Homilía en la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

“Corpus Christi”: Fiesta para la proclamación de la verdad salvadora de la Eucaristía

Pza. de Oriente, 13.VI.2004; 19’30 horas

(Gn 14,18-20; Sal 109; 1Co 11,23-26; Lc 9,11b-17)

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

¡Solemnidad del Corpus Christi! ¡Día para la veneración pública del Santísimo Sacramento de la Eucaristía en la Iglesia, extendida por todo el Orbe! En la Eucaristía, “el supremo don de Cristo a la Iglesia” (Ecc. Eur. 25), se contiene todo el bien de la Iglesia: Cristo mismo, que actualiza su sacrificio por nosotros y nos asegura que un día nos sentaremos con Él en el Banquete de su Reino. En la Eucaristía se hace presente al hombre y al mundo el don de la salvación definitiva: la oblación del Cuerpo y la Sangre del Hijo de Dios, oblación de amor infinito al Padre para el perdón de los pecados y para la efusión personal del Espíritu Santo, el Espíritu de amor que transforma, renueva y santifica la faz de la tierra.

No puede extrañar que la Iglesia haya ido descubriendo a lo largo de los siglos, cada vez con más hondura espiritual, la necesidad de recordar e instar a los fieles el valor sumo e insustituible que ese sacramento eminentemente pascual encierra para la vida de los cristianos -el Concilio Vaticano II la definirá como “fuente y cima de toda la vida cristiana” (LG 11)- y para el testimonio de su fe, pleno, efectivo y evangelizador en medio del mundo. Y, por tanto, que instituyese un día litúrgico en que este Misterio de la Eucaristía, “que encierra en síntesis el núcleo del Misterio de la Iglesia” (Ec. Eucaristía, 1), fuese proclamado, adorado y celebrado en los campos y en las ciudades, en sus calles y plazas, con todo el esplendor propio del culto solemne del que la Liturgia es capaz.

Urge esta proclamación en la Iglesia y para la Iglesia en el año 2004

¿Cómo iba a ocultarse la Iglesia a sí misma y a sus fieles la presencia de su Señor y Salvador, su Cabeza y Esposo, Jesucristo, significada y realizada substancialmente en el Santísimo Sacramento del Altar? ¡Si es el don y el dato sacramental por excelencia que preside y acompaña toda su existencia y peregrinación en este mundo; más aún, si se trata del signo eficaz de que la ofrenda sacerdotal de Cristo en la Cruz se renueva y actualiza constantemente en su seno por el ministerio de los Obispos y de los Presbíteros! ¿Es que se puede pasar de largo ante aquella acción y acto, instituido por el Señor, Memorial de su Pasión hasta que él vuelva, que da sentido último, fecundidad sobrenatural y santificadora a toda su actividad pastoral y a la experiencia completa de la vida cristiana y de la fase última de la historia de la salvación?

Por ello, hoy como ayer, en este “Corpus” del año 2004, un año después de la Encíclica de Juan Pablo II “Ecclesia de Eucaristía” -“La Iglesia vive de la Eucaristía”-, recién publicada la Instrucción prometida y anunciada en la misma para su aplicación -“Redemptionis Sacramentum”- y convocado el próximo Sínodo de los Obispos con el tema de la Eucaristía, la Comunidad Eclesial, en cualquiera de las zonas geográficas del planeta donde está implantada, ha de tomarse muy en serio “la tradición que procede del Señor”, transmitida por San Pablo a los Corintios y a los creyentes de todos los tiempos: la de la última cena en la noche en la que iban a entregar a Jesús, en la que revoluciona la Acción de Gracias a Dios en unos términos de absoluta superación de cualquier uso religioso de su tiempo, muy especialmente los de la Pascua de su pueblo. Escuchémosle a Pablo: Jesús “tomó un pan… lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía”. Y “lo mismo hizo con el cáliz después de cenar, diciendo: Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía”. La tradición apostólica de la Eucaristía ha de empapar la proclamación y la enseñanza de la fe, la forma de vivir la dimensión interior y orante de la misma, el cultivo y educación de lo que es el nervio de la existencia cristiana, experimentada personal y comunitariamente; es decir, la vivencia jugosa de la esperanza y de la caridad sobrenaturales.

¡No, no se puede rebajar o acomodar en lo más mínimo el significado real de las palabras de Jesús y su verdad intrínseca! En el Sacrificio Eucarístico tiene lugar una transformación substancial del pan y del vino en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo y una actualización renovada de su ofrenda en la Cruz, aceptada eternamente por el Padre. Al participar en ese sacrificio, se proclama “la muerte del Señor hasta que vuelva”.

No es tiempo de más vacilaciones teológicas y pastorales en torno al misterio de la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía y de su carácter de sacrificio y oblación sacerdotal, ni de interpretaciones vaciadoras del mismo, sino más bien de su profundización interior. El Misterio adorable de la Eucaristía, el Sacramento del “Amor de los Amores”, ha de ser cuidado en su celebración con toda delicadeza interior y exterior, guardándolo y venerándolo en el Sagrario con piedad creciente, adentrándose en él con la ofrenda permanente de todo lo que el cristiano es y tiene como imagen e hijo de Dios: como hombre y como bautizado. ¡Es tiempo de re-crear nuestra oración personal y comunitaria eucarísticamente! Lo es, sobre todo, para nuestra Archidiócesis de Madrid que quiere, con la ayuda valiosísima de su III Sínodo Diocesano, encontrar un camino auténticamente espiritual para su conversión y renovación en Jesucristo; el único que la permitirá cumplir fielmente con su primordial misión de ser instrumento y testigo del Evangelio de la Esperanza entre sus gentes, que tanto la anhelan y ansían.

