Caminos imprescindibles para la paz
Mis queridos hermanos y amigos:
La tensa situación en torno a Irak persiste con evidentes y crecientes peligros para la paz. No cejan las amenazas del terrorismo internacional, ni del nuestro, el terrorismo de ETA. El cruel atentado de Andoain la pasada semana, su último asesinato, fríamente calculado y siniestramente ejecutado, lo pone de manifiesto. ¿Se cierra de nuevo el horizonte humano de la paz? ¿No quedan abiertos caminos para la esperanza? La respuesta de la razón y de la conciencia cristiana, iluminada por la fe en el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, es honda y clara: sí, los hay, los de la oración y de la conversión. Cuando parecen fallar todos los intentos del hombre para mantener ese bien universal, que anhela toda la humanidad, la paz, aparece auténtico y realista el recurso de la oración, origen y fruto de una verdadera conversión a Dios.
Por ello el Santo Padre viene insistiendo siempre, y con acentos de especial urgencia en estos días, en la necesidad de una perseverante oración de toda la Iglesia, unida en la plegaria por el don de la paz, que será tanto más veraz y eficaz cuanto más vaya precedida y acompañada de actitudes de sincera conversión a las exigencias de la verdad, de la justicia, de la solidaridad y del amor, los verdaderos pilares de la paz; como enseñaba ya hace cuarenta años el Beato Juan XXIII en su inolvidable Encíclica «Pacem in Terris», publicada en un momento de las relaciones internacionales, el año 1963, extraordinariamente delicado para la causa de la paz en el mundo, y que Juan Pablo II recordaba en el último Mensaje de la Jornada de la Paz de 1 de enero del presente año.
A nadie se le escapa que lograr una paz estable, erradicar el terrorismo, y renunciar a acciones militares que entrañan el riesgo inevitable de daños incontables para las poblaciones civiles, requieren de todas las partes implicadas un noble, leal y comprometido esfuerzo político por encontrar soluciones prudentemente discernidas y ponderadas en las Naciones Unidas, que hagan evitable el recurso a la intervención armada que como recordaba el Santo Padre: «no puede adoptarse, aunque se trate de asegurar el bien común, si no es en casos extremos y bajo condiciones muy estrictas, sin descuidar las consecuencias para la población civil, durante y después de las operaciones». Con la guerra siempre se ponen en juego la vida y la integridad física de innumerables personas, especialmente de las más inocentes: niños, ancianos, enfermos…
Pero no es menos verdad que las iniciativas políticas y las medidas previstas en la legalidad internacional precisan ser sostenidas e inspiradas por nuevas actitudes de las personas y de las sociedades afectadas por la actual crisis. Sin una verdadera purificación de la conciencia moral personal y colectiva será poco menos que imposible obtener éxito: el esforzado fruto de la paz. Porque al fin y a la postre en el trasfondo de toda acción de violencia terrorista y de toda actuación agresora se esconde de modo inconfundible el corazón humano dominado por aquellas pasiones ancestrales, nacidas de su concupiscencia, que tuercen y pervierten su voluntad libre, de las que el Concilio Vaticano II hablaba como del origen más hondo de las guerras, a saber: «del deseo del dominio y del desprecio de las personas y, si buscamos las causas más profundas -decía el Concilio-, de la envidia humana, la desconfianza, la soberbia y las demás pasiones egoístas» (GS 83), las que la experiencia cristiana de todos los siglos ha caracterizado como pecados capitales.
¿Y cómo se puede pensar -y menos esperar- una conversión de las conciencias, una superación del «hombre viejo», como diría San Pablo, en una coyuntura internacional, tan cargada de pasión y de pasiones como la actual, prescindiendo de la ley y de la gracia de Dios? ¿Volviéndole a Dios las espaldas? Sin conversión no es posible la paz. Sin oración no hay conversión.
De ahí que os hayamos urgido a uniros a la oración de toda la Iglesia, a la que el Santo Padre ha convocado en esta hora tan difícil de la humanidad, en las preces litúrgicas, sobre todo, y acudiendo al rezo diario del Santo Rosario por la paz. Con una especial intención de urgente actualidad: ¡quieran los responsables de los pueblos y de las naciones, singularmente las más directamente afectadas por la crisis, incluido los de la nuestra, hacerse positivo eco de las gestiones del Santo Padre para preservar la paz, eliminando toda razón que pudiese pretendidamente justificar el uso de esa «última ratio» que es la intervención armada, la guerra! ¡Que le hagan caso al Papa!
A Santa María de La Almudena, Madre del Salvador, por el que ha sido reconciliado el mundo; a ella, Madre de la Iglesia y de los hombres, confiamos, como «niños pequeños en brazos de su madre» (Cfr. Sal 130), los frutos de nuestra plegaria:
«Unidos a las intenciones del Papa, oremos para que el Señor nos conceda el don de la paz, cese el terrorismo en España y en el mundo y desaparezca el peligro de la guerra».
Con todo afecto y mi bendición,