“Edificad sobre roca”
Mis queridos hermanos y amigos:
Concluido el tiempo litúrgico de la Pascua con la celebración del Misterio de Pentecostés, la Iglesia eleva los ojos del alma en el siguiente Domingo de la Santísima Trinidad -hoy- a Aquel que es “la fonte que mana y corre aunque es de noche” -que cantaría tan sublimemente San Juan de la Cruz-, al Misterio de Dios mismo, Uno y Trino, que se nos ha revelado en Jesucristo y por Jesucristo con el envío del Espíritu Santo en toda su insondable hondura: hondura de verdad, de vida, y de amor, inagotable e infinito, ¡de belleza sin ocaso! “Su origen no lo sé -insistiría el Maestro de la mejor mística cristiana en la historia moderna de la Iglesia- pues no lo tiene, más sé que todo origen de ella viene, aunque es de noche”. En el espesor de nuestra finitud y pequeñez humana, aunque tantas veces ignorada y camuflada por nuestras pretensiones e ilusiones de autosuficiencia a la hora de conformar nuestras vidas omnímodamente, o lo que es lo mismo, encubierta por nuestra soberbia, tenemos que constatar y aceptar con sinceridad que en nuestra existencia personal y en la historia de la humanidad, cuando nos apartamos de Dios, “es de noche”. Cuando el hombre de una determinada época o de una concreta cultura se aleja de su acción y obra salvadora, de la verdad y el amor misericordiosos que nos ha manifestado y donado en el Misterio de Jesucristo, se producen las incertidumbres, la confusión, la desesperanza…: se hace la oscuridad, “es de noche”.
Vivimos un momento crucial en la historia de Europa, en la que está plenamente inserta España. Se busca un futuro nuevo, alejado definitivamente de las luchas fraticidas del pasado -¡dos grandes guerras, las más terribles de las historia de la humanidad, la asolaron en el siglo XX, que acaba de fenecer!-, en el que florezcan el respeto a la dignidad inviolable de la persona humana, la solidaridad generosa, la extraordinaria riqueza cultural y espiritual compartida entre todos los pueblos que la forman desde hace más de un milenio, sin fronteras inútiles; abiertas a los más necesitados de dentro y de fuera; y en el que se acreciente y prospere todo aquello que hizo su presencia en el mundo, grande y benéfica, como diría tan bellamente Juan Pablo II en su discurso en la Catedral de Santiago de Compostela de aquel involvidable acto europeísta del 9 de noviembre de 1982, que ponía un colofón intensamente emotivo y esperanzador a aquella su primera visita apostólica a España, larga e inolvidable. ¿Lo conseguiremos? ¿Conseguiremos ese futuro de amor y de paz para la nueva Europa? ¡Ciertamente!, pero con una condición insoslayable: si volvemos a “la fuente” de donde manan las aguas limpias de la verdad sobre Dios creador y redentor del hombre, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que iluminó los orígenes de la gran empresa europea desde sus inicios, que la acompañó en sus más gozosos y dolorosos avatares históricos y que ha inspirado todas sus grandes creaciones culturales y humanas, incluso, implicitamente, aquellas que han querido plantearse de espaldas a la herencia cristiana. “El paisaje europeo” -el paisaje espíritual y el físico, el interior y exterior de Europa- es “paisaje cristiano”. Ningún europeo de buenas entrañas estaría hoy dispuesto a aceptar para el futuro de la nueva Europa naciente un principio rector de su vida en común que no fuese el de un sólido y verdadero humanismo ¿Puede acaso formularse y prácticarse de verdad un humanismo, como el que ha ido madurando en Europa a lo largo de los siglos, olvidando e ignorando las raíces cristianas del alma europea? Sinceramente hay que afirmar que no.
El Papa ha convocado a los católicos de Europa, hace poco más de un año, a través de su Exhortación Postsinodal “Iglesia en Europa”, a empeñarse en la construcción de “una Europa del Espíritu”, reclamando una y otra vez que se haga mención de sus raíces cristianas en el proemio de la carta constitucional que está a punto de darse la Unión Europea ante la inminente fase de su consolidación política, después de su ampliación a 25 Estados miembros. Nos ha señalado para ello un camino: el del anuncio, la celebración y el servicio del Evangelio de la Esperanza. Un camino que comienza en la oración contemplativa y concluye en “la misión”, llevadas a cabo en todos los espacios geográficos, sociales y culturales, en primer lugar, en los de la propia Europa, y, luego, en los del mundo entero. En la vida y oración contemplativa de tantas comunidades monásticas y conventuales, esparcidas por España y por todos los países de Europa, en el compromiso de tantos misioneros sacerdotes, consagrados y laicos por la nueva evangelización dentro y fuera de Europa; en las familias cristianas, generosas en el amor y en el don de las nuevas vidas de sus hijos; en el testimonio cristiano de tantos seglares europeos, empeñados en el campo de las responsabilidades públicas, noble, valiente y abierto a la colaboración en el servicio del bien común… se abre el horizonte de la esperanza para el futuro de Europa, de la esperanza que grana en el amor paciente, misericordioso, sencillo y humilde, que se da y no retiene; de la esperanza que no defrauda. Alentados por esa esperanza es posible edificar a Europa “sobre la roca” firme e inconmovible de la verdad del hombre, imagen de Dios Creador, “hombre nuevo”, llamado por el Hijo Eterno del Padre a ser hijo por adopción con Cristo en la gracia del Espíritu Santo.
Al amor maternal de Nuestra Señora de La Almudena, venerada y amada por todos los pueblos de Europa desde sus orígenes históricos bajo múltiples y riquísimas advocaciones, aparecida en Lourdes y Fátima en momentos bien difíciles de la historia contemporánea europea, y a los Santos Patronos de Europa, venidos todos ellos de la experiencia contemplativa del Misterio de Cristo -San Benito, Santos Cirilo y Metodio, Santa Catalina de Siena, Santa Brígida de Suecia, peregrina de Santiago, Santa Teresa Benedicta de la Cruz, insigne discípula e hija de la Santa de Avila-, encomendamos a Europa y a España, renovando nuestra confesión de fe en el verdadero Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, alabando con el mayor júbilo del alma “la gloria de la eterna Trinidad” y adorando “su Unidad todopoderosa”.
Con todo afecto y mi bendición,