Carta Pastoral ante la celebración de la Asamblea Sinodal

Levantad los ojos. Alumbra la esperanza

M a d r i d , S e p t i e m b r e 2 0 0 4

Í N D I C E

Introducción 5

I. La Asamblea Sinodal 9

1. Una asamblea convocada en el nombre del Señor 9
2. Situarse ante la presencia del Señor 10
3. La renovación de la alianza 11

II. Principales objetivos de nuestro
Sínodo Diocesano 13

1. Renovarse en la fe para contagiarla 14
2. Servir la esperanza de los pobres según Dios 15
3. Crecer en el amor y servicio 17

III. El espíritu sinodal.
Notas para una espiritualidad 21

1. Caminar juntos en la fe 21
2. Acoger y celebrar las maravillas de Dios 22
3. Actitud de discernimiento 23
4. Reflexión y propuestas de acción 24 5. Caminar juntos en la acción de gracias 25

IV. Indicaciones sobre el desarrollo
de la Asamblea Sinodal 27

1. Composición 27
2. Modo de trabajo 29
3. Las conclusiones 30

V. El Sínodo, compromiso de toda la
Iglesia diocesana 33

Conclusión 35

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

Ha concluido la fase preparatoria del Tercer Sínodo Diocesano y nos disponemos a celebrar la Asamblea Sinodal. Es un momento oportuno para dar gracias al Señor, avivar la esperanza e intensificar la súplica.

La cosecha es prometedora. El Señor nos dice de nuevo: Levantad los ojos y contemplad los campos, que están ya maduros para la siega (Jn 4, 36). Más de 28000 personas, integradas en unos 2500 grupos, han orado, analizado la realidad pastoral de nuestra diócesis a la luz de la Palabra de Dios y formulado sugerencias y propuestas para la celebración de la Asamblea Sinodal. La alabanza y acción de gracias brota espontánea en el corazón de todos. Con María proclamamos la grandeza del Señor, pues miró nuestra pequeñez y con su Espíritu fecundó la entrega de cuantos acogieron la invitación a caminar juntos.

Con los frutos de la etapa preparatoria, una gozosa esperanza se alumbró en personas y grupos. Juntos hemos admirado cómo el Padre anima, en personas y comunidades, el deseo de conocer, amar, seguir y anunciar a su Hijo en una sociedad tan compleja como la nuestra. La petición de los grupos sinodales, para que se cuide y fomente una formación adecuada de la fe, es masiva.

Buena prueba de que la gracia de nuestro Señor Jesucristo ha alcanzado a los grupos sinodales es la de su reiterada petición de que se promuevan escuelas de oración. ¡Forma espléndida de expresar su determinación a caminar desde Cristo! El Papa, al recordar que el camino pastoral de la Iglesia del Tercer milenio ha de ser el de la santidad, se pregunta: ¿No es acaso un ‘signo de los tiempos’ el que hoy, a pesar de los vastos procesos de secularización, se detecte una difusa exigencia de espiritualidad, que en gran parte se manifiesta precisamente en una renovada necesidad de orar? Y, más adelante, concluye: Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas ‘escuelas de oración’, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en la petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el ‘arrebato del corazón’. Pero se equivocarían quienes buscasen en la oración un refugio ante las dificultades de la sociedad actual. La plegaria auténtica, lejos de dar la espalda al mundo, fecunda desde dentro el compromiso en su favor. Por ello añade Juan Pablo II: Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparta del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace construir la historia según el designio de Dios1 .

Hemos constatado también que el Espíritu alienta entre nosotros un profundo anhelo de comunión. Los grupos, en la mayoría de los casos, hicieron una experiencia interesante de diálogo y búsqueda en común de la voluntad de Dios. Descubrieron, con mayor claridad, la urgencia de cultivar y desarrollar el don de la comunión para que el mundo crea. La comunión es y seguirá siendo el fundamento de la misión y el principio de la fecundidad apostólica. Los miembros de los grupos sinodales se apropiaron la verdad, belleza y exigencia de la oración de Jesús: Padre Santo, no sólo por ellos pido, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado (Jn 17, 20-21).

Os invito, pues, a levantar los ojos para ver la prometedora cosecha y dar gracias a la Santísima Trinidad por su presencia activa entre nosotros. Avivemos la gozosa esperanza. El Maestro garantiza: El segador ya está recibiendo el salario y recoge el grano para la vida eterna; y así se alegran lo mismo sembrador y segador (Jn 4, 36). Intensifiquemos la oración para que seamos diligentes en recoger los frutos de la viña del Señor. Es la hora de adentrarnos en las numerosas aportaciones de los grupos sinodales para examinarlo todo y quedarse con lo bueno, dóciles al Espíritu de la verdad. Es trabajo delicado que exigirá que la Asamblea Sinodal esté sostenida por la intensa oración del pueblo de Dios que peregrina en Madrid.

Cierto, las dificultades existen en nuestra diócesis -¡somos pecadores!- y los grupos las han constatado e indicado con realismo y espíritu de conversión; pero la fe vislumbra, en medio de ellas, los signo e indicios de la sobreabundancia de la gracia de Dios: Donde creció el pecado, más desbordante fue la gracia (Rom 5, 20). La esperanza cristiana se enraíza en la gracia desbordante de nuestro Dios que nos ha redimido por la muerte y resurrección de su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo. Con alegría acogemos la palabra apostólica: Permaneced cimentados y estables en la fe, e inamovibles en la esperanza del Evangelio que escuchasteis. Es el mismo que se proclama en la creación entera bajo el cielo (Col 1, 23). La fe alumbra la esperanza en nosotros y nos impele a dar testimonio de ella, con ocasión del Tercer Sínodo Diocesano, ante los hombres y mujeres de nuestro tiempo en Madrid.

I. La Asamblea Sinodal

En el momento de convocar la Asamblea Sinodal a tenor de lo que establece la legislación de la Iglesia, creo oportuno desarrollar algunos aspectos de su naturaleza y dinamismo, tal como se plasmaron en la tradición viva del pueblo de Dios.

1. Una asamblea convocada en el nombre del Señor

La Iglesia es el pueblo de los convocados. Con ello decimos que su origen y meta se encuentra en Dios y no en el hombre. La respuesta libre y responsable de las personas es necesaria para que la comunidad eclesial exista en el tiempo, pero la iniciativa corresponde al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, misterio de comunión y misión. La Iglesia viene de Dios y por ello se configura en la historia como misterio de comunión y misión. La gracia la modela como un verdadero icono de la santa Trinidad.

