Una reflexión a la luz de la doctrina social de la Iglesia.

Los problemas de la paz y de la justicia internacional del 11 de septiembre al Sínodo de los Obispos


Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

Ante el momento histórico que estamos viviendo, donde han surgido nuevos y graves peligros para la paz del mundo, estimo de interés para la comunidad diocesana mi intervención en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas que tuvo lugar en la sesión del 11 de diciembre de 2001. Su contexto fue, por un lado, los terribles atentados del 11 de septiembre anterior y, por otro, el Sínodo de los Obispos celebrado en Roma poco después. Tanto el tema de mi exposición como la actualidad del mismo se desprenden claramente de su título: Los problemas de la paz y de la justicia internacionales. Del 11 de septiembre al Sínodo de los Obispos. Una reflexión a la luz de la doctrina social de la Iglesia.
I. -Elementos para un análisis de los hechos y su singular novedad en la historia política contemporánea
En el 11 de septiembre se ataca a los centros no solamente «simbólicos», sino también «reales» del máximo poder político y militar del mundo actual, confiando neutralizar la capacidad y la influencia de ese poder en algo tan vital como es el de garantizar la seguridad de sus propios ciudadanos, y la de su posible dominio sobre la comunidad internacional.
El ataque es larga y minuciosamente preparado por una organización internacional que opera desde distintos territorios esparcidos por todo el planeta, y que no está sometida a una verdadera dirección política por parte de ningún Estado.
Actúa en forma de máximo riesgo para los autores del mismo, es decir, jugándose con fatal certeza la vida de sus ejecutores.
Los inspiran programas e ideas políticas fuertemente transidas de una concepción y experiencia religiosa -la del Islam-; pero, también, influidos por la incontestable conciencia de problemas sociales, económicos y culturales que sufren muchos de los pueblos de su procedencia.
El efecto del ataque es sobrecogedor para sus inmediatos testigos y sus conciudadanos y para la opinión pública mundial que lo puede contemplar «live» -en vivo- por las pantallas de televisión.
La reacción de los máximos responsables del gran país atacado se hace esperar; tardan un tiempo en aparecer y en hablar a su pueblo. Sus palabras, que invocan a Dios, quieren llevar consuelo y seguridad a sus conciudadanos anunciando el firme propósito de encontrar a sus autores últimos, de castigarlos y de tomar las medidas necesarias para evitar acciones similares en el futuro. Califican los atentados como acciones terroristas; pero hablan abiertamente de guerra -de «guerra infinita»-. De hecho, escasamente tres semanas después de lo ocurrido, se pone en marcha una acción bélica de poderosas proporciones, dirigida contra el país en el que se cree estar situado el personaje y el centro de operaciones clave de la organización terrorista que ha perpetrado los atentados; aunque se quiere combatir a largo plazo lo que ya se reconoce como un fenómeno de alcance universal: el terrorismo internacional.
La intervención armada es apoyada internacionalmente por los aliados y las organizaciones políticas y militares amigas del país agredido. Con la anuencia, más o menos comprometida, de las Naciones Unidas.
¿Un nuevo e inédito escenario de la guerra en el mundo de nuestros días?, valdría preguntarse. ¿Una forma de conflicto que significa un reto igualmente inédito para el juicio moral y político y, sobre todo, para el empeño de preservar el valor inestimable de la paz?
II. -Una perspectiva distinta y singular: la del Sínodo de los Obispos en su décima Asamblea Ordinaria
El día 30 de septiembre se reunían en Roma Obispos de todo el orbe, en el sentido más literal de la palabra, para celebrar la décima Asamblea Ordinaria de una institución del Episcopado Católico, nacida después del Concilio Vaticano II: el Sínodo. Convocado y presidido por el Papa, que había reaccionado de forma inmediata a las primerísimas noticias de los atentados de Nueva York y Washington con la más firme y dolorida condena, tanto más expresiva cuanto que parecía que sus autores habían invocado el santo nombre de Dios para cometer su terrible crimen, del que habían sido víctimas millares de inocentes. El Papa imploraba la misericordia de Dios y, a la vez, suplicaba que el modo de restablecer la justicia y la seguridad, con el castigo ejemplar de los culpables, no significase abrir una espiral de violencia que arrastrase consigo el sacrificio de nuevos inocentes y el surgir -o resurgir- de nuevos odios.
