A la diócesis de Madrid al comienzo del Año Eucarístico 2004-2005

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

Jesucristo es Pan partido para la vida del mundo: esta es la fe de la Iglesia, que nos hace vivir y consecuentemente celebrar el mayor acontecimiento que los siglos han visto y verán. Y hoy, en los albores de un nuevo milenio, y poco después de haber celebrado con gozo y gratitud el gran jubileo de la encarnación de Cristo Jesús, el Señor -el mismo, ayer, hoy y siempre -, nosotros, Iglesia particular que peregrina en Madrid, continuamos experimentando su presencia a través de su palabra, de las celebraciones litúrgicas y cuando lo vemos en los hermanos que sufren. Pero sobre todo y singularmente esto lo experimentamos en la Eucaristía: sacrificio, memorial y banquete . Para gloria del Padre, en la celebración central de los cristianos, la “fracción del pan”, Cristo presente real y corporalmente, ofrece como alimento, para la vida nueva, el mismo cuerpo que nació de Santa María Virgen, inmolado en la Cruz, carne vivificada y vivificante por el Espíritu Santo.

Confiados en esta presencia del Resucitado que estará con nosotros hasta el final de los tiempos , hemos recibido con gratitud la Carta Encíclica del Santo Padre Ecclesia de Eucharistia y la posterior Instrucción Redemptionis Sacramentum que se debe considerar en continuidad con aquella, coronadas por la Carta Apostólica Mane nobiscum Domine publicada para la apertura del Congreso Eucarístico Internacional que se clausura en el día de la fecha . Son documentos que profundizan en algunos aspectos del misterio eucarístico, nos invitan a vivir más hondamente el misterio de la Santa Eucaristía , resaltan su centralidad en la vida y misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo y proporcionan caminos para superar deficientes formas de comprenderlo y de vivirlo en su quehacer pastoral, a la vez que la enriquecen con más hondas y nuevas perspectivas de espiritualidad eucarística en el gran y actual empeño de la nueva Evangelización. Ambos textos han de ser leídos con detenimiento y docilidad interior preguntándonos, con palabras del Apocalipsis, qué dice el Espíritu a nuestra Iglesia particular.

Jesucristo vivo en la Iglesia

Lo hacemos en este periodo, histórico y crucial de los inicios del Tercer Milenio del cristianismo, en el que nuestra diócesis prepara el Tercer Sínodo de su historia diocesana. Somos conscientes de nuestra tarea: ¡reflejar la luz de Cristo ante los hombres nuestros hermanos! Cometido que difícilmente podremos cumplir si no somos los primeros contempladores del rostro de Cristo . Es, por lo tanto, indispensable que primero vivamos la experiencia de Cristo en la celebración de sus misterios. En ellos, por las palabras de Cristo y la invocación del Espíritu Santo, nos encontramos con el Señor Resucitado. Sólo así podremos decir en verdad: Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros .

Los hombres nuestros hermanos, mirando al Cristo anunciado, podrán hallar la única esperanza que puede dar plenitud de sentido a la vida: la vida eterna. Y lo pueden encontrar hoy y siempre, en comunión con nosotros, porque Jesús está presente, vive y actúa en su Iglesia: Él está en la Iglesia y la Iglesia está en Él . En ella, por el don del Espíritu Santo, continúa sin cesar su obra salvadora .

Esta Iglesia que peregrina entre los hombres, volviendo su mirada agradecida a Jesucristo Eucaristía, se ha reunido en contemplación y adoración en el 48° Congreso Eucarístico Internacional, en la ciudad de Guadalajara (México), del 10 al 17 de octubre. En esta Statio orbis, la Iglesia congregada en oración, contemplación y celebración, se adentra en el nuevo milenio con esperanza renovada, adorando a Jesús Eucaristía, luz y vida para el peregrinar de la Humanidad en busca de mejores condiciones de vida, verdaderamente dignas del hombre y de su salvación, mientras anhela la patria definitiva. Con ocasión de este acontecimiento el Santo Padre Juan Pablo II ha convocado un Año de la Eucaristía que concluirá con la Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos en Roma, del 2 al 24 de octubre del 2005, cuyo tema será “La Eucaristía, fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia”; año en el que se celebrará la Jornada Mundial de la Juventud en Colonia del 16 al 21 de agosto, y en la que la Eucaristía será el centro vital en el que los jóvenes encontrarán alimento para su fe y su entusiasmo .

