«Dejad que los niños se acerquen a mi: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el Reino de los Cielos» (Mc. 10,16)
Mis queridos hermanos y amigos:
Acaba de comenzar el curso escolar, y entre las principales y más graves preocupaciones que acucian a las familias, a la sociedad y a la Iglesia se encuentra la de conseguir una buena educación para los niños y los jóvenes. El sistema escolar vigente asegura desde hace ya mucho tiempo la realización general del derecho a la educación en las edades en las que la persona se encuentra en la fase de maduración y pleno desarrollo físico, intelectual, moral y espiritual. La escolarización de los niños, adolescentes y jóvenes españoles y de los que viven actualmente en España es prácticamente total. El «gran deber» pues que se nos impone hoy a todos atañe, mucho antes que a los aspectos cuantitativos del problema, a todo lo que implica el valor cualitativo de la formación impartida. Nadie duda de ello en la actualidad. Lo que está verdaderamente en juego es la calidad de la enseñanza, sobre todo en sus primeros y segundos niveles, aquellos que garantizan después el adecuado acceso a la formación profesional y a los estudios superiores.
Es obvio: no vale cualquier tipo de enseñanza. La medida del valor de un sistema escolar estriba en su capacidad o no de procurar una educación integral de la persona del niño y del adolescente. «Una escuela» que se limitase, por ejemplo, a la pura transmisión de conocimientos básicos -no digamos, si se reducen al campo de las ciencias empíricas-, y al aprendizaje de técnicas y aptitudes puramente formales y profesionales, dejando a un lado la formación moral y espiritual de las personas, no educaría integralmente al hombre; antes bien lo dejaría inerme y desguarnecido frente a las grandes cuestiones y tareas de la vida y sin recursos para afrontar las exigencias más hondas e íntimas de lo que constituye su vocación de persona humana; con consecuencias dramáticas e irreparables para su destino y el de la propia sociedad. El daño sería inmenso.
El ámbito educativo que presupone «la escuela» no es, por tanto, separable de la familia y de las realidades e instituciones en las que se ofrecen y cultivan los valores del espíritu y de la religión. En concreto en España, por razones evidentes, de la Iglesia a la que pertenecen la gran mayoría de los ciudadanos, sin excluir naturalmente a ninguna de las entidades religiosas reconocidas en nuestro ordenamiento jurídico. Una escuela laica, única y pública como propugnan todavía hoy algunas voces que se dejan oír en el contexto del debate educativo de estos días -sorprendentemente después de las recientes y periclitadas experiencias históricas de los totalitarismos del siglo XX-, equivaldría a una negación de la esencia misma de un ideal educativo íntegramente humano, respetuoso y cuidadoso de la dignidad de la persona del educando y de su familia. Por consiguiente, si se tiene sincera voluntad de acertar con un planteamiento justo y pedagógicamente coherente del sistema educativo, habrán de conjugarse imprescindiblemente los derechos de los padres a elegir libremente la educación moral y religiosa de sus hijos, el derecho subsiguiente a la libertad de enseñanza y el derecho previo a la libertad religiosa. Tarea propia del Estado que habrá de asumir mirando tan sólo al bien común, y que ha de constituir la pieza básica de toda política educativa y cultural que quiera mostrarse como auténticamente social y abierta a un futuro verdadero de progreso. Este fue el camino seguido por la Constitución Española en 1978, y el que ha inspirado la regulación del derecho a la enseñanza de la religión y moral católicas y a la fundación de escuelas de la Iglesia en los Acuerdos firmados con la Santa Sede en 1979. Los mismos criterios han actuado también en la nueva fórmula de la enseñanza de la Religión y Moral Católicas establecida en la reciente Ley de Calidad de la Enseñanza.
La Iglesia y los padres católicos no reclaman ni privilegios ni seguridades unilaterales, y menos impuestas, por el poder político sino única y simplemente espacios para el ejercicio libre y solidario de sus responsabilidades educativas, indelegables e inalienables, al servicio de la formación integral de sus hijos y en función de propuestas educativas a favor de los que más necesitan una generosa y humanizadora aportación personal y pedagógica en su proceso formativo. Lo único que nos mueve y urge no es otra cosa que la caridad de Cristo y su amor por los más débiles de entre los débiles: los niños y los jóvenes en formación. De ahí que confiemos todos nuestros afanes en el campo tan decisivo de la educación al cuidado maternal de la Virgen María, Madre y Educadora finísima de El, el Salvador del hombre; el que dijo: «dejad que los niños se acerquen a mi: no se lo impidáis; de los que son que son como ellos es el Reino de Dios».
Con todo afecto y mi bendición,