El bien y el futuro de la familia en juego
Mis queridos hermanos y amigos:
El Consejo de Ministros ha aprobado un anteproyecto de Ley que pretende equiparar al matrimonio la unión de personas del mismo sexo. La Conferencia Episcopal Española, recogiendo la doctrina permanente de la Iglesia, actualizada por el Santo Padre en este mismo verano que acaba de concluir, se ha pronunciado junto con muchos Obispos de dentro y fuera de España muy claramente sobre el grave error y la no menos grave injusticia que se comete con una regulación jurídica del estilo de la que se propone en el anteproyecto enviado al Congreso de los Diputados. No se trata de una opinión más o menos respetable y específica de la Iglesia Católica, sino de una concepción común a toda la humanidad. La Historia Universal lo confirma: ninguna sociedad ha dado a las relaciones homosexuales el reconocimiento jurídico de la institución matrimonial. Por tanto, si este anteproyecto se lleva adelante abandonaríamos el camino no sólo de la fe cristiana, sino de la sabiduría humana y jurídica de todos los tiempos: la senda de la recta razón. Solamente el Matrimonio, engendrando y educando a sus hijos, contribuye de manera insustituible al crecimiento y estabilidad de la sociedad. Por eso le es debido el reconocimiento y el apoyo legal del Estado. En cambio, a la convivencia de homosexuales, que no pueden tener nunca esas características, no se le puede atribuir una dimensión social semejante a la del matrimonio y a la de la familia.
Es justo, y ha de exigirse con toda la fuerza de la ley, que las personas homosexuales no sean discriminadas en sus derechos ciudadanos. Pero no es menos exigible, por las normas de un derecho justo, atento al bien común y a los derechos fundamentales de los más débiles -los niños en este caso-, que las instituciones sociales fundamentales y enraizada en la misma naturaleza humana sean tuteladas y promovidas con todo vigor por una legislación que busque la realización auténtica de la justicia y de la solidaridad. El matrimonio, institución esencialmente heterosexual, es decir, que no puede ser contraído más que por personas de diverso sexo: una mujer y un varón, es una de las más básicas: ¡absolutamente vital para el futuro de la sociedad! A dos personas del mismo sexo no les asiste ningún derecho a contraer matrimonio entre ellas. El Estado, por su parte, no puede reconocer este derecho inexistente, a no ser actuando de un modo arbitrario que excede sus capacidades y que dañará, sin duda muy seriamente, el bien de todos. Las razones de orden antropológico, social y jurídico que avalan esta afirmación, son de sentido común.
Las consecuencia de las medidas legislativas que se pretenden adoptar, van a ser con toda seguridad, muy negativas. Porque no se trata de reconocer un pretendido derecho a algunas personas que en nada perjudicaría a los demás. Si el Estado procede a dar curso legal a un supuesto matrimonio entre personas de un mismo sexo -recordaba el Comité Ejecutivo de la CEE- ocurrirá lo mismo como cuando se fabrica moneda falsa: se devalúa la moneda verdadera y se pone en peligro todo el sistema económico. De igual manera equiparar las uniones homosexuales a los verdaderos matrimonios, es introducir un peligroso factor de disolución de la institución matrimonial y, con ella, del justo orden social.
“‘¿Será posible seguir sosteniendo la verdad del matrimonio, y educando a los hijos de acuerdo con ella, sin que padres y educadores vean conculcado su derecho a hacerlo así por un nuevo sistema legal contrario a la razón? ¿No se acabará tratando de imponer a todos por la pura fuerza de la ley una visión de las cosas contraria a la verdad del matrimonio?’ (Comité Ejecutivo de la CEE, A favor del verdadero matrimonio, nº 4 b y c).
La adopción ha de mirar siempre al bien de lo niños, no a supuestos derechos de quienes los desean adoptar. Dos personas del mismo sexo, que pretenden suplantar a un matrimonio, no constituyen un referente adecuado para la adopción. ‘La figura del padre y de la madre es fundamental para la neta identificación sexual de la persona. Ningún estudio ha puesto fehacientemente en cuestión estas evidencias’ (A favor del verdadero matrimonio, nº 4 a).”
Es evidente que para una conciencia ciudadana, rectamente formada, y no digamos para los católicos, se impone, sobre todo en una situación como la actual de dramático descenso de la natalidad y del masivo envejecimiento de la sociedad, el grave deber de intervenir activamente en el debate abierto en la sociedad española promoviendo un estado de opinión pública que favorezca las modificaciones pertinentes en el anteproyecto de ley presentado. No puede faltar, por supuesto, la oración de toda la Iglesia, especialmente de las comunidades de vida contemplativa, capaz de mover corazones y transformar el interior de las personas y de la conciencia social.
Estas súplicas por el futuro del matrimonio y de nuestras familias las confiamos al cuidado maternal de la Virgen, Nuestra Señora de La Almudena.
Con todo afecto y mi bendición,