Homilía en la Misa Crismal

El perenne y siempre nuevo sentido de la Misa Crismal

Catedral de La Almudena, 6.IV.2004; 12’00 horas

(Is 61,1-3a.6a.8b-9; Sal 88; Ap 1,5-8; Lc 4,16-21)

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
Mis muy queridos sacerdotes:


Os reunís de nuevo con vuestro Obispo Diocesano y sus Obispos Auxiliares para la concelebración de la MISA CRISMAL: la más significativa de todo el año litúrgico, teológica y espiritualmente. Situada a la puerta misma de la celebración de la Misa Vespertina de la Cena del Señor y del Santo Triduo Pascual, abierta a la renovación de nuestras promesas sacerdotales y sirviendo de marco celebrativo a la bendición de los óleos de los catecúmenos y de los enfermos y a la consagración del crisma, nos rememora y aviva año tras año la conciencia de la inmensa riqueza del don del sacerdocio recibido, del compromiso de amor contraído con Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote y con los hermanos y de la eterna e inigualable novedad del ministerio y misión a la que servimos. Somos los ministros de la gracia del Espíritu Santo que Cristo ha enviado al mundo para su salvación desde la Cruz, triunfante y gloriosa. Por una unción singular que afecta a nuestro ser de hombres y de cristianos, configurándolo intrínsecamente con la cualidad de poder realizar “como representantes de Cristo el sacrificio eucarístico” y de ofrecerlo “a Dios en nombre de todo el pueblo” (LG 10), somos los instrumentos del amor misericordioso, de la gracia redentora y de la hora actual e irrevocable de la santidad. ¿No tendríamos que considerarnos, por ello, ministros de la esperanza, de la verdadera esperanza que la humanidad de nuestro tiempo anhela ansiosamente? Con toda certeza. Con la certeza que hoy vemos confirmada de nuevo mirando -como nos invita el Vidente del Apocalipsis- a Aquél “que viene en las nubes”, “el que es, el que era y el que viene”, “el Alfa y Omega”, “el Todopoderoso”, el “que nos amó” y “nos ha liberado de nuestros pecados por su sangre” y “nos ha convertido en un reino y hechos sacerdotes de Dios, su Padre”. Él es el que, por el Sacramento del orden que hemos recibido, nos constituye y compromete de forma específica e intransferible para ser los testigos y servidores del Evangelio de la Esperanza.

Ministros de la Esperanza

¡MINISTROS DE LA ESPERANZA para Madrid! Un Madrid teñido de la sangre de muchos de sus hijos, asesinados vilmente en los atentados del pasado 11 de marzo. El contraste vivido entre la experiencia del odio y del radical desprecio al hombre hermano que rezumaba la acción terrorista y el testimonio arriesgado y sacrificado de amor por parte de tantos ciudadanos puesto heroicamente al servicio de los afectados y heridos, ha desvelado una vez más la tremenda evidencia de esa colosal pugna, misteriosamente presente y operante en la historia humana, entre las fuerzas del mal, del pecado y de la muerte y las del bien, del amor divino y de la vida inmortal. La pugna tiene lugar en el teatro mismo del mundo y en el corazón del hombre hasta que el Señor vuelva en Gloria y Majestad. Su desenlace lo conocemos y sabemos por la Resurrección de Jesucristo, es decir: por el triunfo de su amor sacerdotal ofrecido en la Cruz y aceptado por el Padre. La victoria ya está asegurada. Madrid, todos los que han sufrido las consecuencias del terrible atentado del 11 de marzo, los que compartimos su dolor y sentimos en nuestras nucas la amenaza del terrorismo criminal, necesitamos oír, ver y sentir a nuestro lado a los testigos de esa victoria y de su esperanza: al sacerdote, a los sacerdotes de Jesucristo, fieles a su vocación, a su consagración y a su misión.

El sacerdocio – de la Eucaristía

El Santo Padre nos ha regalado este año una vez más una bellísima carta para la celebración del Jueves Santo. ¡Palabras entrañables y sumamente actuales las suyas que iluminan el camino de un renovado sacerdocio, visto y realizado como el ministerio del Evangelio de la Esperanza! El Papa nos invita a subir primero a “la sala grande” en el piso superior del Cenáculo (cfr. Lc 22.12). En esa estancia, preparada con mimo por los discípulos y amigos de Jesús, entramos al atardecer para iniciar el Triduo Pascual -así nos ve el Papa-. Es obligado y bello encontrarnos en el Cenáculo porque lo que afirmamos de toda la Iglesia cuando decimos que “vive de la Eucaristía”, debemos de proclamarlo con vigor y acento únicos de nuestro sacerdocio: “Tiene su origen, vive, actúa y da frutos ‘de Eucharistia’”. “No hay Eucaristía sin sacerdocio, como no existe sacerdocio sin Eucaristía” (Don y Misterio, Madrid 1996,95).

La más profunda verdad de nuestro sacerdocio, nunca reductible al aspecto funcional, se concentra, expresa y culmina en el momento en que el ministro ordenado “in persona Christi” consagra el pan y el vino, repitiendo los gestos y las palabras de Jesús en la Última Cena. De la vivencia fiel, amorosa y constante de esa verdad que conforma nuestro ser sacerdotal depende la frescura de nuestra ilusión espiritual y eclesial, el ardor de nuestra caridad pastoral y la entrega al servicio de los hermanos, los más necesitados de los bienes del alma y el cuerpo; y depende, por supuesto, nuestra entrega misionera, en una palabra: el que podamos y logremos ser los testigos de una renovada esperanza para los hombres de nuestro tiempo.