El Relator General del Sínodo era el Arzobispo de Nueva York, Cardenal Egan. Formaban parte de la Asamblea Sinodal Patriarcas y Metropolitanos de las Iglesias Orientales unidas a Roma con territorio y población, situados en la vecindad, cuando no en el epicentro mismo del conflicto. El Sínodo conmemoraría en oración solemne las víctimas de los atentados el día 11 de octubre, un mes después de lo ocurrido, uniéndose a las exequias y a la oración ecuménica de los hermanos norteamericanos. El Santo Padre concluía sus palabras de invitación a la plegaria con la siguiente exhortación dirigida a los Obispos reunidos en el aula sinodal, palabras finamente matizadas así: «Pidamos consuelo y fortaleza para sus familiares y parientes postrados por el dolor; invoquemos fuerza y valor para cuantos siguen prestando su ayuda en los lugares afectados por la terrible desgracia; imploremos tenacidad y perseverancia para todos los hombres de buena voluntad en la búsqueda de caminos de justicia y paz. Que el Señor erradique del corazón del hombre toda huella de rencor, enemistad y odio, y lo disponga a la reconciliación, la solidaridad y la paz. Oremos hermanos, para que en todo el mundo se ‘instaure la civilización del -amor'»[1].
En las intervenciones de los padres sinodales, a lo largo de las doce apretadas jornadas de congregaciones generales, se reflejaban inequívocamente, de un lado, las condenas y la inquietud por la amenaza terrorista internacional, y, del otro, la preocupación por la situación de miseria y explotación endémica en la que vive una gran parte de la humanidad. Las voces, sobre todo, de los Obispos de Asia y de Africa sonaban con patetismo. Como también la tensa situación, en la que se desenvuelve la vida de muchas de sus comunidades en contacto con el Islam, quedaba apuntada prudente pero claramente, aun cuando tocasen temas sin conexión ni explícita, ni implícita con el problema de la relación con el mundo islámico.
Con todo fueron mínimas las dificultades a la hora de armonizar y conjugar las sensibilidades norteamericanas y europeas con las de los Obispos del Tercer Mundo de cara a la aprobación de un significativo pasaje en el «Mensaje Final» del Sínodo, que dice así:

«El horror del terrorismo:
Nuestra asamblea, en comunión con el Santo Padre, ha expresado su más viva compasión por las víctimas de los atentados del 11 de septiembre de 2001 y por sus familias. Rezamos por ellas y por todas las otras víctimas del terrorismo en el mundo. Condenamos de modo absoluto el terrorismo, que de ninguna manera puede ser justificado.
Situaciones de violencia:
Por otra parte, durante este Sínodo no hemos podido cerrar nuestros oídos al eco de tantos otros dramas colectivos. Es también urgente y necesario tener en cuenta las «estructuras de pecado» de las que ha hablado el Papa Juan Pablo II, si queremos abrir nuevos caminos para el mundo. Según observadores competentes de la economía mundial, el 80% de la población del planeta vive con el 20% de los recursos y ¡mil doscientos millones de personas deben «vivir» con menos de un dólar por día! Se impone un cambio de orden moral. La doctrina social de la Iglesia adquiere hoy una importancia que nunca podremos subrayar suficientemente. Nosotros, obispos, nos comprometemos a procurar que sea mejor conocida en nuestras Iglesias -particulares»[2].
III. -Cuestiones emergentes
Desde esa perspectiva «supra-política» o, si se prefiere, religiosa, espiritual y pastoral -llamémosla así- de los trágicos acontecimientos del pasado 11 de septiembre y los que se han ido desencadenando hasta la fecha de hoy, tres meses después, se plantean algunas cuestiones de indudable significación teórica y de una apremiante importancia práctica.