Mantenerse fiel dentro de ese marco de la comunión y misión, fundada en el Misterio Trinitario y en el designio salvífico que constituye la Iglesia universal, es vital para toda Iglesia particular; también para la nuestra, la Archidiócesis de Madrid, singularmente en este momento sinodal que está viviendo. La Asamblea Sinodal, tanto en su celebración como en sus propuestas, debe reflejar la originalidad y novedad de la Iglesia convocada en el nombre del Señor. Esto quiere decir de manera concreta: Cristo es quien preside la Asamblea Sinodal en la persona del Obispo que, unido en comunión jerárquica al Sucesor de Pedro y al Colegio Episcopal, es presencia sacramental suya en el seno del pueblo de Dios.

Esta presencia e iniciativa del Resucitado entre los suyos es determinante para organizar nuestro trabajo. Conscientes de que él camina junto con nosotros, pues el Sínodo es un caminar todos juntos en él y con él, los miembros de la Asamblea Sinodal están llamados a dialogar, confrontar opiniones y formular propuestas para el futuro de nuestra Iglesia diocesana. Esto supone que todo se desarrolla en un clima de oración y comunión.

2. Situarse ante la presencia del Señor

La primera tarea de quien convoca y preside en el nombre de Cristo, es, sin duda alguna, colocar a los miembros de la Asamblea Sinodal ante el Señor, de modo que juntos escuchemos y contemplemos lo que Dios hace en y por su pueblo. La Asamblea, si realmente está animada por el Espíritu, hace memoria y celebra las maravillas de Dios en la historia, la acción divina que da vida y consistencia a cuanto existe y que nos salva. La fuente y culmen, por tanto, de su desarrollo no puede ser otro que la Eucaristía. Ella es el memorial del pasado y del futuro que Dios regala a la humanidad en Jesucristo, pan de vida eterna.

La dinámica de una asamblea eclesial es profundamente novedosa, pues se reúne, ante todo, para acoger la palabra que la modela como pueblo sacerdotal, profético y real. La principal y específica actividad de los miembros de la Asamblea Sinodal será escuchar y acoger la Palabra que el Señor dirige hoy a su Iglesia, en Madrid, en lo concreto de la historia. No se trata de hacer prevalecer ideas o valores nuestros, por nobles y geniales que sean, sino de avanzar en el servicio del Evangelio desde la escucha del único Señor. En los trabajos sinodales debe conjugarse escucha y acción, discernimiento y programación. La fe recuerda que en el principio era la Palabra y no el hombre o la acción.

La primacía de la gracia en la acción pastoral es de capital importancia, si se quiere mantener un talante de esperanza y alegría en las dificultades. Muchos cansancios y frustraciones provienen del activismo desprovisto de interioridad. Cierto, Dios, como señala el Papa, pide una colaboración real con su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin Cristo, ‘no podemos hacer nada’2 .

3. La renovación de la alianza

Ante la convocatoria de un sínodo diocesano, es normal aspirar a objetivos particularmente sentidos y buscados en las experiencias pastorales de cada uno y proyectar las propias expectativas sobre ellos, pero conviene no perder nunca de vista la meta última: la renovación de la alianza que Dios estableció en la sangre de su Hijo y que la Iglesia celebra en el memorial eucarístico, aquí y ahora en Madrid. La Asamblea Sinodal será fecunda si contribuye a desarrollar una mayor fidelidad de la comunidad diocesana al plan salvífico de Dios y una más intensa comunión entre sus miembros, fruto del Espíritu.

La alianza exige de todos una respuesta firme de servicio al Señor y, por tanto, de quitar aquellos ídolos, tanto del entorno familiar como cultural, que impiden caminar en la obediencia filial. El gran reto para el pueblo peregrino es vivir de acuerdo con la vocación recibida del Señor. Hoy, en medio de una sociedad plural y sincretista, es necesario reavivar con realismo la esperanza y la unidad a la que convoca la palabra apostólica: Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la meta de la esperanza en la vocación a la que habéis sido convocados. Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todo, que lo trasciende todo, y lo penetra todo y lo invade todo (Ef 4, 4-6). La fe y la esperanza proceden de Dios, pero nadie puede vivirlas al margen del ministerio apostólico de comunión y de reconciliación. En efecto, Jesús eligió a los Doce con Pedro a la cabeza, para garantizar la unidad de los suyos hasta que venga con poder y gloria. El Obispo, en comunión jerárquica con el Sucesor de Pedro y el Colegio Episcopal, recibe la misión insoslayable de garantizar y desarrollar el dinamismo propio de la comunión eclesial.

La alianza filial con Dios recrea los lazos fraternos entre los miembros del único Cuerpo de Cristo. Para vivir y cultivar esta gracia, es preciso seguir a Jesús por el camino de la encarnación y de la pascua: Tened entre vosotros los sentimientos propios de una vida en Cristo (Flp 2, 5). El desarrollo de la comunión reclama de todos caminar en la humildad, pobreza y obediencia, lo que conlleva desterrar de nosotros los sentimientos de rivalidad y vanagloria, así como el deseo de hacer triunfar las propias ideas y proyectos frente a los propuestos por otros. El seguimiento de Cristo se verifica en nuestra capacidad para cultivar la unidad en la verdad.

En función de una creciente fidelidad a la alianza nueva y eterna, a la alianza del Espíritu, concretamente vivida, la Asamblea Sinodal formulará pautas de vida y acción. Una vez que el Obispo diocesano, único legislador en el Sínodo diocesano, acoge y aprueba las propuestas, declaraciones y decretos presentados por el mismo3 , la comunidad eclesial debe acogerlas como nuevas cláusulas para responder a la iniciativa divina, esto es, para servir mejor el designio de Dios en el mundo y fortalecer los lazos de la comunión eclesial, principio y fundamento de la misión dentro de la Iglesia diocesana de Madrid.

Espero de la Asamblea Sinodal, compuesta por sacerdotes y otros fieles consagrados y laicos, elegidos según las normas canónicas vigentes, una ayuda eficaz para buscar, discernir y establecer aquellas orientaciones y normas que nos permitan caminar juntos con la verdad, la caridad y la libertad del Espíritu. Con la caravana de los testigos de la fe, que nos precedieron y acompañan, tratamos de avanzar con los ojos fijos en Jesucristo, nuestra esperanza.

