está aconteciendo para el hombre, que es invitado a la conversión y a la penitencia por la apertura de todo su ser al don de la fe y a la acción del Espíritu.
El contraste navideño de Dios, el que Dios pone al hombre pecador y al mundo que estrena un año nuevo tan herido por las nuevas variantes del pecado de siempre, inveteradamente resistente a ser vencido y superado por el Evangelio, se pone de manifiesto en el pórtico del 2003 con un vigor cualitativamente superior al de la fuerza del Maligno, Solemnidad del Bautismo del Señor, con el bautizo de tantos niños que hoy en numerosísimas Iglesias de toda la geografía católica del mundo recibirán por el Agua y el Espíritu la condición de «hombres nuevos», su nuevo ser de Hijos de Dios por adopción. Los niños significan ya por la propia realidad de lo natural un don maravilloso de Dios: la primavera de la vida; su bautismo, un don más maravilloso aún: el de la gracia que salva esa vida, que la preserva del pecado y de la muerte, que la eleva al nivel sobrenatural del mismo amor trinitario de Dios. Ellos, bautizados, son señal inequívoca de que al final triunfará el amor del Padre.
Los niños que bautizará el Santo Padre en la Basílica de San Pedro, y que bautizaremos Obispos y sacerdotes en tantas Catedrales e Iglesias parroquiales de los cinco continentes -también los ocho que bautizaré esta mañana en la Catedral de La Almudena- constituyen pues el signo más prodigioso y convincente del «contraste de Dios», el contrapunto más luminoso y gozoso que Dios pone frente a las oscuridades y tristezas de los hombres al iniciarse el nuevo año: las que compartimos con nuestros contemporáneos y las propias y más íntimas nuestras.
A la Virgen, la Madre del Niño Jesús, a María y a José, a la Sagrada Familia, encomendamos el presente y el futuro de esos padres, tan consecuentes con su fe y con las exigencias del amor que le deben a sus hijos, y por supuesto el de esos niños, sus niños, que con su Bautismo renacerán a la nueva vida en este día tan decisivo para su destino temporal y eterno: la vida que proviene y se alimenta de la gracia y de la paz de Cristo.
Con todo afecto y mi bendición,