El día en que actuó el Dios de Misericordia infinita
Mis queridos hermanos y amigos:
La palabra “misericordia” suena bien en el corazón de los humildes y produce rebeldía en el de los orgullosos. Es natural. Los sencillos de mente y de vida reconocen fácilmente sus debilidades y carencias, las físicas y las espirituales, especialmente sus defectos y pecados. Sienten, por tanto, la necesidad de ser comprendidos, perdonados y amados no por cualquiera, sino por Dios, el santo, el bueno, el compasivo, el Padre misericordioso. Ellos saben muy bien que todo lo que son, todo lo que poseen, su misma vida… viene de Otro. No se ruborizan al señalar a ese Otro, a Dios, como “el que viene de lo alto”. No se atormentan con elucubraciones intelectuales sobre la posible ingenuidad de la expresión. Los soberbios, en cambio, se consideran poderosos, autosuficientes, se sitúan más allá de las fronteras del bien o del mal. Sentirse pecadores les suena a complejo de inferioridad inadmisible y a debilidad cobarde. No se consideran deudores de nadie, buscan no amor -y menos amor de Dios-, sino adulación y sometimiento a sus deseos y proyectos de vida. Se autoestiman como una especia de “superhombres” que triunfan por su poder, su fuerza y su dominio despótico sobre los demás.
¿En cuál de estos dos tipos de hombre nos sentimos reflejados nosotros? ¿Y, luego, cuál de las dos concepciones de la vida subyacentes a esa doble tipología humana pesa hoy más en el ambiente general de nuestra sociedad?
Es una doble pregunta que nos obliga a hacer en este segundo Domingo de Pascua la conclusión de la celebración del gran día de la Resurrección del Señor, “el día en que actuó el Señor” como lo hemos venido cantando en toda la Liturgia de esta gozosa y alegre Octava Pascual. Porque ¿qué ha ocurrido aquel primer día de la semana en Jerusalén después de las dramáticas jornadas anteriores en que Jesús de Nazareth fue llevado después de una terrible Pasión a la Cruz del Gólgota para morir con aquellas últimas palabras transmitidas por los Evangelios: “consumatum est” -todo está consumado-? Pues que se había manifestado al mundo y derramado sobre toda la humanidad el caudal infinito de la Divina Misericordia, sin límites de tiempos y lugares, de razas y pueblos, de tradiciones religiosas y de culturas seculares. Sencillamente: había triunfado para siempre el Amor de Dios, Creador y Redentor del hombre, que a través de la oblación de su Hijo, expresión sacerdotal del amor infinito de su Divino Corazón, traspasado por la lanza del soldado en la Cruz, se compadeció del hombre pecador, sometido a la muerte y atenazado por la tentación del odio que puede matar no sólo el cuerpo sino el alma para toda la eternidad. Los DOCE, los Apóstoles del Señor Resucitado, fueron los primeros testigos y pregoneros de esa gran victoria de la misericordia divina y los que iban a ser enviados para ser los dispensadores de sus frutos hasta el final de los tiempos. Así se desprende del Evangelio de San Juan: al anochecer de aquel día, el primero de la Semana, entró Jesús en la casa, donde se encontraban reunidos con las puertas cerradas por miedo a los judíos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retengáis, les quedarán retenidos” (Jn 20,22-23).
Sí, hemos sido perdonados: de nuestro pecado de origen cuando, siendo niños, fuimos bautizados, y de todos nuestros pecados graves cometidos después, cuando de mayores hemos acudido al Sacramento de la penitencia. Él perdón de Dios Padre, que reconcilió consigo al mundo por la Muerte y Resurrección de su Hijo y por el envío del Espíritu Santo, se ofrece como el don del amor, de la vida y de la paz que ya no tiene fin a todo hombre que ha venido y viene a la tierra. ¡El camino de la verdadera Gloria ha quedado abierto para cada persona y para toda la familia humana! Ha quedado abierto para nosotros, los hijos de esta época, tan fascinados por el brillo engañoso del puro y duro poder y el fácil y efímero placer y tan hambrientos de verdadera felicidad, de experiencia auténtica de amor y de vida y, por ello, tan necesitados de esperanza. Es camino que sólo comprenden y transitan los humildes y sencillos de corazón. Los que por esa misericordia infinita hemos conocido y experimentado en la fe la verdad del Amor de Jesucristo Resucitado estamos llamados con una urgencia desconocida a ser testigos de esa efusión infinita de la Divina Misericordia, con obras y palabras, dentro y fuera de la comunidad eclesial. Nos lo pedía el Papa en “Cuatro Vientos” y en la Plaza de Colón va a hacer un año: “Queridos jóvenes -decía Juan Pablo II dirigiéndose a los jóvenes, pero con un mensaje válido para todos los cristianos de cualquier edad y condición-: ¡id con confianza al encuentro de Jesús! y, como los nuevos santos, ¡no tengáis miedo de hablar de ÉL! pues Cristo es la respuesta verdadera a todas las preguntas sobre el hombre y su destino”.
Formando parte de “la Escuela de María”, Reina y Madre de Misericordia, la Virgen Santísima, la humilde Doncella de Nazareth, la que nunca dudó de la Resurrección de su Divino Hijo, nos será posible, bello y apasionante ofrecer ese testimonio pascual de la Divina Misericordia que nuestro tiempo ansía y que los pobres y limpios de corazón acogen y reflejan con transparencia evangélica.
Con todo afecto y mi bendición,