El reto de la Europa cristiana: su vigencia y sus exigencias para los jóvenes católicos
Monte del Gozo. Santiago de Compostela, 8 de agosto de 2004; 10’00 horas
(Hch 4,33; 5,12.27-33; 12,2; Sal 66, 2-3.5.7-8; Cor 4,7-15; Mt. 20,20-28)
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
Mis queridos jóvenes:
Desde distintos puntos de la geografía europea habéis peregrinado a Santiago de Compostela invitados por la Conferencia Episcopal Española y el Arzobispo de esta Ciudad donde reposan los restos de ese Apóstol que fue el primero que “bebió el cáliz del Señor” -¡dio su sangre por Él!-. El lema que os hemos propuesto para vuestra peregrinación emana una indudable fascinación. ¿Qué joven europeo sensible para las necesidades más hondas de sus contemporáneos y amigos, no se siente alentado -¡cogido!- por la llamada a ser testigo de Cristo para que en Europa, ¡en una nueva Europa unida fraternalmente!, vuelva a renacer la esperanza? Los Obispos Españoles sabíamos muy bien que podíamos contar incondicionalmente con vuestros amigos y hermanos, los jóvenes católicos de España, para esta bella empresa de una nueva cita europea en el viejo y venerable “Camino de Santiago” con motivo del primer Año Santo del Tercer Milenio que el Santo Padre nos invitó a afrontar “remando mar adentro” sin desmayos y cansancios, mirando y contemplando el rostro de Cristo, el Señor y Salvador por excelencia. Llamó a sus discípulos amigos -”desde ahora os llamo amigos, porque os he dado a conocer todo lo que he oído a mi Padre” (cfr. Jo 15,15)- y así los sigue llamando hasta hoy. Así nos llama a nosotros. Estábamos seguros además de la comprensión positiva y activa de nuestros hermanos en el Episcopado de toda Europa y, sobre todo, del apoyo espiritual y pastoral del propio Santo Padre Juan Pablo II, el más insigne peregrino que conoció Santiago de Compostela nunca. En dos ocasiones memorables e inolvidables se postró ante el Sepulcro del Apóstol Santiago, el que España venera como su Patrono y primer evangelizador y el que todos los pueblos hermanos de Europa reconocen como Guía insigne de su peregrinación cristiana a lo largo de los siglos en que ella se formó como continente homogéneo cultural y espiritualmente. La primera vez clausuraba su primera visita apostólica a las diócesis de España con un acto europeísta en la Catedral y Santuario del Apóstol, pleno de clarividencia y aliento profético al divisar en su horizonte inmediato las grandes cuestiones morales y espirituales que condicionarían el proceso de unidad europea y su futuro. Era preciso no olvidar que “sin alma” el proyecto europeo tendría fecha ineludible de caducidad. Sus palabras no han perdido la más mínima actualidad dos décadas después. Suenan con la misma frescura, incluso, con mayor urgencia histórica y como un reto inaplazable para vosotros, jóvenes peregrinos europeos de Santiago del Año Santo del 2004: “Yo -exclamaba el PAPA- Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia Universal, desde Santiago te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor. Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes. Reconstruye tu identidad espiritual en un clima de pleno respeto a las otras religiones y a las genuinas libertades”.
¿Y cómo responder a la llamada vibrante -¡un verdadero desafío humano y divino a la vez!- de Juan Pablo II? ¿Cómo conseguir el giro espiritual y cristiano de la Europa de nuestros días? ¿Cómo lograr que sea capaz de recuperar el dinamismo interior y exterior de sus mejores siglos, de lo mejor de sí misma? La respuesta se la ofrecía el propio Juan Pablo II, de forma implícita, a la juventud europea en la IV Jornada Mundial de la Juventud, los días 19 y 20 de agosto de 1989, en Santiago de Compostela, al ponerse al frente como un peregrino más, “peregrino de todos los caminos del mundo”, romero tras las huellas de Cristo, de “una inmensa riada juvenil nacida en las fuentes de todos los países de la tierra”, para anunciarles y mostrarles con su palabra y con su ejemplo de padre, pastor y amigo excepcional que “Jesucristo es el Camino, la Verdad y la Vida”; y para decirles directa y provocadoramente, ¡sin rodeos!, como le gusta oírlo a los jóvenes: “¡No tengáis miedo a ser santos! Esta es la libertad con la que Cristo nos ha liberado (cfr. Ga 5,1)”.
