“Ora et labora”
Mis queridos hermanos y amigos:
Con este Domingo, el decimoquinto del Tiempo Ordinario, coincide este año la Festividad de San Benito, Patrono de Europa. ¡Una de las figuras más señeras de su historia! San Benito de Nursia iniciaría en momentos decisivos para el nacimiento de los nuevos pueblos que irían configurando la realidad espiritual, cultural y social de Europa, una forma de seguimiento de Cristo, tan impregnada de Dios y tan próxima al hombre, que fascinaría y comprometería a la mejor juventud de su tiempo para inéditos compromisos de renovación de la Iglesia y de la sociedad. La inmensa “familia de sus monjes y monjas”, que va a extenderse por todos los puntos cardinales de la geografía europea en la segunda mitad del primer milenio de nuestra era, se convertirá en el factor más fecundo de evangelización y civilización de aquel Occidente Cristiano, donde se comenzaba a sembrar la semilla de un mundo nuevo en el que la dignidad del hombre y la búsqueda de su verdadera salvación constituirían sus criterios y valores más fundamentales. “Ora et labora” -ora, reza… y trabaja- es la fórmula genial de la regla benedictina de vida en la que se condensa esa nueva y fecunda vía de la existencia en Cristo, conformada y practicada en su Iglesia a través de las comunidades monásticas benedictinas, que no ha perdido ni un ápice de actualidad desde el siglo fundacional -el s. VI- hasta nuestros días. ¿No constituye también hoy el problema central de la sociedad europea -en la que hay que incluir expresamente a la española- la recta valoración del hombre y de lo que significa su verdadero bien a la luz de la verdad de Dios que nos ha creado y salvado por medio de su Hijo Jesucristo en la fuerza y amor del Espíritu Santo?
El maestro de la ley, del que se nos habla este domingo en el Evangelio de San Lucas, plantea a Jesús una pregunta en la que late la cuestión central para el hombre y su destino y que no deja nunca de inquietar su corazón: “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”. Jesús le contesta remitiéndole a la Ley que su interlocutor conocía muy bien. “¿Qué lees en ella?”, le dice Jesús. La respuesta del experto no se hace esperar: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo”. “Bien dicho -corrobora Jesús-. Haz esto y tendrás la vida”. El maestro de la ley antigua insistirá, para justificarse, en preguntar a Jesús quién es “su prójimo”. Con la parábola del buen samaritano recibirá la nueva y definitiva explicación de hasta qué límites de desprendimiento y de generosidad respecto al hombre conduce el amor de Dios cuando se le entiende y vive evangélicamente, siguiendo e imitando a Jesús, el verdadero y definitivo Maestro de la Ley, que se hace nueva y profundamente renovadora con Él y su predicación del Reino de Dios. Al caminante que bajaba de Jerusalén a Jericó, atacado y malherido por los ladrones, le atiende y cuida primorosamente el aparentemente menos obligado a hacerlo, el samaritano que pasa por el camino y se compadece de él; no así, el sacerdote y el levita, los supuestamente buenos conocedores y fieles cumplidores de la Ley, que pasan de largo. A la reiterada pregunta de Jesús -“¿cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?”- no le quedó a su dialéctico oponente más salida que la de reconocer: “El que practicó la misericordia con él” (cfr. Lc 10, 26-36). A la luz del Evangelio del Reino de Dios, que anuncia y trae Jesús a la humanidad, el valor del hombre -del prójimo- no se mide por el baremo del amor y estima de sí mismo, sino por el modo como Dios le ama, por la estima y regla del Dios que le ama con entrañas de misericordia infinita. Jesús nos mostrará ese amor divino en toda su fuerza salvadora, subiendo a la Cruz y dando la vida por nosotros. Él y su Evangelio de la llegada definitiva del Reino de Dios no sólo significarían la purificación y superación sobreabundante de lo que lo israelitas creían, esperaban y practicaban según la vieja Ley de Moisés, sino su radical transformación, y que incluía una verdadera revolución espiritual de toda la humanidad en sus concepciones del hombre y de Dios y en sus esperanzas más hondas de salvación.
San Benito entra a fondo con su experiencia personal en el conocimiento y cumplimiento del don y del programa de vida que significa esta Ley Nueva del Evangelio de Jesucristo y con la dedicación de toda su vida la transmite y comunica a sus comunidades monacales y, a través de ellas, a toda la Iglesia y, por ella y con ella, al mundo de su tiempo: a la Europa que nacía. ¡“Ora”, ama a Dios que te ha amado y te ama inmerecidamente con infinita misericordia a pesar de tus ofensas y rupturas! Y, sin solución de continuidad, ¡“labora”, ama al prójimo, a tu hombre hermano, sin cálculos egoístas, misericordiosamente, reflejando en tus obras y en tu quehacer diario de la vida familiar, de la profesional, social, cultural y política, el amor del Padre común que está en los Cielos!
Europa nació a la historia comprendiendo al hombre y buscando su bien bajo la inspiración del Evangelio del amor misericordioso de Dios y de su gracia, junto con la aplicación “nueva” de su Ley. Para Europa y España, en esta coyuntura histórica de comienzos del tercer milenio, afanosa en la edificación de un nuevo modelo de unidad, de cooperación y de paz, sólo habrá verdadero futuro si se recobra la vigencia del “ora et labora” benedictinos en la vida de las personas y de las familias y en su respeto y acogida por parte de la sociedad.
A Santa María de Europa, la Virgen Inmaculada, honrada en Madrid bajo la advocación de Nuestra Señora de La Almudena, le confiamos nuestra súplica: ¡que los jóvenes de Europa descubran en el Camino de Santiago, en su peregrinación de comienzos del próximo agosto, el valor inestimable y la fascinante belleza del Evangelio a la luz de esa regla de vida cristiana, tan europea y tan fecunda, que han concebido y encarnado San Benito, sus hijos e hijas a lo largo de quince siglos de historia de la Iglesia!
Con todo afecto y mi bendición,