1. -Sobre la naturaleza de la paz
Ya era evidente en los tiempos de «la guerra fría» para los tratadistas del derecho internacional y para los estudiosos de la ética de la paz, fuesen cuales fuesen la orientaciones y corrientes ideológicas a las que pertenecían, que «la paz no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce sólo al establecimiento de un equilibrio de las fuerzas adversarias, ni surge de una dominación despótica, sino que se llama con exactitud y propiedad la obra de la justicia (Is 32,7)»[3]. -Ni siquiera la fuerza de «la disuasión», basada en el equilibrio de la carrera de armamentos, que de hecho evitó una nueva conflagración mundial de incalculables y aniquiladores efectos para la humanidad, se la consideraba como instrumento suficiente, apropiado y capaz de garantizar un mínimum de paz verdadera y duradera. Se puede constatar, felizmente, que se consolida el proceso de desarme de las grandes potencias y se amplía el campo de actuación de las grandes alianzas internacionales de defensa en orden a asegurar la paz mundial a gran escala, superando aquel estado de miedo latente y expectante que caracterizaba la sensibilidad colectiva subconsciente, sobre todo, de los pueblos más desarrollados.
Lo que no ha impedido que se extendiese el fenómeno de las guerras localizadas que han proliferado ininterrumpidamente hasta hoy mismo por regiones enteras del Planeta, primero en Asia y, sobre todo ahora, en Africa, sin detenerse incluso a las puertas de la mismísima Europa Occidental. Así lo ponen de manifiesto los conflictos bélicos de los Balcanes, no apagados del todo, y los que tienen como teatro los territorios de la antigua Unión Soviética. A lo que se ha añadido en las dos últimas décadas, de forma especialmente virulenta, el desarrollo de un terrorismo internacional con versiones religiosas e ideológicas, muy fanáticas, que opera de acuerdo con estrategias de medio y largo plazo no bien conocidas. Una y otra realidad han venido a poner al desnudo la debilidad de una concepción de la paz basada sólo o predominantemente en las potencialidades formales y coactivas de la organización del poder, lo más perfecta posible política y militarmente.
La evolución histórica parece pues dar la razón inequívocamente no sólo al aforismo del «opus justitiae pax», sino también a su comprensión filosófica y teológico-moral tal como la ha desarrollado la doctrina social católica, a la que daba expresión renovada el Concilio Vaticano II de la forma siguiente: «Esta paz sólo puede obtenerse en la tierra si se asegura el bien de las personas y los hombres comparten entre sí espontáneamente, con confianza, sus riquezas espirituales e intelectuales. La voluntad firme de respetar a los demás hombres y pueblos y su dignidad, y el esforzado ejercicio de la fraternidad, son absolutamente necesarias para construir la paz. Así la paz es también fruto del amor, que va más allá de lo que la justicia puede -aportar»[4].
Ante el éxito actual de una ética pragmática utilitarista, de nuevo cuño, que se remite y apela al «poder social y político» como «última ratio» del orden nacional e internacional que habría de implantarse de cara al futuro de la humanidad no nos parece ociosa la siguiente pregunta: ¿entre los bienes que constituyen e integran la paz no hay que contar con aquellos que enraízan en los valores éticos, morales y espirituales del hombre, vistos y realizados en su dimensión trascendente?
De una visión de la paz, intrínsecamente dependiente de una concepción y experiencia integral del hombre y de su naturaleza real, se desprende, por lo demás, la necesidad lógica de reconocer la permanente fragilidad histórica de ese bien tan esencial para el bienestar del hombre que es la paz y su carácter dinámico: el propio de un proceso permanente de búsqueda y consolidación que hay que proponérselo y realizar día a día y época a época, sostenido por una activa forma de paciente, perseverante y positiva esperanza, posible y accesible a todo aquel oyente y actor de la historia que no quiera retirarse del campo de influencia del Espíritu de Dios.
