Una necesidad vital para la Iglesia
Mis queridos hermanos y amigos:
El Concilio Vaticano II cuando enseña y explica los elementos que configuran el estado de vida que consiste en la profesión de los Consejos Evangélicos afirma que «aunque no pertenezca a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo, de manera indiscutible a su vida y santidad» (LG 44). La vida consagrada constituye, por lo tanto, para la Iglesia una necesidad vital. Y, si es una necesidad para la Iglesia, lo es para el mundo y la humanidad; puesto que las necesidades de la Iglesia se contemplan y miran en orden a su fin constituyente: la de ser «en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1) o, lo que viene a significar lo mismo, la de recibir «la misión de anunciar y establecer en todos los pueblos el Reino de Cristo y de Dios» (LG 5). Sin los consagrados le faltará a la Iglesia la vida y el aliento sobrenatural imprescindibles para que pueda realizar fielmente su suprema vocación: la de la santidad de sus hijos y la de la santificación del mundo.
Son muchos y variados los aspectos que se pueden destacar en la vida consagrada como de especial relieve para la Iglesia en esta encrucijada histórica de comienzos del Tercer Milenio. Juan Pablo II lo ha hecho frecuente y genialmente a lo largo de todo su pontificado. Su Exhortación Postsinodal «Vita Consecrata» de 1997 ofrece una bellísima síntesis de sus enseñanzas, que el reciente documento de la Consagración para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, titulado «Caminar desde Cristo», actualiza y compendia. Pero hay uno -quizá el más elemental y accesible a la percepción del pueblo cristiano y de la gentes sencilla- de decisiva importancia hoy: el de la consagración total y radical de la vida a Dios siguiendo e imitando a Jesucristo, obediente, virgen y pobre. En una sociedad dominada por un clima cultural de rechazo y olvido de la existencia y presencia de Dios en el destino del hombre y de su historia, profundamente escéptica y escarmentada, por otra parte, de las recetas sociológicas y políticas de los humanismos ateos y agnósticos tan en boga en el siglo pasado, atraen y llaman poderosamente la atención «los hombres y mujeres de Dios», los que reflejan en sus vidas el rostro luminoso de Cristo. Su atractivo resulta especialmente subyugador para los jóvenes.
La Iglesia necesita, por ello, con máxima urgencia a los consagrados:
a los contemplativos que dedican toda su existencia a la oración de alabanza, de acción de gracias, de oblación reparadora, con Jesucristo Crucificado y Glorificado, Sacerdote Eterno que intercede por nosotros a la derecha del Padre hasta su vuelta definitiva para recapitular todas las cosas, las del cielo y las de la tierra. Ellos y, sobre todo ellas, son los que enseñan de forma insuperable a todos los hijos de la Iglesia como es y en qué consiste el amor de Cristo y cómo hay que responder a él: es amor esponsal del Esposo a la Esposa, que se devuelve esponsalmente.
a los de vida activa, que en su múltiple servicio a la Iglesia y a la sociedad en la atención a las más variadas carencias corporales y espirituales -viejas y nuevas- de sus hermanos viven del amor y en el amor de Cristo y lo hacen llegar limpio y generoso a las personas, a las familias y a la sociedad, de forma que donde haya y se perciba menos amor, se ofrezca y testimonie más su fuerza y su vida: haya más amor.
a los miembros de los institutos seculares, para que en las tareas del mundo, en las que se entreteje a diario la realidad de la economía, de la sociedad, de la ciencia y la cultura, de la comunidad política, etc., se acoja la gracia de Dios, se note la acción del Espíritu Santo, haya impregnación del Evangelio.
A todos los necesita la Iglesia que está abierta siempre -y así lo reconoce- a las nuevas formas de consagración que quiera inspirar el Espíritu en su seno ante los retos históricos que se le presenten. La Iglesia necesita a todos los consagrados. Y, por supuesto, los consagrados -todos- necesitan a la Iglesia. Fuera de la comunión eclesial, los carismas de la vida consagrada pierden todo su sentido y terminan por corromperse y morir.
A la Virgen María, nuestra Madre, la que presentó a su Hijo en el Templo de Jerusalén ocho días después de su nacimiento para consagrarlo a Yahvé, hay que dirigir la mirada del alma y los propósitos del corazón si queremos acertar con la renovación de la vida consagrada que el Concilio Vaticano II ha pedido y propuesto a la Iglesia de nuestro tiempo. Ella fue la primera consagrada por excelencia, Modelo y Madre de toda forma de consagración en la Iglesia y para la Iglesia, puesto que, consagrándose a Dios con una oblación virginal, sencilla y obediente sin par, fue elegida por el Padre para ser Madre del Hijo y Esposa del Espíritu Santo. Por su consagración nos dio al Salvador del mundo.
A Ella encomendamos, especialmente en esta Fiesta de la Presentación del Señor, día de la Vida Consagrada, a todos los contemplativos, religiosos de vida activa, miembros de institutos seculares, a las vírgenes consagradas y a los que pertenecen a las nuevas formas de consagración, con todo el fervor de nuestra plegaria personal y comunitaria implorando para la Vida Consagrada abundantes vocaciones.
Con todo afecto y mi bendición,