II. Principales objetivos de nuestro
Sínodo Diocesano

Llegado el momento de convocar la Asamblea Sinodal, quiero explicitar de nuevo lo que de ella esperamos de acuerdo con las razones pastorales de la convocatoria primera del III Sínodo Diocesano de Madrid. Si queremos que sea un tiempo de gracia para nuestra Iglesia diocesana y para la sociedad madrileña, exige de nosotros una gran apertura y docilidad al Espíritu; es la condición primordial para llegar a ser sus auténticos colaboradores en la obra de la santificación del hombre y del mundo. Él es el verdadero protagonista de la misión y el artífice principal de la comunión.

La santidad, como bien sabemos por experiencia, es la base y el resorte de la vida y misión de la Iglesia en el mundo. Lo que no se edifica sobre Cristo, único fundamento puesto por Dios, carece de consistencia y pronto se viene abajo. Si nuestro hacer no procede del amor de Cristo, nuestra fecundidad será efímera y la división nos arruinará. Sólo la fe permite esperar contra toda esperanza. Los santos son hombres y mujeres que se entregaron sin condiciones a la palabra de aquel que resucitó de entre los muertos a Jesús nuestro Señor, entregado a la muerte por nuestros pecados y resucitado para nuestra salvación (Rom 4, 24-25). Por ello produjeron frutos abundantes y perennes, por ello avanzaron con la libertad y creatividad del Espíritu a la hora de servir a la Iglesia y al mundo.

En medio de la sociedad secular y de la autonomía que les es propia, las comunidades eclesiales han de ser signo e instrumento de la presencia del Dios tres veces santo. Su misión es actualizar el amor de Dios por los hombres manifestado en Jesucristo, servir la esperanza depositada en la creación, redimida por él, y contagiar la alegría pascual de quienes celebran y reciben en la Eucaristía la prenda de su futuro. El sacramento de quien es “el Amor de los Amores” introduce en la comunidad eclesial una verdadera tensión escatológica, la cual, lejos de retirarnos del mundo, nos lleva a comprometernos en su transformación para que todo sea recapitulado en Cristo.

1. Renovarse en la fe para contagiarla

En sintonía y continuidad con los trabajos preparatorios, el objetivo principal de nuestro sínodo diocesano consistirá en la búsqueda de caminos para vivir, cultivar y comunicar la fe a las generaciones venideras.

La fe es don de Dios, pero ha de ser acogido y aceptado humilde, libre y responsablemente por el hombre. El Señor, como se ve en el discurso del pan de vida en la sinagoga de Cafarnaún, dirigió a todos la misma palabra, pero muchos le volvieron la espalda: encontraron duro su lenguaje, inadmisible su doctrina. Rompía, evidentemente, sus esquemas religiosos y hacía sobrepasar con mucho los límites de la razón humana. Sólo los Doce permanecieron junto a Jesús y se confiaron a su palabra. Pedro respondió en nombre de todos: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros sabemos y creemos que tú eres el Santo consagrado por Dios (Jn 6, 68-69). En esta fe debemos y queremos renovarnos.

Ahora bien, la fe es un desafío existencial, que afecta a toda la vida, pues supone salir de sí y poner la confianza de manera incondicional en Jesucristo muerto y resucitado. Aquí radica precisamente el reto que la fe lanza a todo hombre que viene a este mundo. La búsqueda de seguridades y del control de todo por la persona es una característica clave de la cultura contemporánea. En la fe, la libertad humana se entrega a la libertad de aquel que realiza cosas mayores de las que el hombre puede pedir o pensar.

La fe auténtica es por ello también la verdadera fuente de la alegría y del gozo en el Señor. Alienta en la persona la conciencia de victoria, ya que vislumbra el poder de la resurrección de Cristo obrando la trasformación de este mundo y abriendo al hombre las puertas de la Vida Eterna. El cristiano, aun sin acertar a descubrir los caminos y tiempos, cree que el Espíritu Santo está conduciendo a la humanidad a la Iglesia, manifestación de la Pascua del Hijo. La fe no sabe de pesimismos o de lamentos trágicos. Estimula la solidaridad con el mundo y permite vivir el drama de la historia desde el presente de la vida nueva y desde el futuro de la resurrección. Dios tiene la última palabra y es una palabra de vida para el tiempo presente y para el futuro definitivo.

Si queremos transmitir la fe, es preciso vivirla y testimoniarla. Yo diría más. Dada la situación del mundo actual, sólo conseguiremos comunicarla en la medida que nuestras comunidades sean capaces de contagiarla. Sólo así resulta relevante el testimonio en estos momentos. La mentalidad del hombre moderno se caracteriza por una gran desconfianza hacia las palabras y mensajes, incluso si están avaladas por vidas individualmente honestas y coherentes. Sólo el contagio producido por la santidad vivida intensamente por la comunidad de los creyentes, desarrolla esa fuerza de seducción espiritual, capaz de impulsar a la libertad humana a dar el salto de la fe.

Nuestra Asamblea Sinodal deberá abordar esta cuestión y buscar caminos para que nuestras comunidades vivan, testimonien y contagien la fe. La evangelización es la razón de ser de la Iglesia, su identidad más profunda4 (EN 14). Dios ha querido ligar la fecundidad de la acción evangelizadora a nuestra capacidad de vivir con alegría, aplomo, libertad y audacia la fe entre los hombres. Invito y apremio, por tanto, a la comunidad diocesana y, de modo muy particular, a los que participarán como miembros de la Asamblea Sinodal a orar, reflexionar y buscar con hondura en esta dirección.

2. Servir la esperanza de los pobres según Dios

Levantad los ojos y contemplad los campos, que están ya maduros para la siega. ¿Qué quiere decirnos Jesús con estas palabras? Los discípulos las escucharon por primera vez cuando eran un grupo insignificante, sin relevancia social ni recursos humanos. En ella se encerraba una llamada a descubrir el dinamismo de la esperanza cristiana y de la acción apostólica.

Dios eligió a Israel, pueblo pequeño, insignificante y de dura cerviz para darse a conocer a las naciones. Realizó la salvación de la humanidad mediante su Hijo enviado en la debilidad de nuestra carne. Con lo necio, débil, vil e insignificante, confundió a los grandes y fuertes de este mundo. Y a Pablo, que rogó tres veces ser liberado de sus flaquezas, otras tantas le respondió: Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad. Y concluye el Apóstol: Por eso, muy a gusto presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo (2Cor 12, 9).