Queridos jóvenes, peregrinos de Europa, venidos del centro, del norte y del sur, del este y del oeste del continente europeo a Santiago, Meta de la peregrinación cristiana de todos vuestros pueblos y patrias en esos siglos del segundo milenio, en que Europa nace y se configura peregrinando: ¡ese sigue siendo nuestro y vuestro reto al asumir y edificar nuestro futuro común en esta nueva y decisiva etapa de su historia que acabamos de estrenar en el pasado mes de mayo con la ampliación de la Unión Europea y la aprobación del proyecto de norma fundamental para la ordenación jurídica de su convivencia y desarrollo, cuando a sus hombres de gobierno les cuesta tanto reconocer la evidencia histórica y existencial de las raíces cristianas que han inspirado y alimentado su génesis y devenir humano, cultural y religioso -¡su alma!- desde el principio hasta hoy mismo.
Un reto personal y colectivo: el renovado encuentro con Cristo y su Evangelio
Se trata, en primer lugar de un reto personal: ¿Cristo es para mí, para mis proyectos de futuro, para la configuración íntima y compartida, de mi vocación y de mi existencia y para mis aspiraciones profesionales “el camino, la verdad y la vida”? ¿Es que se puede pretender edificar un orden social y crear un clima cultural, rico en humanidad y en solidaridad, al estilo de una “civilización del amor” por otros caminos y orientándose por otras verdades y ofertas de vida que no sean las de Cristo, que no sean Cristo mismo? ¿Se puede hablar, reflejar y transpirar esperanza auténtica, sin falsos espejismos y engañosas ilusiones al margen de Él o acaso contra Él?
Mis queridos jóvenes, los peregrinos de Santiago se encuentran siempre al llegar a la Meta el Sepulcro del Apóstol, es decir, con la memoria de los momentos iniciales y fontales de aquella historia nueva y única en la que unos hombres sorprendentes iniciaron una campaña de comunicación inédita por su estilo y por su contenido. Doce hombres, de humilde y sencilla extracción social, discípulos de Jesús de Nazaret, llamados Apóstoles, presididos y guiados por Pedro, primero anunciaron en Jerusalén y, luego, en todo el mundo conocido de su tiempo, públicamente, jugándose la vida, que Jesús de Nazaret, el Señor Jesús, como ellos le llamaban, a quien habían matado los jefes de su pueblo colgándolo de un madero, había resucitado. La diestra de Dios lo había exaltado, haciéndolo Salvador, para otorgarle a Israel y, a todos los hombres, la conversión por el perdón de los pecados. Desde los primeros pasos de su misión en la Ciudad Santa no sintieron miedo a pesar de las conminaciones apremiantes y amenazadoras para que se callasen por parte de los que se creían aludidos: las autoridades religiosas y políticas de su propio pueblo: ¡era preciso obedecer a Dios antes que a los hombres! Santiago sería el primero que pagaría con su sangre el precio del testimonio apostólico. Herodes lo hizo pasar a cuchillo.
La pregunta ante el relato de esos hechos se nos hace inevitable: ¿cuál es el secreto de esa opción límite, mantenida con total fidelidad y con una fortaleza desconocida por Santiago en los primeros años del nacimiento de la Iglesia en Jerusalén y, luego, muy pronto, por Pedro y los demás Apóstoles en Roma y en todos los lugares del Imperio a los que llegaron en misión sobrehumana, sin parangón alguno en la historia comparada de pueblos, religiones y culturas, con la proclamación de la misma noticia, necia para los griegos y escandalosa para los judíos, de la “Buena Nueva” de Jesucristo Muerto y Resucitado? Porque ninguno de ellos dudó o vaciló en asumir el Martirio para corroborar con la entrega de la vida la verdad de sus palabras.
