Mis queridos hermanos y amigos:
El próximo sábado, día 1 de mayo, se acerca de nuevo la Fiesta del Trabajo, nacida en un momento histórico en el que un desarrollo nuevo de las técnicas de producción había introducido cambios sociales de enorme incidencia en la vida de los individuos y de las familias con efectos muchas veces negativos para poder vivir con dignidad su condición de personas y de hijos de Dios. Lo que pronto fue conocido como “revolución industrial” trajo consigo el modelo de la sociedad capitalista y el fenómeno sociológico de la clase obrera. Es bien conocida la historia de explotación y dolor que la ha acompañado desde el comienzo de ese proceso técnico, social, cultural y moral, tan complejo, en el siglo XIX. ¡Todo un reto para la conciencia cristiana de aquel entonces, interpelada por el primer y decisivo mandamiento de la Ley de Dios, llevado a la perfección de su cumplimiento por el Evangelio! ¿Ante un panorama inmenso de generalizadas injusticias sociales, cómo poder hablar con un mínimum de sinceridad y autenticidad cristiana de que se estaba dispuesto a amar a nuestro prójimo como Cristo nos amó? Porque esa fórmula de amor y no otra es la versión del primer y fundamental precepto de la Ley de Dios tal como vige para el hombre después de la Pascua de Cristo, y a la que el cristiano se debe por coherencia elemental con lo recibido y profesado en su Bautismo. El Magisterio de la Iglesia, desde León XIII en la última década del siglo XIX hasta las constantes enseñanzas de Juan Pablo II al iniciarse el siglo XXI, no ha dejado de proclamar el derecho universal al trabajo de forma que queden suficiente y dignamente atendidas las necesidades del trabajador y de su familia: las materiales y las espirituales. Es más, la doctrina social que inspira el Magisterio Pontificio contemporáneo se pronunciará cada vez con mayor claridad sobre el valor trascendente del trabajo. La persona necesita trabajar no sólo para obtener su sustento y el de los suyos, sino también para posibilitar el desarrollo de su propia personalidad: de su ser y condición de hombre, imagen y semejanza de Dios, llamado a la filiación divina.
La evolución tecnológica de los procesos productivos ha continuado en las últimas décadas con ritmos que se nos antojan cada vez más vertiginosos. Los efectos sobre el mundo laboral y la sociedad son igualmente de una desconocida profundidad. El bien integral de la persona humana y de la familia continua en juego. Pero también la Pascua del Señor Resucitado sigue abriéndonos el horizonte de luz y de vida nueva para el futuro definitivo de la historia humana -futuro de Gloria- y para su presente en la peregrinación por este mundo. Estamos capacitados por el amor de Cristo Crucificado y Resucitado por nuestra salvación para amar al hombre como hermano hasta el punto de estar dispuesto a dar la vida por él; unidos al que nos amó hasta la muerte y una muerte de Cruz. Amor paciente, valeroso, desinteresado, que incluye las exigencias de la justicia social y las desborda por la vía del compromiso de una solidaridad personal y social, ejercida y practicada en todos los ámbitos de la vida personal y familiar y en el ancho campo de la vida pública.
La llamada sociedad de la información y de la globalización, que es la nuestra, nos enfrenta a algunos muy graves problemas que gravitan pesadamente sobre las perspectivas sociales, culturales y políticas de un inmediato futuro en el que pueda seguir granando un orden justo y solidario del actual mundo laboral, contemplado, sobre todo, a la luz de lo que Juan Pablo II ha llamado el Evangelio del Trabajo. En primer lugar, es preciso mencionar el fenómeno del paro o desempleo endémico. La escasez de puestos de trabajo, dignos en su configuración técnica, económica y humana, no acaba de desaparecer. Luego, está la dificultad de conciliación positiva de la ocupación laboral y de las responsabilidades y la vida de la familia, tan decisiva para que se encuentre en condiciones de abrirse al don de los nuevos niños y a las exigencias de su buena educación. Problemas que afectan especialmente a la mujer, a los jóvenes y a los inmigrantes. Y ¡no lo olvidemos! están en juego el bienestar y la paz del momento presente y, además, el de las generaciones futuras. En una palabra, corre grave peligro la solidaridad intergeneracional.
Los retos están pues a la vista. Nuestras posibilidades y responsabilidades también. ¿Cómo nos vamos a arredrar si poseemos ya la certeza del don del Espíritu Santo que se nos actualiza una vez más en este tiempo pascual que estamos celebrando? De nuevo alumbra la esperanza. Con la oración del Santo Rosario, a la que nos invita la Madre del Hijo del Carpintero, la Virgen Santísima de Nazareth, María, nuestra Madre, andemos el camino de una nueva civilización para el mundo del trabajo: la civilización del amor. Hagamos nuestra la llamada que el Santo Padre dirigía a los jóvenes de España va a hacer un año en el aeródromo de Cuatro Vientos para “asumir el compromiso de la nueva evangelización, a la que han sido convocados todos los hijos de la Iglesia. “Es una tarea de todos -nos decía el Papa-. En ella los laicos tienen un papel protagonista, especialmente los matrimonios y las familias cristianas”. ¡Viviendo la experiencia del amor de Dios e irradiando la fraternidad evangélica, podremos ser los testigos de un mundo mejor, auténticos hombres y mujeres pacíficos y pacificadores!
Con todo mi afecto y mi bendición,