Este Año puede ser para toda la Iglesia una maravillosa oportunidad de glorificar a Jesucristo -presente en ella- venerándolo públicamente con vínculos de caridad y de unidad; una magnífica ocasión de manifestar su fe en la presencia real de Jesucristo en la Santa Eucaristía; de renovarse toda ella en la vivencia plena y fiel del Misterio de ese Santísimo Sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo, el Salvador, sin la cual es imposible asumir los nuevos compromisos con la evangelización que tanto nos urge. Para todo lo cual se requiere una esmerada preparación.

Jesucristo presente entre los hombres

Con ojos de fe podemos ver la misteriosa acción de Jesucristo en los sacramentos que ha instituido y dejado a su Iglesia. Es verdad que Él está verdaderamente presente también en el mundo de diversos modos. En cada época histórica puede descubrirse su presencia en sus discípulos que, fieles al doble mandamiento de la caridad, adoran a Dios en espíritu y en verdad , y testimonian con la vida el amor fraterno que los distingue como seguidores y testigos del Señor . Sin embargo el Señor está presente, ante todo, en la Sagrada Escritura, que, leída y proclamada en la Iglesia, habla de Él en todas sus páginas . Y, de un modo especialmente eficaz, está presente el Señor Jesús en las acciones litúrgicas que, en su nombre, celebra la Iglesia. Los sacramentos son acciones del mismo Cristo, que Él realiza a través de los hombres. No se insistirá suficientemente en recordar que, porque Cristo mismo actúa en ellos por medio del Espíritu Santo, los sacramentos se deben celebrar con el máximo esmero y poniendo las condiciones apropiadas.

Pero de una manera verdaderamente única está presente en la Eucaristía. La Iglesia enseña constantemente que esta presencia se llama “real”, no por exclusión, como si las otras no fueran “reales”, sino por antonomasia , ya que es sustancial, y por ella ciertamente se hace presente Jesucristo, Dios y hombre, entero e íntegro en los especies eucarísticas . Transubstanciación es la fórmula empleada por la doctrina de la Iglesia para expresar la hondura insuperable de lo que acontece en la consagración del pan y del vino en la Eucaristía. En efecto, en el Sacramento de la Eucaristía se contiene verdadera, real y sustancialmente, el Cuerpo y la Sangre, juntamente con el alma y la divinidad, de Nuestro Señor Jesucristo, es decir, Cristo entero. Con otras palabras, el Sacramento de los sacramentos contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, Cristo mismo, nuestra Pascua. Verdaderamente la Eucaristía es mysterium fidei, misterio que supera nuestro pensamiento y puede ser acogido sólo en la fe. Por medio de este admirable Sacramento vive la Iglesia ya que se nos comunica el don del Espíritu para nuestra santificación y para la edificación de la comunidad de los fieles como el Cuerpo de Cristo que va creciendo y completándose en la historia. No sólo es verdadero sacrificio y banquete en el cual Jesucristo se ofrece como alimento de la vida recibida en el Bautismo y marcada por el Crisma, sino además, es anticipación del Paraíso y prenda de la gloria futura en las Bodas del Cordero. Quien se alimenta de Jesucristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra como anuncio y primicia de la plenitud futura, que abarcará al hombre en su totalidad , en su cuerpo y en su alma. Por ello, la Eucaristía es la fuente y, al mismo tiempo, la cumbre de toda la evangelización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Jesucristo y, en Él, con el Padre y con el Espíritu Santo. La Iglesia, en su peregrinación, acude a ella y vive de ella, fuente y cima de toda la vida cristiana porque reconoce en el Sacramento al mismo Hijo de Dios y de Sta. María, que penetra en nuestra historia y proyecta la luz definitiva sobre nuestro camino en la andadura de este mundo.