Pablo escribía estas palabras en una situación que bien podemos calificar de dramática. El cansancio, la perplejidad, la tribulación y contradicción desgarraban su vida, misión y comunidades. Pero cimentado en la fe, se enfrenta a esa realidad problemática con la firme confianza y el animoso coraje de la esperanza. Teniendo el mismo espíritu de fe, según lo que está escrito: ‘Creí, por eso hablé, también nosotros creemos y por eso hablamos, sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús, también con Jesús nos resucitará y nos hará estar con vosotros. Todo es para vuestro bien. Cuantos más reciban la gracia, mayor será el agradecimiento, para gloria de Dios (2Cor 4, 13-15). La fe en la resurrección hizo posible que la comunidad apostólica, en un ambiente adverso y plagado de contradicciones, se lanzase a la acción. Su fuerza provenía de la contemplación del Señor presente y operante en la historia.

Es preciso vencer la tentación insidiosa de lo que podría llamarse el realismo mundano, esto es, el intento de abordar las dificultades reales con cálculos y medios -¡estrategias!- puramente humanos, ignorando, o no teniendo en cuenta, que la fuerza eficaz del Evangelio actúa en la realidad histórica y constituye el factor más decisivo, pues todo lo creado, que tiene su origen, sustento y finalidad en la Palabra hecha carne, ha sido redimido y salvado por ella. Los discípulos pescaron, cuando se fiaron de la palabra del Señor y echaron las redes en su nombre. Pedro tuvo miedo y comenzó a hundirse porque centró su mirada en la violencia de la tormenta. En los trabajos de nuestra Asamblea, debemos afrontar múltiples cuestiones y problemas, pero con el realismo de la fe. El Señor está embarcado con nosotros y, en su resurrección, se pronunció la palabra definitivamente salvadora sobre la historia.

Nuestra vocación y misión es servir esa esperanza que se funda en la acción de Dios Creador y Redentor del hombre, incluso si somos pocos, frágiles e insignificantes. La fuerza del evangelio nos envía a los caminos y encrucijadas de este mundo globalizado para dialogar con él, para ser testigos de la verdad liberadora, para decirle que el amor es más fuerte que el odio, para poner a hombres y mujeres en camino hacia aquel que conduce todo a su plenitud. Se trata, pues, de ayudarnos mutuamente a vivir y a servir la esperanza con la sencilla actitud de los pobres según Dios, tal como la cantó María nuestra madre. Con docilidad, sencillez y audacia inauditas confió en la palabra y se entregó a la acción del Espíritu Santo. Así se convirtió en causa de esperanza para la humanidad. La comunidad eclesial está llamada a caminar apoyados y guiados por la fe fecunda de la Madre.

Nuestro Sínodo diocesano conseguirá sus objetivos si alumbra la esperanza en nosotros y nos pone al servicio de la esperanza de la humanidad, en particular de tantos cansados y agobiados de la hora presente del mundo, a los que acecha por doquier el escepticismo y la desconfianza, propias de la increencia. Este es el camino para participar en la misión del Hijo venido en la condición de siervo para liberar a los oprimidos, salvar a los pecadores, anunciar la Buena Nueva a los pobres, e invitar a la confianza y esperanza a todos: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré (Mt 11, 28).

3. Crecer en el amor y servicio

Es grande la generosidad de nuestra Iglesia diocesana. Pero el Señor nos pide más. Por medio del Papa Juan Pablo II nos invita a progresar en el amor y servicio a los pobres, inmigrantes, ancianos, y todos aquellos que parecen tener poco que esperar en un mundo globalizado. Son especialmente los no nacidos, los enfermos abandonados y los discapacitados los que exigen de nosotros un cambio cualitativo en la atención y el cuidado que le debemos. Entre ellos y a su servicio, debe brillar la esperanza y el amor que brotan de nuestra adhesión a Jesucristo. Es la hora de una nueva ‘imaginación de la caridad’, que promueva no tanto y no sólo la eficacia de las ayudas prestadas, sino la capacidad de hacerse cercanos y solidarios con quien sufre, para que el gesto de ayuda sea sentido no como limosna humillante, sino como un compartir fraterno5 .

Para cultivar el compartir fraterno, la cercanía, solidaridad y comunión con los últimos y excluidos, tal como propone el Papa, nuestra Asamblea Sinodal debe escuchar, ante todo, la llamada que Cristo hace a nuestras comunidades desde el mundo de la pobreza, de las nuevas pobrezas de nuestro mundo. Los análisis sociológicos son un punto de apoyo, pero es preciso ir más allá y realizar una auténtico ejercicio de escucha y contemplación. Debemos contemplar el rostro de Cristo en los pobres y acoger su palabra; ella nos traza el camino a seguir en el servicio eclesial.

Por otra parte, cada comunidad cristiana debe renovarse de modo que los pobres se sientan como ‘en su casa’. No es fácil y entraña una gran exigencia. Cristo se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza. En su corazón manso y humilde, los pobres de la tierra encontraron su verdadero hogar. Por ello el Papa nos lanza este gran desafío: ¿No sería este estilo la más grande y eficaz presentación de la buena nueva del Reino? Sin esta forma de evangelización, llevada a cabo mediante la caridad y el testimonio de la pobreza cristiana, el anuncio del Evangelio, aun siendo la primera caridad, corre el riesgo de ser incomprendido o de ahogarse en el mar de palabras al que la actual sociedad de la comunicación nos somete cada día. La caridad de las obras corrobora la caridad de las palabras6 . La pobreza por amor de Jesucristo acerca a los pobres y hace posible caminar con ellos como amigos y hermanos. La evangelización postula la caridad de las palabras y de las obras.

Con la evolución de nuestra sociedad y la llegada masiva de inmigrantes a nuestra diócesis, se plantea un gran reto pastoral: ¿cómo vivir la gratuidad del servicio y de la ayuda fraterna en la acogida de los que vienen de fuera? Puede ser una oportunidad única para fomentar el diálogo intercultural e interreligioso con el espíritu evangelizador, propio de los testigos de Jesucristo, para sembrar de nuevo las semillas del Reino de Dios en el corazón de las personas, para que la Iglesia se rejuvenezca de acuerdo con la novedad del proyecto divino. También en este punto, las palabras del Papa resultan luminosas. Después de afirmar que la opción preferencial por los pobres se fundamenta en una presencia especial de Cristo en ellos, Juan Pablo II concluye: Mediante esta opción, se testimonia el estilo del amor de Dios, su providencia, su misericordia y, de alguna manera, se siembran todavía en la historia aquellas semillas del Reino de Dios que Jesús mismo dejó en su vida terrena atendiendo a cuantos recurrían a él para toda clase de necesidades espirituales y materiales7 .