Urge manifestar y testimoniar la verdad eucarística en nuestra sociedad

Y, mucho menos, puede ocultar la Iglesia el tesoro de salvación y de nueva humanidad que posee en el Sacramento de la Eucaristía a los hombres de su tiempo: hoy, a nosotros, a la sociedad y al pueblo de Madrid. Sería imperdonable, precisamente en unas circunstancias históricas en las que el paso de las fuerzas del odio y de la muerte por nuestra ciudad ha sido de tan densas y trágicas consecuencias y tan terriblemente visible y palpable el pasado 11 de marzo. Nos urge mostrar y testimoniar con palabras, celebración litúrgica y obras de amor misericordioso cómo en el Sacramento de la Eucaristía “Dios está aquí” de un modo universal y público y a la vez extraordinariamente íntimo y personal; como “el paso” de su Hijo por esta tierra e historia del hombre haciéndose hombre y asumiendo nuestra suerte hasta la muerte y una muerte de Cruz por nosotros y nuestra salvación -“paso” de amor infinitamente misericordioso ¡la nueva y eterna Pascua!- sigue presente y operante a través de su Iglesia en el corazón de las personas y en el destino de la humanidad. Cristo no se ha retirado, ni huido del lugar del hombre: de su espacio y tiempo en el mundo. La bendición de aquel sacerdote misterioso del Dios altísimo, Melquisedec, sobre Abran, nacida de la entraña de los designios de liberación, de vida y de paz que Yahvé cobijaba para el futuro del hombre, ha quedado asegurada y cumplida sobreabundantemente por los bienes de comunión material y espiritual que contiene la Eucaristía, por el sumo y eterno Sacerdocio de Jesucristo: sacerdote, víctima y altar para toda la eternidad.

Ya es posible y realizable que los hombres, “juntos con Cristo”, construyan una sociedad distinta, una nueva humanidad, tejida visible e invisiblemente con los hilos irrompibles del amor divino. No es utopía, proyecto o programa irrealizable históricamente afirmar y proponerse en la práctica de la vida cristiana una forma de civilización que pueda ser calificada de verdad como “la civilización del amor”.

Por la piedad eucarística ser constructores de “la civilización del amor” en España y en Europa

El “Corpus” de este año, tan doloroso para Madrid y para tantos otros pueblos y regiones de la tierra -recordemos a Palestina, a Oriente Medio, y, muy especialmente e intensivamente, a África-, al llevar el Santísimo Sacramento por sus calles, más céntricas y evocadoras de su larga historia cristiana, nos coloca ante la exigencia valiente de ser sus constructores en esta España y Europa que se abren a una etapa decisiva de su futuro histórico. De los católicos va a depender en una importantísima medida ese futuro: de la calidad y autenticidad cristiana de su amor, vivido en el matrimonio fiel y fecundo, abierto sin cortapisas egoístas al don generosos de los hijos, mostrado y practicado en la familia unida a través de las generaciones; de su amor cuidadoso del respeto al derecho a la vida de toda persona, sobre todo, de las más indefensas desde y en los primeros momentos de su concepción y gestación hasta los últimos de la enfermedad y la longevidad irreversibles; de su amor solidario con todos los más necesitados del cuerpo y del alma, vengan de donde vinieren; de su amor comprometido con la edificación cultural, moral, jurídica y política de una sociedad promotora de la dignidad de la persona humana, de la familia, de la justicia social y de la solidaridad, en la que se busque y prime el bien común. ¡Está en juego el destino de España y de Europa en los próximos años; de que “estén o caigan” ante los desafíos de todo orden que les esperan!

Del pan y del vino eucarísticos -del Cuerpo y de la Sangre sacrificados de Cristo por amor a nosotros- se podrán alimentar de nuevo y sin agotamiento alguno la multitud hambrienta y cansada de nuestro tiempo, que intuye en lo más recóndito y, por ello, en lo más auténtico de la conciencia de dónde le puede venir luz y verdad para la existencia, tan cargada de incertidumbres, y en dónde puede hallar reposo y respuesta el deseo inagotable de esperanza verdadera que la anime y le levante el corazón.

Confiar a María los frutos espirituales del “Corpus-2004”

A la Virgen de La Almudena, nuestra Madre y Patrona, confiamos los frutos de esta celebración del Corpus para la vida cristiana y para la renovación evangélica de la presencia y testimonio de los católicos madrileños en la vida pública de cara al próximo curso pastoral tan prieto de tareas y de promesas. Los retos son grandes, hacia dentro y hacia fuera de la comunidad diocesana; pero el amor y la cercanía maternal de María son mucho mayor. ¡Quiera Ella acompañarnos con la tierna solicitud que nos ha mostrado -y demostrado-, muy singularmente en los sucesos tan recientes de nuestra actualidad civil y religiosa -entreverada de sufrimientos terribles y de testimonios de amor admirables, de tristezas doloridas y de consuelos compartidos-, de forma tal que entre nosotros, en Madrid, “alumbre de nuevo la esperanza”. ¡Que la Asamblea Sinodal que se avecina signifique y alce un hito decisivo en ese camino de la esperanza cristiana que la Iglesia en Madrid quiere ofrecer y recorrer gozosa y generosamente con todos los madrileños!

¡Qué bien suena en este atardecer del “Corpus madrileño” de este año la invitación del viejo y cristiano poeta, expresada en el himno del Congreso Eucarístico Internacional de Barcelona, hace poco más de medio siglo!:

“De rodillas, Señor, ante el sagrario,
que guarda cuanto queda de amor y de unidad,
venimos con las flores de un deseo
para que nos las cambies en frutos de verdad
Cristo en todas las almas, y en el mundo la paz
Cristo en todas las almas, y en el mundo la paz”

Amén.

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