Mis queridos hermanos y amigos:
Al finalizar la hermosa celebración eucarística del pasado domingo en la Plaza de San Pedro, marco espléndido para la proclamación de cinco nuevos Beatos, entre los cuales se encontraban las españolas Dolores Rodríguez Sopeña y Juana María Condesa, vírgenes consagradas y apóstoles insignes de las familias y de las jóvenes obreras, el Santo Padre nos invitaba a impetrar de Dios el don de la Paz a la vez que mostraba su cercanía a las víctimas del conflicto bélico de Irak y a sus familiares, asegurándoles su plegaria y su sentida solidaridad y cercanía. La recomendación apremiante del rezo diario del Santo Rosario a la Santísima Virgen María, Reina de la Paz cerraba sus palabras. El pasado miércoles en la habitual audiencia general volvía a insistir en esta llamada, que sonaba como un eco dolorido de su urgente llamamiento del principio de esta Cuaresma del año 2003 a vivirla más que nunca, desde sus comienzos, el Miércoles de Ceniza, como camino de oración, ayuno, penitencia y amor misericordioso en favor de la paz. Porque, ciertamente, sin el amor de misericordia no habrá recuperación de la paz rota y quebrantada en Irak y en todos aquellos puntos del planeta donde la guerra está sembrando sufrimiento indecible y muerte. Sólo hay y habrá futuro para la paz del mundo si los corazones de los hombres y de los pueblos se abren sin reservas al amor misericordioso de Dios. El amor que nos ha sido revelado y regalado ya en Jesucristo. «Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él» (Jn 3,17).
Precisamente, el itinerario cuaresmal nos lleva hasta aquél momento culminante de la oblación de Jesús al Padre donde se consuma y triunfa ese don del amor misericordioso de Dios: su muerte en la Cruz y su Resurrección. Amor que reconcilia al hombre y al mundo. No habrá mejor contribución de los cristianos a la causa de la paz en esta hora de la historia tan llena de dolor y de lagrimas, y tan decisiva para el futuro de la familia humana, que la de ser testigos fieles y generosos con palabras y obras del amor misericordioso y reconciliador de Jesucristo, Crucificado y Resucitado por la salvación de todos los hombres, sin distinción de raza, credo y nación. Una demostración inmediata de esa solicitud compasiva y fraterna por los que sufren los terribles efectos de los bombardeos y de las operaciones militares en Irak, ha de ser la colaboración plena con la acción de «Cáritas Española» en el servicio de los damnificados, especialmente, de los más débiles e indefensos: los niños, los enfermos y ancianos; y, en general, de todo lo que emprenda para proteger a la población civil.
Un recuerdo de especial gratitud merecen todos aquellos hermanos nuestros que mantienen en Irak próximo y activo el testimonio de la caridad cristiana con los afectados por el horror de la guerra: la representación pontificia, que no ha abandonado Bagdag, los sacerdotes, religiosos y religiosas, y los seglares de las comunidades cristianas, volcados en la ayuda a sus conciudadanos. Un recuerdo que recogemos y apoyamos en nuestras plegarias fervientes a Dios, Padre de las Misericordias. Por ellos y por todos aquellos que o bien a través de «la Cruz Roja» o de otras organizaciones humanitarias están socorriendo con los bienes de primera necesidad a las poblaciones castigadas por la guerra, oremos fervientemente al Señor.
Estos sí son inequívocamente caminos e instrumentos auténticos de paz, de paz verdadera. Imprescindibles para lograrla. Sin ellos, los demás, no cuajarán en resultados prontos y duraderos de paz: los de la diplomacia, de la noble y leal acción política, del diálogo entre los pueblos y sus dirigentes en el contexto de las Naciones Unidas y del derecho internacional, etc., a los que, por otra parte, hay que recurrir siempre, y con inaplazable urgencia en situaciones de guerra como la que estamos viviendo estos días. Y, desde luego, no son instrumentos de paz, sino más bien factores inequívocos de la cultura del odio y de la guerra, los métodos del insulto, la injuria y la agresión a personas y bienes, empleados en manifestaciones públicas y en supuestas actuaciones en defensa de la paz. La paz es un bien humano, ético y espiritual de primer orden que no se consigue al precio de la lesión de los derechos fundamentales -individuales y civiles, sociales y políticos- de las personas y de los grupos que discrepan políticamente; y, mucho menos, a costa del bien común.
Puesta nuestra confianza en María, la Madre y Reina de la Paz, encomendándole con el rezo diario de su Santo Rosario el cuidado de todos sus hijos amenazados y castigados por la guerra, dejando que Ella nos guíe por las sendas de la conversión, sin cerrar o angostar las puertas del corazón y de las conciencias a la gracia redentora y salvadora de su Hijo, seremos verdaderos autores de la paz, PACIFICADORES, en esta hora y circunstancia tan grave de la historia y de la humanidad.
Con todo afecto y mi bendición,