Y, no en último lugar, ha de dirigirse el servicio de nuestra caridad pastoral y del amor fraterno a las familias de nuestra comunidad diocesana, especialmente a las numerosas y a las que atraviesan las crisis típicas de nuestra sociedad de consumo. Mantener limpios y ensanchar los caminos del verdadero matrimonio según el plan de Dios constituye una de las obligaciones más urgentes de la caridad cristiana. Constituye un primer banco de prueba en la sociedad actual.

Al señalar estos objetivos no se trata de condicionar los trabajos de la Asamblea, pero si de indicar el horizonte para sus trabajos y la dirección del camino a seguir. El hacer pastoral debe brotar de nuestro ser en Cristo. Sólo así la acción será fecunda y recreará a sus destinatarios y a cuantos la llevan adelante. Existe, es verdad, una interacción entre el ser y el hacer, pero para que la acción enriquezca el ser de los servidores del Evangelio, estos deben permanecer unidos a la vid verdadera.

III. El espíritu sinodal.
Notas para una espiritualidad

Como tantas veces se ha repetido en estos años de preparación, Sínodo significa, ante todo, caminar juntos. Pero la etimología, por evocadora que sea, no agota la realidad eclesial que el término designa y estamos llamados a vivir. Caminar juntos, sí, pero en y con el Señor, en y con su Espíritu. La Asamblea Sinodal exige de todos sus miembros el cultivo de una auténtica espiritualidad.

1. Caminar juntos en la fe

Los evangelios recuerdan: el miedo y la desconfianza se oponen a la fe. Caminar juntos en la escucha de Dios no sería posible si cada persona tratase de imponer sus puntos de vista. Lo que importa es descubrir el punto de vista del Señor. La Asamblea Sinodal se presenta como una auténtica escuela de discípulos, enviados al mundo para colaborar, de acuerdo con la gracia recibida, en la obra salvadora.
Por la fe, Abrahán se puso en camino, aun sin saber lo que le aguardaba. Por la fe, Moisés abandonó Egipto y se mantuvo firme en el camino del desierto como si viera al Invisible. De la fe sacó la fuerza necesaria para llevar al pueblo a la alianza y a la tierra prometida. María no dudó ante el sorprendente e inaudito anuncio del ángel Gabriel en el sí a la intervención divina. De esta fe necesitamos todos para abandonar lo que impide o dificulta el anuncio del Evangelio a los hombres de hoy.

Si avanzamos en la fe, estaremos dispuestos a buscar caminos para colaborar de verdad con aquel que hace todo nuevo. Entonces nuestra Iglesia particular saldrá renovada para emprender nuevos rumbos de diálogo con el mundo, diálogo auténticamente evangélico, inspirado en el aliento de la nueva y cumplida profecía: la del Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo. Es necesario escuchar a los hombres de nuestro tiempo, y darles a conocer la Palabra que Dios les dirige en un momento ya pleno y definitivo en la historia de su salvación. El testigo de la verdad no rehuye el combate de la fe.

Caminar juntos en la fe implica, por otra parte, dar absoluta autoridad a la palabra de Dios, tal como es acogida e interpretada por la Iglesia y su Magisterio, que guía indefectiblemente el sentido de los fieles. Una es la fe que estamos llamados a vivir, celebrar y anunciar al mundo.

2. Acoger y celebrar las maravillas de Dios

La Asamblea Sinodal debe hacer suyos los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren8 , tanto si pertenecen a la comunidad cristiana como si se sitúan fuera o contra ella. Para asumir con lucidez la vida de los hombres, es indispensable realizar una auténtica lectura creyente de la realidad, la cual difiere mucho de las lecturas sociológicas o ideológicas. El Sínodo no puede caracterizarse por otra cosa que no sea su clara impronta pastoral y religiosa.
Tanto en el día como en la noche, los ojos de la fe saben descubrir las huellas de la presencia operante de Dios en el mundo. Mediante la lectura creyente de la realidad, el cristiano empalma con la iniciativa divina en la historia de personas, pueblos y culturas. En esa lectura no hay cabida para el pesimismo, pues el creyente sabe y cree que el trigo permanecerá mientras que la cizaña será quemada en el tiempo fijado por el Señor. Por eso el apóstol habla y no calla. No se trata de ignorar cuanto hay de siembra negativa en el campo del Señor -¡nunca faltan los sembradores de cizaña!-; pero juntos debemos acoger y celebrar las maravillas de Dios, ser sembradores de la buena semilla. También esto forma parte del caminar juntos, del Sínodo. La misma denuncia profética, si leemos atentamente los escritos de los profetas y de los apóstoles, se enraíza y alimenta de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Cuando falta la raíz contemplativa que alentaba la vida y palabra de los profetas verdaderos, la denuncia deriva hacia la ideología, crispación y condena de los demás. A diferencia de los testigos de la verdad, los falsos profetas pronto quiebran la solidaridad y comunión con el pueblo de Dios y sus pastores.

Celebrar juntos las maravillas de Dios especialmente en el sacramento de nuestra fe, es y permanece la expresión privilegiada de este caminar juntos en el Señor. Cuando Pablo y Bernabé subieron a Jerusalén para dar cuenta de su actividad apostólica, comenzaron por narrar las maravillas de Dios entre los gentiles. Partamos en nuestros trabajos de lo que Dios hace hoy entre nosotros y así podremos corregir y encauzar mejor cuanto se deba corregir, orientar y recrear.

3. Actitud de discernimiento

El discernimiento ocupa un lugar central en los trabajos sinodales. Pero conviene situarlo de forma correcta, pues existe la tendencia a desarrollar un ejercicio de crítica de la situación desde aquellos principios o valores a los que uno se siente afectivamente ligado. Pero esa manera de trabajar no se adecua con el espíritu del discernimiento eclesial.

El discernimiento llevado a cabo por la comunidad apostólica es, ante todo, un ejercicio de fidelidad y conversión a la acción del Espíritu. Requiere por ello una actitud espiritual muy honda, así como un conocimiento profundo de la palabra de Dios, de la tradición viva de la Iglesia y un buen sentido cristiano de la historia. La comunidad eclesial, en el acto de discernir, está presidida por aquel que Dios ha puesto al frente de ella, como su legítimo pastor.

