Mis queridos hermanos y amigos:
La Semana Santa, que hoy da comienzo con la celebración del Domingo de Ramos, nos invita este año a alzar la mirada del alma a Jesucristo, muerto en la Cruz, con renovada intensidad y devoción, si cabe más honda y comprometida que en ocasiones anteriores. En la subida al Calvario con Jesús, y unidos a El, cargado con la Cruz, maltratado, injuriado y torturado hasta límites sobrehumanos después de la traición y el abandono de los suyos, tendremos de nuevo oportunidad para comprender y asumir el itinerario de nuestras vidas como una subida al monte del perdón, del amor misericordioso y de su victoria sobre el pecado y sobre la muerte. Llegados a la cima del Calvario, mirando a Cristo Crucificado, que encomienda su espíritu al Padre habiendo perdonado a sus verdugos y consumada su obra en la tierra, podremos aprender de nuevo cuánto vale la vida del hombre a los ojos de Dios -nuestra vida- y, sobre todo, cuánto y cómo nos ama, y cuánto y cómo podemos amar nosotros si nos dejamos perdonar y amar por El. Jesús desde lo alto de la Cruz encomienda a su discípulo amado Juan a su Madre, la Virgen María, que, a sus pies clavados en el madero, le mira y llora con su hermana, María la de Cleofás, y María, la Magdalena: “¡Ahí tienes a tu hijo!”, le dice. Pero, simultáneamente, le hace el mismo encargo a Juan: “¡Ahí tienes a tu Madre!”: Desde aquella hora Juan la tomó en su casa.
Confiados a María, cobijados en su seno materno, abriéndole con Juan las puertas de “nuestra casa” -las de la Iglesia, las de nuestras familias, las de nuestro propio corazón- podremos retomar en nuestra vida con fortalecido vigor el camino empinado del amor y de la gracia que repara, sana, transforma y, santifica, a nosotros mismos y a la entera familia humana, hasta llegar al momento pleno de la Gloria del Resucitado. La celebración de la Pascua de Resurrección desplegará ante nuestros ojos con refrescada e irrebatible evidencia que el Crucificado es ya definitivamente el RESUCITADO, el Victorioso sobre el pecado y sobre la muerte. Su victoria es plena e irreversible. “Lucharon vida y muerte/ en singular batalla/ y, muerto el que es la Vida,/ triunfante se levanta/, cantaremos en la secuencia de la Misa del Domingo de Pascua ¡Su victoria es nuestra victoria! ¡Renace la esperanza!
La batalla, a la que se hace referencia en la secuencia pascual, sigue y seguirá hasta el final de los tiempos. Los episodios de sufrimiento, de caídas, de dolor y de cruz, no faltarán. Pero la fuerza del amor crucificado y resucitado, la cercanía del que ha vencido ya por nosotros, el Señor Jesús, la proximidad constante de su Madre que se nos da y ofrece en la Iglesia, pueden mucho más que lo que le resta al demonio, al mundo y a la carne de poderío y de tiempo para imponer el pecado, el odio y la muerte a la humanidad. Ya nadie podrá impedir que los caminos del mundo y de la historia se pueblen cada vez más de “los seguidores del Cordero inmaculado”, de los Santos. Digámoslo de nuevo y proclamémoslo a toda la faz de la tierra: ¡Renace la esperanza!
Que la proclamación de la esperanza resuene especialmente vigorosa e ilusionada en España y en Madrid en la Semana Santa y Pascua de este año, frescas en nuestra memoria las víctimas del atentado del 11 de marzo, su dolor y sus lágrimas, y los testimonios de amor gratuito, de solidaridad, de súplica y de conversión de vida que se manifestaron aquellos días dramáticos con generosidad muchas veces heroica. Que sea una proclamación veraz, nacida de un propósito de giro hondo -incluso, en muchos aspectos, radical- en la orientación y en la realización de nuestra vida: la de la sociedad y la de cada uno de nosotros. No podemos seguir ignorando por más tiempo ni la ley, ni la gracia de Dios: luz y fuerza imprescindibles para conocer, desear y amar lo que se nos promete y está reservado en la meta, y para poder saborearlo ya en el camino, a saber: el amor infinito, sobreabundante de Dios que por el Espíritu llena la tierra.
Miremos a Cristo Crucificado y Glorificado, contemplémoslo con su Madre la Virgen María, y con sus mismos sentimientos, en los días santos que se avecinan, y comprobaremos cómo el amor misericordioso y el perdón han vencido ya, y definitivamente, al pecado; la vida a la muerte; la paz al odio y a la violencia homicida que desata. Acudiendo a Ella, la que invocamos en Madrid con tanto fervor y ternura como Nuestra Señora de La Almudena, nadie nos podrá impedir en la tierra que participemos en la vivencia y en la demostración de su triunfo y, un día, en su plena revelación en la Gloria.
Con todo afecto y mi bendición,