2. -Sobre los medios para conseguir y edificar la paz
a. Los medios jurídicos
Es obvio el principio de la necesidad del derecho y de los órganos ejecutivos y coactivos de su aplicación para mantener un mínimum imprescindible de paz: el del orden tranquilo y justo. Sigue pendiente de una realización satisfactoria la constitución de una autoridad internacional dotada de los medios apropiados y eficaces al servicio de una aplicación efectiva del orden jurídico internacional, independiente y aceptada por todos, que disponga de los instrumentos militares imprescindibles para un reto y justo ejercicio de policía internacional ¿Habrá que rendirse, de nuevo, a estas alturas de la historia, a la fatalidad de que nos encontramos ante un ideal jurídico-político de imposible realización?; ¿a pesar de que esté tan en consonancia con el derecho natural de gentes y de sus principios universales, formulados por sus más clásicos e insignes tratadistas con tenacidad y unanimidad científica -admirable?[5] Habría, por lo menos, que aspirar a que se avanzase en el empeño de dotar de efectividad ejecutiva a los instrumentos jurídicos y políticos con los que cuentan en la actualidad las Naciones Unidas hasta un primer y elemental objetivo de evitar lo que se llaman las formas de «guerra total». Sus efectos devastadores para la población civil, sus lugares de vivienda y trabajo, y para el propio paisaje físico y cultural de su entorno, están a la vista de todos, y estremecen. Efectos que se derivan inevitablemente del uso de las nuevas generaciones de armamento convencional, cada vez más sofisticadas y mortíferas.
Y, sea cual sea la gravedad de la hipótesis de conflicto internacional que nos pueda deparar el futuro, la gravedad y complejidad actual del terrorismo internacional y de sus formas de «poder», entremezcladas con los engranajes más complicados de la sociedad y economías mundiales, parecen reclamar con urgencia el que se avance en la constitución de esa verdadera instancia internacional, dotada de los instrumentos jurídicos suficientes en el campo del derecho penal y procesal internacional y servida de los policiales y ejecutivos en general, a fin de que pueda ser considerada por los Estados y las instituciones internacionales como una verdadera Autoridad supranacional, respetada y acatada universalmente. Una tarea de máxima urgencia espera al menos ser asumida con sensibilidad ética y con rigor institucional por los grandes actores de la comunidad internacional: la del control y regulación de la producción de armamentos.
Ciertamente el problema no se plantea ya en los términos dramáticos del período que va desde el final de la 2ª Guerra Mundial a la caída del Muro de Berlín. «La carrera de armamentos» entre los dos grandes bloques militares entonces existentes conllevaba de hecho una situación de permanente y gravísimo riesgo para la paz substancial del mundo, dada la naturaleza del arma atómica, en el fondo incontrolable para sus autores y para sus detentadores. Los Padres del Concilio Vaticano II llegaron, incluso, a expresar el temor de que «si no se concluyen en el futuro tratados firmes y honestos de paz universal, la humanidad, que se encuentra ya en grave peligro, a pesar de poseer una ciencia admirable, quizá sea conducida funestamente a aquella hora en la que no tendrá otra paz que la paz horrenda de la -muerte»[6]. Pero sí se plantea en términos contantes y sonantes de dolor y de muerte como consecuencia de la creciente demanda de las llamadas armas convencionales; en primer lugar, por parte de los numerosísimos Estados surgidos del proceso de descolonización en Asia y Africa, luego como efecto del conflicto inacabable de Oriente Medio, y, más recientemente, como resultado de la disolución política de la Unión Soviética. Y a ello hay que sumar la activísima presencia de la red inextricable de las organizaciones terroristas nacionales e internacionales, que participan cada vez con un mayor volumen de compras en el comercio de armas. En uno y en otro caso con secuelas inmediatas y peligrosísimas para la paz de grandes regiones del mundo y, desde luego, siempre letales para un desarrollo, mínimamente viable, de las posibilidades económicas y sociales de los países del Tercer Mundo. A la vista de la evolución de las desiguales condiciones de seguridad y prosperidad de las que gozan -o de las que carecen- los distintos países del mundo dentro de la comunidad internacional, no se puede por menos de reconocer el acierto del Concilio Vaticano II en su diagnóstico del problema, que no ha perdido un ápice de actualidad: «Mientras se gastan riquezas inmensas en preparar armas, siempre nuevas, no se puede dar un remedio suficiente a tantas miserias actuales del mundo entero. En vez de sanar verdadera y radicalmente las disensiones entre las naciones, esas disensiones afectan a otras partes del -mundo»[7].
