«Somos Iglesia: enviamos misioneros»
Solemnidad de la Santísima Trinidad
Mis queridos diocesanos:
El Misterio de la Santísima Trinidad –la Iglesia lo celebra solemnemente este año en el primer domingo del mes de junio–, siendo el primero y fuente de todos los demás Misterios de la Divina Revelación, ofrece el mejor de los marcos para hacer coincidir, una vez más, en el mismo día, la Jornada que nuestra Iglesia particular de Madrid dedica anualmente al recuerdo de los más de 1.600 misioneros y misioneras que de ella –de entre nosotros– han salido para otras tierras, lejanas según la geografía, pero sin duda muy cercanas en nuestro corazón.
Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, Dios que es Amor infinito y misericordioso, ha llevado a cabo su obra salvadora desde el Misterio de su Unidad todopoderosa, y, por ello, radicalmente “misionera”, fuente y raíz de todas las que llevan este nombre, en su pleno significado de “envío” para llevar la Salvación al mundo entero. El Amor, que une estrechamente hasta el punto de hacer al amante y al amado una sola cosa, es por su propia esencia difusivo de Sí mismo, hasta abrazar a todos y a todo para su salvación.
La Divina Revelación, ya en las páginas que corresponden a la Antigua Alianza, se hace eco del impulso misericordioso de Dios: “¡Yahvé, Yahvé! Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su Amor por mil generaciones” (Ex 34,6-7). Es a instancias de este Amor misericordioso como el Padre “envía” a su Hijo Único a realizar en el mundo la obra de la Salvación. Será San Pablo quien, de forma explícita, nos hable de este envío o “misión”: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la condición de hijos” (Gal 4,4-5). Pero la obra de la salvación aún no estaba cumplida hasta que viniera el que es “enviado” por el Padre y el Hijo: el Espíritu Santo. El mismo San Pablo a Él se refiere a renglón seguido: “Y, como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!” (v.6). Así comienza la vida de la Iglesia peregrinante que, en consecuencia, y en palabras bien conocidas del Concilio Vaticano II, “es misionera por su naturaleza, pues toma su origen de la misión del Hijo y del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre” (AG, 2).
El Papa Juan Pablo II expone admirablemente todo esto en su encíclica misionera por excelencia: “La misión de la Iglesia, al igual que la de Jesús, es obra de Dios o, como dice a menudo San Lucas, obra del Espíritu. Después de la Resurrección y Ascensión de Jesús, los apóstoles viven una profunda experiencia que los transforma: Pentecostés. La venida del Espíritu Santo los convierte en ‘testigos’ o ‘profetas’ (cf. Hch 1,8; 2,17-18), infundiéndoles una serena audacia que les impulsa a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima. El Espíritu les da la capacidad de testimoniar a Jesús con ‘toda libertad’” (RM, 24). Quienes se encuentran con Cristo, no pueden callarlo: aquí está, justamente, la esencia misma del ser cristiano y, por ende, de la misión.
Hemos, pues, de resaltar este carácter misionero de la Iglesia, que se ha de hacer presente y actuante en cada una de las Iglesias particulares. El Santo Padre lo explicita claramente: “Cada Iglesia (particular), incluso la formada por neoconvertidos, es misionera por naturaleza, es evangelizada y evangelizadora, y la fe siempre debe ser presentada como un don de Dios para vivirlo en comunidad (familias, parroquias, asociaciones) y para irradiarlo fuera, sea con el testimonio de vida, sea con la palabra. La acción evangelizadora de la comunidad cristiana, primero en su propio territorio y luego en otras partes, como participación en la misión universal, es el signo más claro de madurez en la fe” (Ib., 49b). Y es preciso, a la vez, destacar con Juan Pablo II que esta dimensión misionera ha de tener como distintivo esencial, a imagen del Dios Uno y Trino, la comunión eclesial: “Toda Iglesia particular debe abrirse generosamente a las necesidades de las demás. La colaboración entre las Iglesias, por medio de una reciprocidad real que las prepare a dar y a recibir, es también fuente de enriquecimiento para todas y abarca varios sectores de la vida eclesial” (Ib., 64).
En el lema de esta Jornada de los misioneros diocesanos queda bien explícito cómo misión y comunión son radicalmente inseparables en la Iglesia: la segunda parte, “enviamos misioneros”, no es ya una consecuencia, sino más bien una explicitación de la primera, “somos Iglesia”. Al decir “enviamos”, en primera persona del plural, queda claro que quien envía es la Iglesia, cuya esencia, a imagen del Misterio trinitario, es comunitaria –no olvidemos que el término griego “eclesía” significa “asamblea”–. Quien propiamente efectúa el “envío” es el obispo que preside la comunidad eclesial, pero ésta, por su propia condición, no se queda al margen, ¡todo lo contrario! Se siente solidaria con el envío; mantiene contacto con los enviados; ruega por ellos en su oración; y los apoya y ayuda en sus necesidades materiales. Ante la Jornada dedicada a nuestros misioneros, os pido de corazón: ¡sed generosos!
En este “Día de los misioneros diocesanos”, que se une en fecha y contenido a la Jornada “pro orantibus” –los consagrados en la vida contemplativa que entrega su vida a favor de la misión de la Iglesia–, pedimos a nuestra Madre y Patrona, Santa María la Real de la Almudena, que presente nuestra oración ante el “Dueño de la mies” para que, mediante su Espíritu, suscite vocaciones al sacerdocio, a la vida consagrada y, de modo particular, a la misión universal, “hasta los confines de la tierra”, especialmente entre los jóvenes. De este modo, nuestra comunidad diocesana se une estrechamente a la llamada apremiante del Papa Juan Pablo II, en el inolvidable encuentro de Cuatro Vientos el año pasado, a seguir a Jesucristo entregándole la vida entera.
Con mi afecto y bendición para todos,