¿Qué es lo que está llamada a discernir la comunidad diocesana en los hechos, comportamientos y acontecimientos de su vida? Es claro que no se trata de enmendarle la plana al Espíritu de Dios, ni tampoco de condenar al mundo. Sólo Jesús fue constituido Señor y Juez de vivos y muertos. Pero es normal que las personas tengamos nuestro propio análisis y opinión sobre la realidad que nos rodea. Pues bien, es precisamente esta visión e interpretación nuestra la que debe someterse a discernimiento. Queremos descubrir por qué caminos nos visita Dios y por cuales lo hace el enemigo. De ahí la necesidad de confrontar nuestras opiniones con la Palabra de Dios, con los testigos cualificados de la Tradición eclesial, con el Magisterio de la Iglesia. Necesitamos verificar si nuestra predicación se adecua con la verdad del testimonio apostólico. El Evangelio no es invención de hombres y nadie ni nada puede cambiarlo por agradarles, a no ser al precio de dejar de ser siervo y discípulo de Cristo.

Es responsabilidad de todos que la Asamblea Sinodal se desarrolle en un clima de discernimiento apostólico. Es una condición indispensable para acoger el llamamiento del Señor a caminar en la verdad que nos salva y libera y para poder servirla auténtica y fielmente. Nuestro afán ni termina en un simple inmediatismo de un mañana pasajero, ni trabaja por puro oportunismo; pretendemos la renovación sólida en la transmisión del Evangelio a las futuras generaciones.

4. Reflexión y propuestas de acción

El discernimiento apostólico conduce por su propio dinamismo interno a la conversión tanto del ser como del hacer del creyente. La Asamblea Sinodal está llamada a presentar propuestas y sugerencias que permitan alentar y encauzar procesos pastorales en ambas direcciones.

A la hora de las deliberaciones sinodales es imprescindible tener en cuenta tres criterios básicos, especialmente en el momento de proponer fórmulas para las declaraciones y decretos sinodales.

Las propuestas que hayan de ser votadas deben ser la expresión del consenso nacido de la convicción, contrastada en los diálogos, intercambios y debates, de que lo que estamos proponiendo concuerda con la acción del Espíritu que nos precede, acompaña y abre caminos de futuro para la evangelización. Vivir este criterio exige de todos una actitud de profunda humildad y catolicidad.

Un segundo criterio: la sensibilidad y defensa de los débiles en la fe. Es importante saber conjugar libertad y ciencia con las exigencias teológicas y pastorales de la edificación de los más débiles. La libertad y creatividad, si son las del Espíritu, contribuyen a la comunión en la verdad. El amor pone a los pobres y débiles en el centro, evitando todo maximalismo teórico y/o práctico que margine a los más humildes y a los más necesitados en la fe: a los últimos, según el Evangelio.

Finalmente, nuestro Sínodo Diocesano se desarrolla en la comunión de la Iglesia y nada puede proponer que empañe dicha comunión. Nuestra Iglesia particular es la expresión concreta de la única caravana de peregrinos que encabezada por el Primogénito, guiada por el Sucesor de Pedro, cabeza visible del Colegio Episcopal, avanza al encuentro del Padre. Todos nosotros, judíos o griegos, esclavos o libres, hemos sido bautizaos en un mismo Espíritu, para formar un solo Cuerpo (1Cor 12, 13). La Iglesia una, santa, católica y apostólica debe irradiarse a través de los trabajos sinodales.

5. Caminar juntos en la acción de gracias

Que la acción de gracias preceda nuestros trabajos sinodales. Es lo que se desprende de una completa comprensión del sacramento de la Eucaristía. En la cena pascual, en el momento de pasar de este mundo al Padre, Jesús nos enseña a entregarnos en la acción de gracias a la voluntad del Padre. Nosotros estamos acostumbrados a dar gracias después del trabajo realizado, conscientes de que es más fruto y resultado de la gracia que de nuestro propio esfuerzo. Pero la plegaria misma de Jesús y el testimonio del apóstol de las gentes nos invitan a enmarcar nuestros trabajos y nuestra súplica por el Sínodo en la acción de gracias del Hijo. Expresamos esta convicción con las palabras de Pablo: Esta es nuestra confianza: que el que ha inaugurado entre nosotros una empresa buena, la llevará adelante hasta el día de Cristo Jesús (Flp 1,6).

IV. Indicaciones sobre el desarrollo
de la Asamblea Sinodal

El desarrollo de la Asamblea sinodal quedará plasmado en el Reglamento que próximamente será aprobado. Las normas que regulan su funcionamiento son expresión concreta y palpable de la espiritualidad del Sínodo al mismo tiempo que una ayuda eficaz para que éste cumpla sus objetivos y todos los que participan en él puedan realizar su aportación al mismo, desde la peculiar vocación y misión propia, para la edificación de la Iglesia.

1. Composición

La Asamblea de nuestro tercer Sínodo Diocesano será representativa de las distintas realidades eclesiales que conforman nuestra Iglesia particular: parroquias, asociaciones, movimientos, institutos de vida consagrada, para que, a través de los sacerdotes, las personas consagradas y los laicos, que viven su fe y trabajan apostólicamente en ellas, manifiesten y expresen su parecer sobre los distintos aspectos sometidos a la reflexión y al discernimiento común, y, de esta manera, se puedan llegar a ofrecer unas normas y orientaciones pastorales ampliamente preparadas y compartidas, que resulten fecundas para la renovación de nuestra vida cristiana y para el compromiso evangelizador, basado en unas acciones comunes, de la Iglesia diocesana.

Las dimensiones de la Iglesia diocesana de Madrid y la intensa participación en la fase preparatoria del Sínodo han aconsejado una amplia composición de la Asamblea, que probablemente superará el número de 600 miembros. Los sacerdotes que participan en la Asamblea serán elegidos, en su mayoría, en los arciprestazgos de los que forman parte, y los laicos –miembros de las parroquias, asociaciones y movimientos– así como los que están incorporados a los institutos de vida consagrada se elegirán en los grupos de la fase preparatoria que han venido reuniéndose, trabajando, orando y enviando propuestas a la Secretaría General del Sínodo durante los dos últimos cursos. De esta manera se pone de manifiesto la estrecha relación entre la fase preparatoria y la celebración de la Asamblea Sinodal, puesto que en ésta no sólo se trabaja sobre los temas y las aportaciones que han sido objeto de atención en la fase preparatoria sino que las personas que la componen y que intervienen en la reflexión y en el intercambio de pareceres formaron parte también, muy prevalentemente, de aquéllas que han ido siguiendo y colaborando en el proceso de preparación.