Es posible que el objetivo propuesto por el Vaticano II en la «Gaudium et Spes» a los católicos y a la opinión pública en general como fin próximo a alcanzar en el camino de los esfuerzos por la paz, mediante una movilización social y espiritual de carácter universal, el objetivo de «la prohibición absoluta de la guerra», haya que situarlo más en el plano de lo utópico que en lo de lo históricamente realizable; pero qué duda cabe que a través de fórmulas más modestas, las de la regulación del comercio armamentístico, pudiera y debiera ser convertido en un imperativo inaplazable, capaz de impulsar vigorosamente un nuevo y urgente programa para la paz del mundo, que habrían de abordar al unísono las Naciones Unidas, sus Estados miembros y la opinión pública mundial y cuya ejecución podría ser confiada a esa Autoridad Internacional, responsable de mantener, custodiar y garantizar un justo orden público mundial, sobre el que basar la consecución y promoción de la paz y el bien común universal.
b. Los medios económicos, sociales y políticos
Una de las más viejas y persistentes raíces de las discordias, que han llevado a los hombres y a los pueblos a la guerra en el largo y ancho transcurso de la historia, han sido las injusticias, provenientes de las excesivas desigualdades económicas y del retraso de los necesarios remedios. Así ha ocurrido frecuentemente en el caso de las guerras internas o civiles y, también, en el desencadenamiento de las guerras externas: de las naciones entre sí. Injusticias verdaderas, y pretendidas injusticias. No sucede de otro modo en este momento tan delicado para la suerte de la paz mundial. Es más, la conciencia de sentirse oprimidos se manifiesta con creciente indignación en los países subdesarrollados o menos desarrollados. Las manifestaciones y declaraciones al respecto de sus responsables no sólo políticos y sociales, sino también, de los culturales, espirituales y religiosos, pidiendo justicia, sobre todo ante el fenómeno de la globalización, se han convertido en un verdadero clamor. En los más diversos foros internacionales se oye machaconamente su afirmación de que los países ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. Éste ha sido también el tenor de las intervenciones de la mayor parte de los Obispos africanos, asiáticos y latinoamericanos en la última Asamblea Sinodal.
Sea cual sea el grado de verdad que contienen estos juicios, tan generales e indiferenciados, y la objetividad y el acierto del análisis técnico y científico que los sustenta, lo que no se puede bagatelizar es la trágica situación de miseria extrema a la que se ven abocados esos pueblos, ni el potencial de sentimientos hostiles y radicalmente reivindicativos que albergan. En el Mensaje del Sínodo de los Obispos se reconoce paladinamente que «la persistencia de graves desigualdades entre los pueblos amenaza la -paz»[8]. El mapa humano de la mayor parte de la geografía de Africa, según el testimonio directo de sus Obispos, reviste caracteres de una verdadera catástrofe de dimensiones impensables hace no muchos años. El Sida está diezmando la población joven a un ritmo tan vertiginoso de tiempo que amenaza la pervivencia de pueblos enteros.
Ante este estado de cosas no se puede evitar responsablemente una revisión crítica de toda esa red de agencias e instituciones internacionales que se han ido desgranando en torno a la Naciones Unidas en los más diversos campos de la cooperación internacional: desde el económico-financiero, pasando por el político-social, hasta el cultural y educativo. Sin que se tenga miedo a plantearse su renovación y reestructuración en función de las nuevas necesidades y posibilidades de intercambio e intercomunicación tecnológica -entre otras- que se desprenden del proceso de globalización, ya irreversible: tanto en el campo de los recursos materiales como, sobre todo, de los humanos.