La mejor manera de anunciar que la Eucaristía, supremo don de Cristo a la Iglesia, hace presente sacramentalmente el sacrificio de Cristo para nuestra salvación -su muerte en la Cruz y su resurrección- es una digna y auténtica celebración. En la celebración de los sagrados misterios el creyente experimenta la presencia divina y entra en comunión con ella al comulgar el Pan de Vida y beber del Cáliz de la salvación; el memorial de la Pascua de Cristo es por naturaleza portador de la gracia en la historia humana; abre, por tanto, al futuro de Dios; y, siendo comunión con Jesucristo, con su Cuerpo y su Sangre, ya, ahora, posibilita la comunión con los hermanos en la caridad de Cristo, especialmente para con los más pobres y afligidos, impulsando la búsqueda de los pecadores y de la solidaridad activa y amorosa con los demás hombres y con toda la creación, que nos ofrece sus frutos en el pan y vino para la celebración de la Misa.

Las continuas visitas pastorales por las diversas comunidades de nuestra diócesis nos han hecho a todos ser más conscientes de que, es preciso seguir insistiendo en una digna y participativa celebración Eucarística, y de que hace falta, como premisa espiritual y pastoral para conseguirlo, promover otras formas de oración comunitaria. La celebración de la Eucaristía precisa de un ambiente cuidado de piedad eucarística, si no quiere perderse en la superficialidad ruidosa o en la mera rutina formalista. En particular, se han de promover las diversas manifestaciones del culto eucarístico fuera de la Misa : adoración personal, exposición y procesión, que se han de concebir como expresión de fe en la presencia real y permanente del Señor en el Sacramento del altar y momentos singularmente valiosos para el diálogo contemplativo del cara a cara con el Señor . No olvidando, por supuesto, la conexión que la celebración, personal o comunitaria de la Liturgia de las Horas, tiene con el misterio eucarístico. Esta relación y el intrínseco valor del Oficio Divino para los fieles laicos ha sido puesto de relieve por el Concilio Vaticano II. Para ello es imprescindible un horario amplio de apertura en las iglesias de la Diócesis sin recelos y miedos excesivos. Siempre se podrá contar -¡estoy seguro!- con fieles dispuestos a la guardia del “Santísimo” -por usar una de las expresiones más populares de nuestra tradicional piedad eucarística-. ¡Ofrezcamos así ámbitos de silencio en la presencia de Cristo Sacramentado para la oración personal, para la íntima de los padres de familia con sus niños, la de los amigos y novios que rezan juntos, para los pequeños grupos…! Y propiciemos con esmero, facilitando los medios necesarios para ello -los textos del oficio que se va a recitar…-, en las parroquias y en las iglesias de los Institutos de Vida consagrada una participación abierta, al menos, en las Laudes, las Vísperas y el Santo Rosario, un “camino” que nos introduce en la escuela de María y ayuda a la contemplación eucarística .

Responsabilidad de los ministros

Si la Eucaristía es centro y cumbre de la vida de la Iglesia, también lo es del ministerio sacerdotal. Por eso, con ánimo agradecido a Jesucristo, nuestro Señor, reitero con Juan Pablo II, que la Eucaristía es la principal y central razón de ser del sacramento del sacerdocio, nacido efectivamente en el momento de la institución de la Eucaristía y a la vez que ella .

