El seglar testigo y apóstol de la fe en la sociedad actual.
Mis queridos hermanos y amigos:
Trasmitir la fe es tarea que incumbe a toda la Iglesia porque constituye el objetivo central, más aún, la esencia de su misión en el mundo. Para eso existe la Iglesia: para anunciar y dar a conocer a Jesucristo, Redentor del hombre, de modo que todos puedan llegar al conocimiento de la verdad y salvarse. El conocimiento salvador de Jesucristo es conocimiento vivo y para la vida. Se ha de transformar necesariamente en vida para desarrollar toda su virtualidad salvífica. Por ello la noticia del Evangelio cuando se recibe de verdad y en toda su verdad no sólo implica el asentimiento de la razón teórica, sino también el del corazón y de la voluntad libre, el de todo nuestro ser. El que cree en Jesucristo, se convierte a El con toda su vida; le conoce, pone en él su esperanza, le ama y le sigue por todos los senderos de la existencia; en una palabra: vive de El, con El y para El. De aquí que a la Fe siga en la Iglesia el Bautismo, los demás sacramentos de la iniciación cristiana y la vida en Cristo. «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt. 28, 11-20). Así daba comienzo la misión de la Iglesia: con el envío de los Doce a predicar y a santificar a toda la humanidad, sin frontera alguna.
La fe la recibe la Iglesia de la Palabra y de la Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo por obra y gracia del Espíritu Santo, mediante el ministerio apostólico; y la trasmite consiguientemente también a través del testimonio de todos sus hijos con sus palabras y con sus vidas ofrecidas al Señor y a los hermanos en comunión fiel con los Apóstoles. En este contexto e imperativo evangélico de la transmisión de la fe con obras y palabras, con el testimonio pleno de toda la vida individual y comunitaria, es donde hay que colocar la especial vocación y responsabilidad de los seglares de cara a la misión de la Iglesia. Sin ellos, sin su compromiso y comportamiento cristiano en las tareas de edificar «el mundo» según los designios de Dios, que lo ha creado y redimido por la Sangre de su Hijo Jesús, la predicación de la fe, los signos sacramentales y la vida interna de la comunidad eclesial perderían expresividad, luminosidad y fuerza de atracción personal. La predicación de la palabra empalidecería y no llegaría a los no creyentes. Especialmente en una sociedad como la nuestra, donde la cultura y la técnica de la comunicación social han apostado decididamente por la secularización sistemática de la vida pública y el alejamiento, cuando no expulsión, de todo aquello -símbolos, ejemplos de vida, acontecimientos…- que llamen la atención sobre la presencia y la verdad de Dios entre los hombres. El apostolado de los laicos, siempre imprescincible para el íntegro ejercicio de la misión de la Iglesia en el anuncio y la transmisión del Evangelio, se muestra, por tanto, de una singular e inaplazable urgencia para nuestro tiempo.
Es legítimo, por ello, hablar de «la hora de los laicos» en la vida de la Iglesia. La doctrina del Vaticano II y el Magisterio Pontificio, que culmina en la Exhortación Postsinodal de Juan Pablo II «Christifideles Laici» de 1987, ofrecen la base doctrinal y pastoral actualizada que justifica esta apelación a su responsabilidad apostólica y misionera. En nuestra Archidiócesis de Madrid hemos abierto un cauce extraordinario para su ejercicio a través del III Sínodo Diocesano. La participación de los seglares de toda condición y edad en los grupos sinodales de la fase preparatoria es nutridísima y ejemplar. Iniciativas nuevas han surgido, por otra parte, en el campo de la actuación de los católicos en la vida pública. La dirección y las metas están claramente marcadas. No podemos detenernos en el camino emprendido de los seglares comprometidos en la nueva evangelización. Necesitan el apoyo y acompañamiento espiritual y pastoral de los sacerdotes y de los consagrados, estimulante e ilusionado por ganar a los hombres de hoy en Madrid para Cristo y su Evangelio de la Vida. Nada más equivocado teológica y pastoralmente podría sucedernos que confundir «la hora de los seglares» con una hipótesis de acción y comunión eclesial que pensase y quisiera prescindir del ministerio apostólico de los Obispos y de sus necesarios colaboradores los presbíteros, y que desconociese el significado de existencial sostén espiritual que suponen los consagrados para la fecundidad apostólica de la vocación seglar. Los nuevos carismas que han inspirado las formas de consagración en medio del mundo, asumiendo las tareas profesionales y sociales del mismo, son todo un excelente «signo de los tiempos» a los que hay que prestar fina atención si queremos acertar en la recta interpretación de esa hora del seglar, de la que tan frecuentemente se oye hablar.
A María, Virgen y Madre, de Dios y de la Iglesia, Madre de los hombres, hay que mirar para comprender y llevar a la vida en las actuales circunstancias de la Iglesia y de la sociedad, tantas veces dramática la vocación del seglar, con auténtico espíritu evangélico. Mirémosla e invoquémosla con la plegaria confiada de los hijos.
Con todo afecto y mi bendición,