San Pablo, el otro gran Apóstol apasionado de Cristo, que se siente vasija de barro, humanamente inerme ante los acosos de los enemigos del Evangelio, nos da la clave: “Creí por eso hable, también nosotros creemos y por eso hablamos”. Los Apóstoles no sólo vieron, sino que, y sobre todo, creyeron en Jesucristo con toda la fuerza de su ser y todas las fibras de su corazón, conmovidos por lo que habían visto y oído. Convertidos y abiertos a la gracia de Dios y a la fuerza del Espíritu Santo conocieron a Cristo en toda su verdad y la profesaron sin rubor con un gozo de inmensidad inexplicable: la verdad del Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado por nosotros y por nuestra salvación. Lo conocieron y amaron. Se dejaron transformar por Él. Su vida cambió radicalmente de signo: se convirtieron en sus testigos ante los hombres, a los que convocan y reúnen de acuerdo con el mandato y misión que reciben del mismo Jesucristo para formar la Iglesia, una comunidad singular no asimilable a las realidades sociales de este mundo, donde se anuncie su Palabra, se celebren los Sacramentos de su Presencia y acción salvadora, se viva el mandamiento nuevo del amor. Se forma así un nuevo Pueblo, el definitivo Pueblo de Dios en el que “servir es reinar”, semilla y raíz de toda acción y promoción fecunda de justicia y de solidaridad en todos los ámbitos de la vida humana.
El Secreto de Santiago y de su peregrinación: el seguimiento y el amor de Jesucristo
Ese es el secreto: el seguimiento y el amor de Cristo. El secreto que se nos revela una vez más en Santiago a los que peregrinamos hasta su sepulcro. El que se os ha revelado a vosotros, queridos jóvenes, a lo largo del Camino, sobre todo, aquí en su final compostelano. Si habéis visto y contemplado a Jesús en el interior de vuestro corazón y en la experiencia de Iglesia vivida en la peregrinación, y habéis vuelto a decirle el sí pleno y jugoso de la fe, a ofrecerle el amor de vuestro corazón, a veces inseguro y débil, pero generoso en la intención y en el propósito, a confesarle cara a cara en el Sacramento de la Penitencia lo que habéis fallado y pecado, confiándoos a su amor más grande, lleno de misericordia y de ternura para con vosotros, entonces habéis llegado a la Meta de vuestra peregrinación, habéis conseguido el mejor trofeo que puede obtenerse en Santiago de Compostela: la gracia de la conversión, una fe renovada, el entusiasmo y la alegría por haber descubierto el amor de Dios que vence al pecado y al mundo y supera la tentación de sucumbir a los intereses y placeres egoístas en vuestras relaciones personales, en el matrimonio, en la familia, en el cuidado del derecho a la vida de los más inermes e indefensos, en la ordenación del mundo profesional y del trabajo; la vocación aclarada en función del valor supremo al que hay que aspirar y realizar en la peregrinación de este mundo, la santidad. Sólo los convertidos al ideal pleno de la vida cristiana encuentran su vocación específica dentro de la Iglesia -la de esposos cristianos, la de sacerdotes y de consagrados-. Sólo ellos, en todo caso, pueden ser testigos de esperanza para Europa. ¡Vosotros, queridos jóvenes peregrinos de la PEJ’04 podéis serlo, debéis serlo, lo seréis ya! La comunión del Cuerpo y de la Sangre de Cristo es el momento para esa plena identificación con el Señor que apresta y alienta a los testigos de Jesucristo.
Cuando nos disponemos ya para el próximo encuentro mundial de los jóvenes con el Santo Padre en agosto del próximo año en la Ciudad de Colonia, los jóvenes europeos, peregrinos de Santiago, quieren confesar hoy ante la Iglesia y la sociedad europea que van a comprometerse a fondo con el anuncio, la celebración y el servicio del Evangelio de Jesucristo para que en Europa vuelva a renacer y florecer la verdadera esperanza.
¡María, Nuestra Señora y Madre, que nos ha cuidado primorosamente en “el Camino” y nos ha traído hasta la Meta del encuentro sincero y pleno con su Hijo, nos acompañe siempre y proteja en las próximas y futuras encrucijadas de nuestras vidas!
A Ella, a quien proclamamos ¡“Vida, Dulzura y Esperanza Nuestra”! os confiamos.
Amén.