También en este punto viene insistiendo la doctrina social de la Iglesia a partir, sobre todo, del Concilio Vaticano II y, sin solución de continuidad, hasta el magisterio social de Juan Pablo II que culmina en la Encíclica «Centesimus Annus» de 1991. El Concilio reclamaba ya en la Constitución «Gaudium et Spes» sobre la Iglesia en el mundo actual, aprobada en su última sesión de diciembre de 1965: «la ayuda de expertos extranjeros que al aportar su colaboración no se comporten como dominadores, sino como auxiliares y cooperadores», puesto que constituye una necesidad imperiosa para el desarrollo de las naciones más pobres, que sus ciudadanos «se preparen, por medio de la educación y la formación profesional, para realizar las diferentes tareas de la vida económica y social». Como también señalaba que «no se podrá procurar ayuda material a las naciones en vías de desarrollo si no cambian profundamente en el mundo las costumbres actuales del -comercio»[9].
Dicha revisión, sin embargo, sólo prosperará y dará resultados positivos si se ve suscitada, acompañada y sostenida por un cambio de la conciencia social y de la opinión pública, iniciado y alimentado por una renovación moral y espiritual de las personas y de las sociedades en los países más prósperos de nuestro entorno. En definitiva, el camino de la paz va a depender, en sus resultados más tangibles, de la renovación de las conciencias, en no menor grado que de la reforma y desarrollo jurídico, político, económico y social de las estructuras y del ordenamiento de la comunidad internacional.

c. Los medios culturales, espirituales y religiosos
También pertenece al patrimonio de sabiduría universal de la humanidad el saber que en los últimos trasfondos de la guerra se encuentra con mayor o menor efectividad destructiva el hombre mismo en la condición de tentabilidad y de fragilidad ante las incitaciones y deslumbramientos del mal que le es propia. Lo que San Pablo designaba tan genialmente como «el hombre viejo». Se trata de una condición histórica, pero inherente a la naturaleza humana en su estado real -en lenguaje teológico, en el estado de naturaleza caída-, y que, por tanto, no la abandona nunca. Los vientos de la guerra nacen siempre en último término de la conjunción explosiva de las pasiones más ancestrales del hombre: «del deseo del dominio y del desprecio de las personas y, si buscamos las causas más profundas, de la envidia humana, la desconfianza, la soberbia y las demás -pasiones egoístas»[10].
Hoy, estas pasiones, en el contexto global del mundo, se desarrollan y se plasman en nuevas expresiones de violencia, de una refinada y cruel eficacia tanto entre los países más poderosos -¿los dominadores?- como en los más pobres -¿y dominados?-, y operan a todos los niveles y en todos los estratos sociales. Sus líneas y direcciones de influencia se entrecruzan y se combinan más allá de las fronteras nacionales, como se puede comprobar en los fenómenos de las mafias internacionales del crimen, con el comercio de la droga y de la explotación de las personas, y, de un modo especialmente amenazador, con el terrorismo. Es más, en esta coyuntura histórica de la humanidad, tan marcada por la tensa situación que se puede crear en las relaciones con el Islam, es lícito -y obligado- preguntarse por la probabilidad o, al menos, por la posibilidad de si se está generando una nueva constelación histórica de grandes conflictos internacionales. ¿Tiene alguna razón de ser el discurso sobre la inminencia -o presencia ya- de la guerra de civilizaciones y/o de culturas, tan socorrido en los medios de comunicación social?
