Mis queridos hermanos y amigos:
Anteayer cuando me encontraba visitando a los heridos de los hospitales de Madrid, en concreto en el vestíbulo del Hospital de la Princesa, sonaba el teléfono móvil con una llamada personal del Santo Padre para expresarme una vez más, después del telegrama de la mañana del jueves, sus sentimientos de padre que quiere estar cerca de las víctimas de los terribles atentados de Madrid y de sus familias, y para decirme que oraba mucho por nosotros y que era preciso seguir orando. Y, efectivamente, después de estos tres días de luto, después del dolor y sufrimiento inmensos, compartidos por tantas personas de bien de dentro y fuera de España, después de lo que hemos llorado, ha llegado la hora de la oración serena, confiada y esperanzada: la oración personal y la oración de toda la comunidad diocesana de Madrid. El comportamiento admirable, frecuentemente heroico, mostrado en gestos de solidaridad y de abnegación incondicionales por parte de tantos ciudadanos de Madrid nos anima y nos compromete a ello.
Debemos pedir, antes que nada, por los que han fallecido, víctimas de los feroces ataques terroristas en esa mañana madrileña del pasado jueves, que iniciaban confiadas las muchísimas personas de toda edad y condición que se disponían a comenzar la jornada habitual de estudio o de trabajo y que el odio de unos asesinos sin corazón truncaba trágicamente. Pedimos para que el Señor los haya acogido en la gloria y felicidad de su Reino y les haya contado entre aquellos de sus hijos que han completado con la oblación de sus vidas su Santísima Pasión para la salvación del mundo, especialmente de nuestra ciudad y de España.
Nuestras peticiones han de referirse luego a los heridos y a su pronto y total restablecimiento: para que sientan en medio de sus tribulaciones y sufrimientos el afecto cálido y cercano de los suyos y la presencia tierna de la Virgen María, como una invitación a ofrecer todo lo que están pasando, tan duro y doloroso, por su propia santificación y por la de todos los que le rodean, sabiéndose queridos y encomendados a Ella, la Madre del Salvador y Madre nuestra, “Salud de los enfermos” que no les defraudará. Y, por supuesto, hemos de orar con especial intensidad por los familiares de las víctimas. Necesitan ser confortadas con las ayudas nuestras, las de los hombres, que no les deben de faltar, y muy singularmente con las del aliento y gracia que vienen de Dios. Sólo así se sostendrá y acrecentará su esperanza.
En nuestras plegarias no podemos olvidar a todos los que han colaborado en la prestación de los primeros auxilios a los afectados por las explosiones y en la asistencia inmediata a los heridos y a los familiares de las víctimas: las fuerzas de seguridad del Estado, funcionarios, el personal sanitario, ejemplar en su dedicación y entrega profesional, humana y cristiana, los voluntarios de todo tipo y procedencia, los sacerdotes que acudieron a ofrecer a los muertos y heridos los cuidados del Buen Pastor para el alma y para el cuerpo, ciudadanos anónimos… tantos que han demostrado con actitudes muchas veces rayanas en el heroísmo que el amor es más fuerte que el odio y que la muerte. Pedimos que el Señor les muestre su rostro y les anime a seguir siendo testigos explícitos o implícitos de la Buena Noticia del Amor Misericordioso de Dios. ¿Podrán con su ejemplo abrir una rendija de humanidad y de arrepentimiento en el corazón desalmado de los terroristas y de sus inductores por donde pueda entrar esa fuerza misericordiosa de la gracia que los convierta y los mueva a la penitencia y al abandono incondicional de las acciones terroristas? Para Dios, que nos ha dado a su Hijo hasta entregarlo a una muerte y una muerte de Cruz, no hay nada imposible si se lo suplicamos con humilde y amorosa perseverancia.
Y, finalmente, debemos orar por Madrid y por España: que vuelva a encontrarse con sus raíces cristianas, a las que apelaba el Santo Padre con tanta vehemencia en su última Visita Apostólica a Madrid, en la mañana de las Canonizaciones. ¡Que la paz y la unidad solidaria de todos, y el bienestar espiritual y material para todos sus hijos ilumine el horizonte de su inmediato futuro y siempre! Pidamos de un modo especial por todos aquellos que han asumido la responsabilidad del bien común, por las más altas autoridades del Estado y sus colaboradores para que el Señor les conceda clarividente prudencia, fortaleza y espíritu de servicio en el noble empeño de superar y erradicar el terrorismo en España para siempre y de este modo asegurar la pacífica y libre convivencia entre todos los españoles.
¿En quien mejor podremos depositar nuestras plegarias que en María, la Madre de Dios y Madre nuestra? A Ella nos confió su Hijo, Jesucristo, al pie de la Cruz, a punto de ofrecer su vida por la redención del mundo. Ella no nos decepcionará: nos conducirá hasta ese instante glorioso en que el Crucificado, venciendo para siempre al pecado y a la muerte, resucitará. Esa victoria -su Victoria- nadie nos la podrá arrebatar. Permitidme concluir mis palabras de este domingo singular, doloridas aunque plenas de esperanza, con la oración de Juan Pablo II por los jóvenes de España en la Vigilia de “Cuatro Vientos”:
“¡Dios te salve, María, llena de gracia!
Hoy te pido por los jóvenes de España,
jóvenes llenos de sueños y esperanzas.
Ellos son los centinelas del mañana,
el pueblo de las bienaventuranzas;
son la esperanza viva de la Iglesia y del Papa.
Santa María, Madre de los jóvenes,
intercede para que sean testigos de Cristo Resucitado,
apóstoles humildes y valientes del tercer milenio,
heraldos generosos del Evangelio.
Santa María, Virgen Inmaculada,
reza con nosotros,
reza por nosotros. Amén.”
Que los jóvenes de España respondan así a la llamada del Papa en aquel atardecer inolvidable: “Responded a la violencia ciega y al odio inhumano con el poder fascinante del amor. Venced la enemistad con la fuerza del perdón. Mantenéos lejos de toda forma de nacionalismo exasperado, de racismo y de intolerancia. Testimoniad con vuestra vida que las ideas no se imponen, sino que se proponen”. Que imiten a los Santos de la Plaza de Colón que “donde no había amor, pusieron amor y sacaron amor” (San Juan de la Cruz. Carta 25).
Con todo afecto y mi bendición,