La creemos y la esperamos
Mis queridos hermanos y amigos:
De uno de los más famosos filósofos del siglo XX ha salido una de las concepciones del hombre y de su destino final más desesperadas y sombrías que haya conocido la historia: la de ser “un ser para la muerte”. ¡Expresión elocuente de una de las corrientes más poderosas de la cultura de nuestro tiempo que el Santo Padre caracterizaría certeramente como “cultura de la muerte”! Entre un deseo de vida, a veces sentido y expresado desenfrenadamente y afirmado a costa de quien sea y de lo que sea, y el sentimiento de un fatalismo derrotista ante el poder de la muerte, se debaten desesperadamente muchos de nuestros contemporáneos. Una buena prueba de ello lo ofrecen, por un lado, la tendencias de la biomedicina que recurre sin escrúpulo alguno a la manipulación del ser humano en las fases más inermes de su existencia por las vías de las técnicas de la reproducción artificial, sin retroceder, si es preciso, ante su eliminación; y, por otro, esa plaga de las enfermedades depresivas que no conoce barreras de edad, estados de vida, profesiones y prestigios sociales.
En el trasfondo de esa actitud frente a la vida y la muerte, reducida a un ámbito puramente intramundano, desesperanzada y tan difundida actualmente, opera lo que el Concilio Vaticano II ha definido como “el enigma de la condición humana” que late en el interior de cada hombre. Merece la pena recordar el texto conciliar de la “Gaudium et Spes”: “Ante la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su culmen. El hombre no sólo es atormentado por el dolor y la progresiva disolución del cuerpo, sino también, y aún más, por el temor de la extinción perpetua. Juzga certeramente por instinto de su corazón cuando aborrece y rechaza la ruina total y la desaparición definitiva de su persona. La semilla de eternidad que lleva en si, al ser irreductible a la sola materia, se rebela contra la muerte” (GS, 18).
¿Quién puede sacar al hombre de este callejón oscuro de la muerte? ¿Y cómo se la vence en su raíz? Creyendo y esperando la vida eterna, creyendo y esperando en Jesucristo que da la vida eterna (Cf. Ecclesia in Europa, 21). No, no hay instrumental humano que sea capaz de asegurar una prolongación “sine die” de la existencia del hombre sobre la tierra, y, mucho menos, proporcionar una vida perdurable, una vida de frescura imperecedera. ¡No es lo mismo vida prorrogada sin límites de tiempo y vida perdurable! El tiempo y sus ritmos terminarán siempre por devorar la vida terrena. Es más, la temporalidad, la sujeción de la vida al tiempo, hacen imposible que esta pueda ser vivida en este mundo plena y verazmente. ¡La felicidad sin sombras ni ocasos no es de este mundo!
La fe cristiana ofrece la respuesta luminosa e íntegra al interrogante de la muerte en todas sus facetas: “Dios llamó y llama al hombre para que se adhiera a El con toda su naturaleza, en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina. Cristo resucitado a la vida ha conseguido esta victoria, liberando con su muerte al hombre de la muerte” (GS,18). La vida del Resucitado puede y debe ser ya nuestra vida: “Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo, fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos una vida nueva” (Ro. 6,3). El hombre tiene vocación intrínseca de eternidad. La ruptura con Dios por el pecado desde el principio le ha impedido e impide realizarla. La reconciliación con Dios por Jesucristo Crucificado y Resucitado le ha devuelto la posibilidad de recuperarla sobreabundantemente. El hombre que cree en El y se incorpora a El por la Palabra y los Sacramentos recibe la Gracia, la semilla de una vida nueva que fructificará para siempre en la eternidad de Dios: una vida que incluye una tal felicidad que “ni el ojo vio, ni el oído oyó lo que Dios tiene preparado para los que le aman”.
La fiesta de Todos los Santos nos permite asomarnos a ese horizonte de felicidad infinita de la que gozan ya todos los que en el curso de la peregrinación terrena, creyendo y esperando en Cristo, aprendieron a amar como Cristo nos amó: los pobres, los sufridos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por causa del Evangelio… Y la conmemoración de todos los fieles difuntos nos invita a afianzar nuestra esperanza de que todos ellos -por los que suplicamos al Señor- y nosotros –¡todos sus hijos!– seremos acogidos en su gloria después de nuestra muerte y un día, el día de su manifestación final en Gloria y Majestad, nuestros cuerpos resucitarán con El: “se transformarán en cuerpos gloriosos como el suyo”.
No es extraño que ante esta perspectiva de la vida eterna, anticipada, saboreada ya en la oscuridad de las noches de este mundo, presentida y participada en el misterio del amor pascual del Corazón de Cristo, Santa Teresa de Jesús pudiese exclamar: “Vivo sin vivir mí/ y tan alta vida espero/ que muero porque no muero”.
Pidámosle a Nuestra Señora de La Almudena, cuya fiesta celebramos el próximo Domingo con toda la solemnidad acostumbrada, Virgen Asumpta al cielo en cuerpo y alma, Madre del Salvador, que nos ayude a asimilar más y más el Evangelio de la Vida, fuente y fundamento de nuestra Esperanza, y que nos impulse a ser sus testigos, cada vez más convincentes, para nuestros hermanos, especialmente los más desesperados y afligidos.
Con todo afecto y mi bendición,