No se olvide, al respecto, el hecho no sólo socio-político, sino intelectual y moral, de la creciente relativización conceptual y axiológica de la declaración de los derechos fundamentales de la persona humana que se hace cada vez más patente. En un recientísimo simposio celebrado hace pocas semanas en la Universidad del Ruhr en Bochum sobre los problemas de la tecnología genética se puso de manifiesto cuanto se ha adelantado ya, en uno de los frentes de la discusión, en el proceso teórico de cuestionamiento de la aplicación universal de la categoría «persona» al ser humano, justamente con la inevitable consecuencia ontológica y ética a la vez de la forzosa relativización de su «dignidad». Se ha propugnado abiertamente la clasificación por grados de esa «dignidad»: hay seres humanos con «una dignidad personal» mayor que la de otros, según una escala diversa de posesión de cualidades físicas, biológicas e -intelectuales[11]. En contraste con ello se debate intensamente sobre la antropología y la concepción del Estado y de su relación con la Religión dentro del Islam y sobre la hermenéutica o correcta interpretación de su Libro Sagrado, el Corán.
La tipología de los terribles atentados de Nueva York y Washington del pasado 11 de septiembre, causados por suicidas que han explicado su acción criminal, al parecer, entre otras, con motivaciones y razones religiosas, así como las subsiguientes referencias a «la guerra santa» que se han oído con distinto tono y frecuencia en boca de algunos líderes políticos y religiosos islámicos, han reavivado la pregunta por una explicación completa y en profundidad de las causas que amenazan actualmente la paz y que son semilla de guerra.
Sea cual fuere el final y las conclusiones del análisis del estado de la cuestión, forzosamente delicado y difícil, dada la complejidad de los factores en juego, es claro que entre los medios hoy decisivos para promover la paz mundial hay que considerar como de primerísima importancia los de orden cultural, espiritual y religioso.
3. La -postura de la Iglesia Católica. El diálogo interreligioso
La postura del Magisterio de la Iglesia y de la Teología Católica, apoyada en iniciativas clarividentes, especialmente del actual Papa, y en la doctrina expresa del Concilio Vaticano II, ante la tarea de la promoción religiosa y espiritual de la paz, gira en torno a dos postulados teológico-practicos: el de la necesidad de la renovación interna de los cristianos sobre la base de una asimilación del mensaje y del don del Evangelio de Jesucristo cada vez más transformadora de la propia vida, y el del diálogo interreligioso. Vivir el Evangelio como fuente y garantía de la paz por fundarse en el acontecimiento irreversible del perdón definitivo de Dios y de su reconciliación con el hombre, del que fluye la gracia y el mandamiento de la reconciliación y del perdón de los hombres entre sí, pone, por otro lado, el verdadero y auténtico fundamento para un diálogo interreligioso responsable.
Por lo que respecta a lo primero, el Vaticano II desarrolló la doctrina perenne de la libertad del acto de fe con todas sus consecuencias políticas y jurídicas, concluyendo en una rica exposición del principio de libertad religiosa. El Concilio confiesa a este propósito, que «la verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra con suavidad y firmeza a la vez, en las -almas»[12]. Por lo que concierne a lo segundo, en la enseñanza conciliar se explicará el significado concreto de la relación que existe entre el principio clásico de la Eclesiología Católica del «extra Ecclesiam nulla salus» con el principio igualmente intrínseco a la Revelación cristiana de que «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen a la verdad», como un principio de soteriología que se sigue necesariamente del Misterio de Jesucristo Redentor del hombre. Un significado del que se sacan las conclusiones teóricas y prácticas pertinentes en orden al diálogo con las religiones no cristianas especialmente con el Judaísmo y el Islam en el Decreto «Nostrae Aetatis».
El criterio teológico y filosófico que lo debe presidir y guiar según «la Declaración sobre la Libertad Religiosa» es el del imperativo superior de la búsqueda de la verdad: «Ahora bien -dice el Concilio- la verdad debe buscarse de un modo adecuado a la dignidad de la persona humana y a su naturaleza social, es decir, mediante la investigación libre, con la ayuda del magisterio o enseñanza, de la comunicación y el diálogo, en los que unos exponen a los otros la verdad que han encontrado o piensan haber encontrado, para ayudarse mutuamente en la búsqueda de la verdad; una vez conocida la verdad, hay que adherirse a ella firmemente con el asentimiento -personal»[13]. No se le ocultó a nadie la novedad teológica de este paso, verdaderamente histórico, de la Iglesia Católica.