La verdad eucarística de nuestro sacerdocio comienza en el  Cenáculo cuando Jesús con el mandato a los Doce “haced esto en conmemoración mía” “puso el cuño eucarístico en su misión” y pensó ya en sus sucesores: “así, queridos hermanos sacerdotes  en el Cenáculo hemos sido en cierto modo llamados personalmente, uno a uno ‘con amor de hermano’-nos recuerda el Papa con emoción no disimulada-”. Allí estábamos todos: los sacerdotes de todos los tiempos; nosotros también. Ya sabemos por los relatos evangélicos qué sucedió con los Apóstoles, los discípulos más queridos, pocas horas después, cuando comienza la Pasión de Jesús: Judas le traiciona, Pedro -Kêfa- le niega tres veces antes de que cante el gallo en la madrugada más dramática de la historia, los demás -prácticamente todos, menos Juan- le abandonan, se esconden o huyen. Suma paradoja, la de su conducta. No querían caer en la cuenta de que se acercaba la hora en que iba a hacerse realidad cruenta lo que Jesús les había anticipado en el Cenáculo: la entrega de su Cuerpo y de su Sangre por la redención del mundo. El sacerdocio de Cristo, el sacerdocio eucarístico, cuesta la vida. Comporta una entrega y apuesta de amor infinito: del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo para la salvación del hombre, buscado y acogido con un amor de misericordia que por sí mismo ni nunca merecería, ni nunca podría esperar o soñar. ¿Estaremos dispuestos a vivir nuestro sacerdocio, participando con todo el peso de nuestra existencia personal en la ofrenda sacerdotal de Cristo, el Sumo y Eterno Sacerdote? No olvidemos que no dejará nunca jamás de presentársela al Padre como “sacrificio de suave olor”, como la oblación única del amor divino-humano que nos salva.  Merece la pena, queridos hermanos sacerdotes, reanudando de nuevo el camino perdido, arrepentidos como Pedro o avergonzados de nuestras cobardías como los demás Apóstoles, experimentar y saborear día a día con confiada y alegre perseverancia la sintonía de nuestro corazón de sacerdotes con el Corazón Sacerdotal por excelencia, el de Cristo. Merece la pena, es posible, es bello procurar y vivir sin desmayo esa íntima y plena identificación con Él en la comunión de la Iglesia animada por el Espíritu Santo; confiados a la Santísima Virgen, su Madre, la Madre de la Iglesia, nuestra Madre: “Madre del Amor Hermoso”.

El Amor de los Sacerdotes

Amor a Jesucristo, amor a la Eucaristía, amor a  nuestro sacerdocio y amor al hombre hermano van inseparablemente unidos. Esta unidad de consagración, ministerio y vida constituye la pieza clave para el programa de espiritualidad y renovación sacerdotal que precisamos cuarenta años después de la aprobación de los grandes documentos conciliares, de veinte años de la llamada de Juan Pablo II a la Nueva Evangelización y de un año de su reto, dirigido a los jóvenes de España en Cuatro Vientos para que se comprometan valientemente a dar la vida por Cristo -el que no defrauda- en el sacerdocio y en la vida consagrada. Cumpliéndolo, contribuiremos decisivamente a que esa esperanza que ha comenzado a alumbrar en Madrid con la convocatoria del III Sínodo Diocesano brille cada vez más luminosa en el corazón de la sociedad madrileña, en el de cada uno de nuestro hermanos y en el nuestro propio.

¡La luz de Cristo, el que subió a la Cruz cargado con nuestros pecados, resplandecerá de nuevo con radiante claridad en esta Pascua florida de un año tan doloroso, disipando incertidumbres y temores, oscuridades y tinieblas del alma, convirtiendo corazones y entusiasmándolos para una vida santa; transformando también a los nuestros, los corazones de sus sacerdotes de Madrid!

Iluminados por Él, lo podremos, queridos hermanos sacerdotes. Podremos ser los testigos de esa Esperanza, fundada en el Evangelio; testigos de la Pascua de Cristo, testigos de la esperanza pascual que genera y tanto necesitan y reclaman nuestros hermanos.

El triunfo es y será suyo, el de Cristo Resucitado, el de “Cristo ayer, hoy y siempre”.

La Iglesia necesita Sacerdotes, testigos del Evangelio de la esperanza

¿Quién lo duda? De ahí la importancia de la pastoral vocacional.

“No obstante, más que cualquier otra iniciativa vocacional -nos dice el Papa-, es indispensable nuestra fidelidad personal. En efecto, importa nuestra adhesión a Cristo, el amor que sentimos por la Eucaristía, el fervor con que la celebramos, la devoción con que la adoramos, el celo con que la dispensamos a los hermanos, especialmente a los enfermos. Jesús, Sumo Sacerdote, sigue invitando personalmente a obreros para su viña, pero ha querido necesitar de nuestra cooperación desde el principio. Los sacerdotes enamorados de la Eucaristía son capaces de comunicar a chicos y jóvenes el “asombro eucarístico” que he pretendido suscitar con la encíclica Ecclesia de Eucharistia (cf. n. 6). Precisamente son ellos quienes generalmente atraen de este modo a los jóvenes hacia el camino del sacerdocio, como podría demostrar elocuentemente la historia de nuestra propia vocación.”

Mis queridos hermanos, consagrados y fieles laicos, tenéis buenos motivos para, por un lado, dar gracias a Dios por el don de la Eucaristía y el Sacerdocio y, por otro, para rogar incesantemente para que no falten sacerdotes en la Iglesia. ¡Hacedlo así y, entonces, nunca nos faltarán los testigos y los testimonios vivos de la esperanza!

Amén.

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