Los sacerdotes realizarán sus aportaciones en la Asamblea Sinodal desde la responsabilidad ministerial, que les ha sido confiada por el sacramento del Orden y por el servicio concreto que tienen encomendado en la Iglesia particular, llevando a ella la experiencia viva de sus comunidades y manifestando su colaboración específica con el ministerio del Obispo en su tarea de enseñar, santificar y guiar al Pueblo de Dios.

Los miembros de institutos de vida consagrada, que han recibido una especial vocación y misión para la Iglesia universal, y que, con su presencia viva y operante en la Iglesia particular de Madrid, la enriquecen y colaboran eficazmente a que cumpla su misión, ofrecerán su específica contribución al Sínodo poniendo de manifiesto de modo peculiar la primacía de Dios y de su gracia, fundamento indispensable y condición necesaria de toda actividad pastoral, y de todo empeño por renovar continuamente en el Señor nuestro ser y nuestro actuar en las circunstancias concretas en las que vivimos.

Los laicos, cuya presencia en la Asamblea Sinodal será mayoritaria, intervendrán en ella en virtud de su consagración bautismal, por la que son insertados plenamente en la vida de la Iglesia y reciben la participación en su misión. Desde los distintos ámbitos familiares, sociales, profesionales y eclesiales en los que se desarrolla su vida cristiana, aportarán al Sínodo su experiencia de las riquezas y dificultades del tejido social y cultural de nuestra ciudad y de nuestros pueblos en orden a la tarea de la evangelización.

2. Modo de trabajo

El elevado número de miembros de la Asamblea Sinodal condiciona el modo de trabajo de la misma. Se trata de que todos puedan participar sin que el tiempo de duración del Sínodo se prolongue excesivamente.

Por ello, además de las Sesiones Generales, en las que todos podrán tomar la palabra sobre los temas del Sínodo, en el modo y en el tiempo determinado por el Reglamento, serán de gran importancia los “grupos sinodales”, formados por un número reducido de miembros, en los que se hará más factible el diálogo y el intercambio mutuo, y que constituirán por tanto un modo muy eficaz de participación y de aportación. Las conclusiones de estos “grupos sinodales”, expuestas por un portavoz de los mismos en las Asambleas Generales, facilitarán el conocimiento y la reflexión general y ayudarán a converger en un sentir común eclesial acerca de los diversos aspectos concretos que serán tratados.

El modo de trabajo de la Asamblea Sinodal, como de cualquier otra iniciativa o acción eclesial, debe estar cimentado y modelado por la oración y la comunión, como ya he indicado anteriormente.

Por eso, a lo largo de los días de trabajo de la Asamblea habrá amplio espacio para los momentos de oración y de plegaria, singularmente para la celebración de la Eucaristía. En todo el desarrollo de la acción sinodal habría de ponerse de manifiesto que todo el Sínodo es, fundamentalmente, una escucha del Señor, de su Palabra y de su voluntad sobre nosotros, y, por ello, que esta actitud de escucha y de docilidad a su Palabra debe estar presente no sólo en los actos litúrgicos y de la oración en común, sino también durante el desarrollo de las reflexiones, diálogos e intercambios, para que se pueda realizar un auténtico discernimiento sobre las situaciones concretas que en el Sínodo reclaman nuestra atención.

La comunión eclesial es también condición indispensable para la existencia misma de la Asamblea Sinodal y para su fecundidad pastoral. Es muy significativo el hecho de que la legislación canónica prescriba que todos los que participan en el Sínodo diocesano deben realizar la profesión de fe ante el Obispo antes del inicio de la Asamblea, lo que nosotros haremos en la sesión litúrgica de apertura de los trabajos del Sínodo. No se puede participar en el Sínodo si no es desde dentro de la fe de la Iglesia, que hemos recibido del Señor, y que debe ser vivida en comunión con los Pastores de la Iglesia, a quienes ha sido confiada de manera peculiar la custodia de la fe y el servicio de la unidad. Y también el Obispo realiza la profesión de fe ante el Sínodo, como signo de que él también está vinculado por la comunión de la Iglesia, unido al Papa y a los miembros del Colegio Episcopal, y de que debe velar para que esa comunión se exprese y acreciente durante los trabajos del Sínodo.

Por eso, en el Sínodo no se puede proponer nada contrario a la fe y a la comunión eclesial, que se expresa en la disciplina general de la Iglesia, ni tampoco nada que supere las competencias del Obispo diocesano. Al contrario, de lo que se trata es de intentar vivir mejor la fe y la comunión eclesial y de aplicar la disciplina general de la Iglesia –que es expresión de esa misma comunión– a las situaciones concretas que está viviendo nuestra Iglesia particular de Madrid.

3. Las conclusiones

Los trabajos de la Asamblea Sinodal, que versarán sobre las cuestiones tratadas en la fase preparatoria, desde las numerosas y valiosas aportaciones realizadas por los grupos de consulta de toda la Diócesis, recogidas en cinco documentos de trabajo que servirán de base para la reflexión y el discernimiento mutuo, concluirán con la presentación al Obispo diocesano de las propuestas y sugerencias que la mayoría de los miembros, tras la reflexión común, el diálogo fecundo y la oración compartida, consideren más adecuadas para responder mejor a las necesidades que experimentamos en la misión de transmitir la fe, objetivo primordial de nuestro Sínodo.

Pero las conclusiones que la Asamblea Sinodal presenta al Obispo al concluir los trabajos no son todavía las conclusiones “sinodales” en el sentido más auténtico del término, porque falta aún la intervención personal última del Obispo que, en virtud de la plenitud del ministerio apostólico, debe examinarlas, discernirlas y, posteriormente, ofrecerlas a toda la comunidad diocesana como declaraciones y normas vinculantes para la vida y la misión de nuestra Iglesia particular.

