Ayer, hoy y siempre
Mis queridos hermanos y amigos:
¡Cristo ha resucitado! La noticia llega a todos los rincones de la tierra en este Domingo de Pascua. La Iglesia la anuncia, la celebra y la vive con todo el gozoso esplendor de su liturgia pascual; la Iglesia peregrina en este mundo, atormentado y atribulado por tantas causas, sobre todo por la certeza inexorable de la muerte que a todos nos espera. El anuncio de la Resurrección de Jesucristo, ocurrida hace poco menos de dos milenios, cuando se había cumplido el tiempo según los planes de Dios, rompía para siempre el anillo fatídico que parecía ahogar al hombre sin remedio y para siempre. El círculo de la muerte quedaba definitivamente roto en el tiempo y en la eternidad. Con “el paso” de Jesús por la Cruz, el sepulcro y el lugar de los muertos, se había producido la victoria definitiva sobre la muerte: “¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado y el pecado ha desplegado su fuerza con ocasión de la ley” (1Cor 15,55-56). La muerte fue derrotada desde el mismo momento en que Jesús, el Hijo de Dios vivo, hizo de su humanidad, de su sacratísimo Cuerpo y Sangre, una oblación de amor (¡oblación sacerdotal!) por nuestra salvación, cuando dio su vida por nosotros (cfr. 1Jn 3,16) en el árbol de la Cruz. Es decir, la muerte quedó vencida cuando quedó destruido radicalmente el pecado.
¡Cuánto nos cuesta a los hombres -sin excluir a los cristianos- reconocer que el origen y causa primera de la muerte es el pecado, la rebelión del hombre ingrato y soberbio contra Dios, perpetrada desde el principio de la historia humana! Resulta patético observar cómo se buscan mil y mil factores de explicación para el hecho fatídico de la muerte, punto final de la existencia del hombre sobre la tierra, en las capas superficiales de la realidad física y psíquica que le envuelve; y más patético aún las formas de querer superarla, intramundanamente, en una mezcla teórica y práctica de nihilismo desesperado y de ingenuo e iluso optimismo ante lo que significa para él la cuestión de las cuestiones. El Concilio Vaticano II describe muy bien la situación: “Ante la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su culmen. El hombre no sólo es atormentado por el dolor y la progresiva disolución del cuerpo, sino, también, y aún más, por el temor de la extinción perpetua… Todos los esfuerzos de la técnica, aunque muy útiles, no pueden calmar esta ansiedad del hombre: la prolongación de la longevidad biológica no puede satisfacer ese deseo de vida ulterior que ineluctablemente está arraigado en su corazón” (GS 16).
El hombre sólo se liberará de la muerte, primero de la muerte eterna y, al final de los tiempos en el día de la resurrección de los muertos, también de los efecto de la muerte temporal, si se presta a morir y a ser sepultado con Cristo en el Bautismo y, así, a resucitar con Él para una vida nueva en gracia y santidad. La victoria del hombre sobre la muerte se puede ya labrar en los surcos del mundo, en la vivencia diaria de la existencia humana, en sus contextos más íntimos y en los más públicos de la sociedad y de la cultura, creyendo y adhiriéndose firmemente a Jesucristo, “el Cordero sin mancha” y “Glorioso”, en lucha permanente y valerosa contra el pecado y las fuerzas del mal que lo inspiran y sostienen, dejando que la caridad, es decir, -el amor de Dios manifestado en su Misterio Pascual y presente sacramentalmente en su Iglesia por la gracia y dones del Espíritu Santo, singularmente en la Eucaristía-, llene nuestro corazón y vaya empapando progresivamente todo el tejido de las realidades temporales; buscando los bienes de allá arriba donde está Cristo, sentado a la derecha del Padre.
¡Eh aquí la oferta de Vida Nueva que Jesucristo Resucitado nos actualiza de nuevo en las presentes circunstancias marcadas tan cruelmente por el poder del pecado y de la muerte! Es la oferta de amor que todo lo transforma, de paz y bienaventuranza inmarcesible, la oferta del “Camino, la Verdad y la Vida”, para afrontar personalmente los retos del futuro en la Iglesia y en la sociedad y compartirlos juntos.
Hagámosla nuestra, -¡no hay otra que no sea engañosa!- como la hizo suya la Virgen María desde el momento de la Anunciación hasta la Cruz y la Resurrección, y con su mismo amor al Hijo Crucificado y muerto en su regazo; y entonces, se propagará más y más el testimonio del Evangelio de la Esperanza con frutos que saltan hasta la vida eterna: de justicia, de corazones limpios, de amor misericordioso y de paz, venceremos en su raíz a todos los intentos de nuevos “11-M”. Se percibirá y comprenderá con mayor claridad la razón de ser de nuestro Aleluya pascual, de nuestro gozo porque Jesucristo ha resucitado.
¡Cuán hondamente la hizo suya Santa Teresa de Jesús!:
“Veis aquí mi corazón,
yo le pongo en vuestra palma
mi cuerpo, mi vida y alma,
mis entrañas y aflicción;
dulce Esposo y redención,
pues por vuestra me ofrecí,
¿qué mandáis hacer de mí?”
Con los deseos de unas santas y felices pascuas, mi afecto y bendición,