Desde entonces los Papas han institucionalizado y promovido este diálogo con iniciativas de gobierno pastoral y con su personal protagonismo. El gesto más espectacular se produjo con el encuentro de oración de los responsables de las grandes religiones mundiales en octubre de 1986 con Juan Pablo II y por invitación suya. Al final del Gran Jubileo y como punto programático para la Iglesia del siglo XXI el Papa haría un llamamiento en su Carta Apostólica «Novo Millennio Ineunte» a «una relación de apertura y diálogo con representantes de otras -religiones»[14]; y en carta dirigida el pasado septiembre a los reunidos en Barcelona en el XV Encuentro Internacional por la Paz, escribiría refiriéndose al encuentro de Asís: «Tenía delante de mis ojos una gran visión: Todos los pueblos del mundo en camino por diversos puntos de la Tierra, para reunirse junto al único Dios como una sola familia». Hace pocas fechas se ha dado a conocer la nueva iniciativa de Juan Pablo II para otro encuentro en Asís con el fin de orar por la paz del mundo el próximo día 24 de enero de 2002. La invitación ha sido dirigida ya a todos los líderes de las grandes religiones del mundo. Los peligros que se ciernen en el horizonte inmediato tan amenazadores para la paz del mundo -y su gravedad- le movieron a ello.
Los Padres sinodales, en plena identificación con el Santo Padre, habían animado ya a todas las comunidades eclesiales y a los teólogos a proseguir «con gozo, prudencia y lealtad el diálogo interreligioso en el espíritu del Encuentro de Asís de 1986″[15], -cuando no se conocía todavía la nueva iniciativa del Papa, concluyendo su Mensaje a la Iglesia y a todos los hombres de buena voluntad con un canto a Jerusalén, Ciudad Santa, símbolo de los anhelos y de la esperanza de la paz para el mundo:
«Finalmente nos volvemos a ti, Jerusalén, ciudad en donde Dios se ha manifestado en la historia: ¡nosotros rezamos por tu dicha! Puedan todos los hijos de Abraham reencontrarse en ti en el respeto de sus derechos respectivos. Que para todos los pueblos de la tierra permanezcas como símbolo inagotable de esperanza y de paz».
Mensaje al que ponía fin la invocación de María: «¡Spes nostra, -salve!»[16].
Al final de estas sencillas reflexiones sobre el momento actual de la paz, enmarcadas en la doctrina social de la Iglesia, podría extraerse una conclusión: la relevancia del factor religioso, es decir, de la fe en Dios, a propósito del proceso contemporáneo de la paz, ha adquirido una nueva actualidad histórica, que pesa decisivamente sobre la Iglesia Católica: sobre sus responsables, sus teólogos, todos sus fieles, sea cual sea la vocación y la tarea que les haya sido encomendada.

Con mi afecto y bendición,

NOTAS
[1] -Juan Pablo II, Monición en la Hora Tertia del 11 de octubre de 2001.
[2] -Synodus Episcoporum. X Coetus Generalis Ordinarius, Episcopus Minister Evangelii Jesu Christi propter Spem Mundi, Nuntius. Cf. Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo millennio ineunte, 9.10,22-23.
[3] -Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et Spes 78.Cf. Frieden, Staatslexikon 3, 593-605.
[4] -Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et Spes 78.
[5] -Cf. A. Verdross, Völkerrecht, Wien 19645, 83-122.
[6] -Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et Spes 82.
[7] -Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et Spes 81.
[8] -Synodus Episcoporum, o.c. 27.29.
[9] -Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et Spes 85.
[10] -Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et Spes 83.
[11] -Cf. Die Tagespost, Nr 133 (6.XI.2001) 9.
[12] -Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis Humanae 1.
[13] -Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis Humanae 3.
[14] -Novo millennio ineunte 55.
[15] -Synodus Episcoporum, o.c. 26.28.
[16] -Synodus Episcoporum, o.c. 29.30.

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