El trabajo de la Asamblea es una labor de propuesta, puesto que el servicio de la autoridad en la Iglesia diocesana reside en el Obispo, y lo ejerce personalmente a la luz de todo lo que se ha manifestado en la Asamblea Sinodal. En el lenguaje canónico, esto se expresa con la afirmación de que “el Obispo diocesano es el único legislador en el Sínodo diocesano, y los demás miembros de éste tienen sólo voto consultivo”, lo cual, lejos de quitar valor a los trabajos de la Asamblea, expresa el sentido de comunión eclesial que la sustenta y anima. Los miembros del Sínodo colaboran activa y responsablemente, con sus experiencias y sus consejos, en el proceso de formación de las decisiones sinodales, que no llegarán a ser tales hasta que no sean valoradas, formuladas y promulgadas personalmente por el Obispo diocesano. De esta manera, se pone de manifiesto la comunión de vocaciones, ministerios y carismas, desde la especificidad propia de cada uno, para el servicio y para el bien de toda la comunidad diocesana.

Sería un grave error, que comprometería la fecundidad de toda la actividad sinodal, querer comprender la dinámica del Sínodo desde categorías o paradigmas socio-políticos ajenos a la naturaleza de la Iglesia, la cual, como “communio hierarquica” necesita del ministerio pastoral del Obispo que, con la autoridad recibida de Cristo, al que hace presente en cada Iglesia particular, discierne y regula los distintos carismas para que sirvan al bien común, garantiza la autenticidad de la Palabra que es anunciada, de la verdad de los sacramentos que son celebrados y del camino seguro que conduce a la santidad. Por ello, la intervención personal del Obispo, en comunión con el Papa y con los miembros del Colegio episcopal, es la garantía de la autenticidad eclesial de las aportaciones manifestadas en la Asamblea Sinodal.

V. El Sínodo, compromiso de toda
la Iglesia diocesana

Durante la fase preparatoria del Sínodo ha sido grande el compromiso de la Iglesia diocesana con él. Así lo prueban la amplia participación en los grupos de consulta y la continua e insistente oración por los frutos del Sínodo.

En esta nueva y última fase del camino sinodal, aunque sólo participen directamente los miembros de la Asamblea Sinodal, toda la Iglesia diocesana y, muy especialmente, todos los que habéis formado parte de los grupos de consulta de la fase preparatoria, debéis seguir sintiéndoos comprometidos con los trabajos del Sínodo.

Quiero expresar, en primer lugar, mi aliento y mi confianza a todos los que seáis elegidos o designados para formar parte de la Asamblea Sinodal. Os espera un trabajo intenso que exige dedicación, entrega y perseverancia, y que debe estar continuamente sostenido por la oración y la apertura generosa al don de Dios, que se manifiesta en su Palabra, vivida en la comunión de la Iglesia. Estoy convencido de que sabréis desarrollarlo, conscientes del significado del Sínodo, y, por tanto, de vuestra responsabilidad en él.

Pero el compromiso con el Sínodo se extiende también a los miembros de los grupos de consulta que no hayáis sido elegidos para participar en la Asamblea. A vosotros os corresponde seguir con atención los trabajos del Sínodo desde vuestras comunidades respectivas, apoyarlos con la oración constante y ferviente, personal y comunitaria, y prepararos para acoger con gozo y vivir con ánimo generoso –junto con toda la Iglesia diocesana– las disposiciones sinodales, una vez que hayan sido aprobadas y promulgadas.

Os recomiendo vivamente para ello que, donde sea posible, continuéis en los grupos que habéis constituido para la fase preparatoria del Sínodo, ya que, aunque dejen de funcionar formalmente como “grupos sinodales”, se han revelado como un medio muy adecuado para la formación y revisión de vida en las distintas comunidades y también para que nuestra Iglesia diocesana, tan numerosa en parroquias y tan rica en la variedad de institutos de vida consagrada, asociaciones y movimientos, converja en unos temas de oración y de reflexión comunes que contribuyan a la unidad de la acción pastoral que realizamos en ella.

Con este fin os propongo que trabajéis este curso en los grupos, acompañando también así los trabajos de la Asamblea Sinodal, teniendo como guía el libro del Apocalipsis, que nos ayuda a vivir el tiempo presente, con sus dificultades y sus sombras, desde la esperanza en la victoria definitiva de Cristo, el Cordero inmolado y resucitado, que nos hace vivir con una actitud fundamental de confianza nuestra historia, personal y comunitaria. Para ello se ha elaborado un material de reflexión y oración, que en breve será puesto a disposición de los grupos y que contribuirá a dar continuidad al trabajo que se ha realizado en los dos últimos cursos de preparación del Sínodo.

La oración que brota de la lectura creyente del libro del Apocalipsis y las actitudes que infunde para vivir la existencia cristiana en nuestros días puede ser un medio muy adecuado para responder a la llamada a comprometernos con el Sínodo, a acompañar sus trabajos y a recibir eclesialmente, después de que haya finalizado, sus disposiciones.

Conclusión

Levantad los ojos y contemplad los campos, que están ya maduros para la siega. Estas palabras del Señor resuenan en vísperas de la celebración de la Asamblea Sinodal del III Sínodo Diocesano de Madrid extraordinariamente vivas y alentadores para toda la Iglesia Diocesana. Nos permiten abordar la etapa última y conclusiva del Sínodo con la confianza, esperanza e ilusión que se funda en la gracia del Señor. Su Madre, María, la Madre de la Iglesia, ora con nosotros para que el Espíritu ilumine, oriente y perfeccione toda la acción sinodal. Ella, Nuestra Señora de La Almudena, Patrona de nuestra Archidiócesis de Madrid, camina junto a nosotros hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud (Ef 4, 13). ¡Quiera Ella acompañarnos con su amor maternal en la realización fecunda de nuestros propósitos de conversión y renovación en gracia y santidad para ser testigos e instrumentos fieles de una nueva Evangelización para Madrid!

Con todo afecto y mi bendición,

† Antonio Mª Rouco Varela
Cardenal-Arzobispo de Madrid

Madrid, 8 de septiembre de 2004
Fiesta de la Natividad de la Santísima Virgen María

1 Cf. JUAN PABLO II, Carta Apostólica Novo millennio ineunte, 31.33.
2 Cf. JUAN PABLO II, Ibidem, 38.
3 Cf. CIC 466.
4 Cf. PABLO VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, 14.
5 Cf. JUAN PABLO II, Carta Apostólica Novo millennio ineunte, 50.
6 Cf. JUAN PABLO II, Ibidem.
7 Cf. JUAN PABLO II, Ibidem, 49.
8 Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitución Gaudium et spes, 1.

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