Mis queridos hermanos y amigos:
Afirmar que vivimos en el tiempo de la esperanza, puede parecer, a la vista del panorama que ofrecen la sociedad y el hombre contemporáneos, o el fruto ingenuo de una ilusión bienintencionada o el exponente engañoso de un vacío voluntarismo. Valdría quizá como “slogan” de una campaña electoral o como el reclamo de una promoción comercial. Pero poco más… El terrorismo internacional que amenaza la paz del mundo, el hambre que lo asola en muchas de sus regiones, los ataques sistemáticos al derecho a la vida y a la institución familiar, el clima depresivo que avanza en las sociedades más ricas y poderosas y otros múltiples factores que caracterizan la realidad social de nuestros días ¿permiten hablar de que vivimos en el tiempo de la esperanza?
La solemnidad de Jesucristo Rey del Universo que celebramos hoy no sólo hace posible y veraz esta afirmación sino que la desvela como una exigencia de la verdad más profunda que atraviesa ya el presente y determinará irreversiblemente el futuro de la humanidad. ¡Verdaderamente, Jesucristo, el Hijo de Dios vivo, “el muy amado” del “Dios todopoderoso y eterno”, reina y reinará para siempre, victoriosamente, en la vida del hombre y en medio de toda realidad creada! La esencia de ese definitivo acontecimiento salvador lo expresa con singular belleza el vidente del Apocalipsis: “Aquél que nos amó, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios su Padre” (Ap 1,6). La instauración de ese reino se hace visible y eficaz en la Iglesia y a través del ejercicio de su misión en el mundo, anunciando el Evangelio, celebrando los sacramentos de la santificación, viviendo el mandato del amor. En una palabra, siendo ella testigo de la verdad de Dios que ha creado y redimido al hombre mediante el Misterio pascual de su Hijo. El presente -nuestro presente- es ya el tiempo de la gracia, y el futuro lo será también, hasta que llegue el momento de su maduración definitiva en la Gloria.
El hombre puede desperdiciar y hasta querer neutralizar el don de la gracia y renegar del Espíritu de Amor que viene del Padre y del corazón del Hijo que se lo envían. Pero lo que ya no está en su mano, por muy intensamente que se entregue al poder del mal y “del príncipe de este mundo”, es impedir la instauración victoriosa del reino de la verdad y de la gracia en el interior de la humanidad a través de la Iglesia y mucho menos su triunfo final -¡“las fuerzas del infierno no prevalecerán contra ella”!, le prometió Jesús a Pedro en Cesárea de Filipo-. Se puede ya vencer el mal con el bien radicalmente y para siempre. Vivimos en el tiempo de la santidad posible, real y eficaz. Nuestro tiempo es el tiempo de los santos y no dejará de serlo jamás. Juan Pablo II ha dejado constancia de ello, a través de una admirable sensibilidad pastoral, al reconocerlos con nombres y apellidos, al declararlos como tales y a ofrecérnoslos como modelos e intercesores a todos los hijos de la Iglesia y a todo hombre de buena voluntad, en un número desconocido hasta ahora en la historia del Papado. Constituyen la prueba más irrefutable de que vivimos en el tiempo de la esperanza.
Por supuesto, y de forma muy especial, lo son para España. Sus mártires y santos del siglo XX se cuentan por millares. Sus huellas en el alma de los españoles y en sus mejores empresas humanas son imborrables. Recordemos los canonizados en la Plaza de Colón el último cuatro de mayo: San Pedro Poveda, San José María Rubio, Santa Genoveva Torres, Santa Angela de la Cruz, Santa María Maravillas de Jesús. Hacer memoria de ellos en este domingo final del Año litúrgico, tiene un especial valor. Pisar sus huellas, transitar por sus caminos, los que ellos siguieron en la Iglesia y en el mundo, constituye toda una garantía de poder gustar de la esperanza en la existencia personal de cada uno de nosotros y en la vida de la comunidad eclesial y de la comunidad ciudadana y, sobre todo, la seguridad de que así nos capacitaremos para experimentar interiormente y, luego, para anunciar a nuestros hermanos en Madrid y donde quiera que nos encontremos que el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo es el Evangelio de la Esperanza, la verdadera, la que no defrauda.
Para que alumbre con vigor la esperanza, digámosle a María, Nuestra Señora y Madre, con palabras de la plegaria de Juan Pablo II pidiendo por Europa:
“María, ¡danos a Jesús!
¡Haz que lo sigamos y amemos!
Él es la esperanza de la Iglesia
de Europa y de la humanidad.
Él vive con nosotros,
entre nosotros, en su Iglesia.
Contigo decimos
‘Ven, Señor Jesús’ (Ap 22, 206)
Que la esperanza de la gloria
infundida por Él en nuestros corazones
dé frutos de justicia y de paz”
(Eclesia in Europa 125)
Con todo afecto y mi bendición,