Hago mías sus palabras cuando el Papa recuerda “la gran responsabilidad que en la celebración eucarística tienen principalmente los sacerdotes, a quienes compete presidirla in persona Christi, dando un testimonio y un servicio de comunión, no sólo a la comunidad que participa directamente en la celebración, sino también a la Iglesia universal, a la cual la Eucaristía hace siempre referencia. Por desgracia, es de lamentar que, sobre todo a partir de los años de la reforma litúrgica postconciliar, por un malentendido sentido de creatividad y de adaptación, no hayan faltado abusos, muy nocivos para una auténtica y fructuosa recepción de la renovación querida por el Concilio, causando malestar y escándalo en muchos; frecuentemente entre los más pequeños. Por tanto, siento el deber de hacer una acuciante llamada de atención para que se observen con gran fidelidad las normas litúrgicas en la celebración eucarística. Son una expresión concreta de la auténtica eclesialidad de la Eucaristía; éste es su sentido más profundo. La liturgia nunca es propiedad privada de alguien, ni del celebrante ni de la comunidad en que se celebran los Misterios. También en nuestros tiempos, la obediencia a las normas litúrgicas debería ser redescubierta y valorada como reflejo y testimonio de la Iglesia una y universal, que se hace presente en cada celebración de la Eucaristía. El sacerdote que celebra fielmente la Misa según las normas litúrgicas y la comunidad que se adecua a ellas, demuestran de manera silenciosa pero elocuente su amor por la Iglesia” .

Fidelidad al sentir eclesial

Precisamente para reforzar este sentido profundo de las normas litúrgicas, el Santo Padre anunciaba en la Carta Encíclica sobre la Eucaristía que había solicitado a los Dicasterios competentes de la Curia Romana la preparación de un documento más específico, incluso con rasgos de carácter canónico, sobre este tema de gran importancia. Añadiendo que “a nadie le está permitido infravalorar el Misterio confiado a nuestras manos: éste es demasiado grande para que alguien pueda permitirse tratarlo a su arbitrio personal, lo que no respetaría ni su carácter sagrado ni su dimensión universal” .

La Liturgia eucarística reformada por mandato del
Concilio Vaticano II

El 4 de diciembre de 2003 se conmemoraba el 40 aniversario de la promulgación de la Constitución conciliar Sacrosanctum Concilium sobre la Sagrada Liturgia. Nunca un concilio anterior había dedicado todo un documento a la Liturgia, y el Vaticano II, al hacerlo, ofreció una riquísima reflexión sobre la misma llegando a afirmar que “la liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza” .

Fruto de aquella importante enseñanza teológica y pastoral fue la reforma de la celebración que constituye el centro y el culmen de la función santificadora de la Iglesia: la del sacramento de la Eucaristía. Sería en 1969, tras varios años de preparación, cuando se publica el Ordo Missae reformado según los decretos del Concilio Vaticano II; al año siguiente aparecería la primera edición típica del Missale romanum, verdadero don del Papa Pablo VI a la Iglesia; y en 1978 se publicaría la edición oficial española del Misal romano.

Con esta reforma de la liturgia eucarística, se pretendía manifestar con mayor claridad el sentido propio de cada una de sus partes y su mutua conexión, de acuerdo con el criterio más significativo de los Padres conciliares en lo que tocaba a la celebración eucarística: facilitar la piadosa y activa participación de los fieles. Y todo ello en una clara continuidad no interrumpida de este rito respecto de toda la tradición precedente, y de un modo particular respecto de la doctrina del Concilio de Trento.

Así, cuando la comunidad cristiana celebra la Eucaristía con el Misal romano no sólo puede descubrir la inmensa riqueza teológica, celebrativa, pastoral y espiritual que contiene este fruto del Concilio; sino que se une a la tradición interrumpida que arranca del mismo mandato del Señor de celebrar su Cena en conmemoración suya, anunciando su muerte y proclamando su resurrección hasta que Él vuelva.

Desde las primeras descripciones de la celebración eucarística, entre la que sobresale la recogida por san Justino hacia la mitad del siglo II , hasta la tercera edición típica del Misal romano aprobada por Juan Pablo II en el año 2002, la Iglesia no ha pretendido imponer una rígida y caprichosa uniformidad, sino asegurar a todos los creyentes la unidad de unos gestos y de unas acciones que tienen valor salvífico y producen una eficacia salvífica, garantizando la unidad en el culto que debe expresar la fe de la Iglesia (lo que oramos es lo que creemos), y permitiéndonos continuar celebrando la Eucaristía en aquella misma tradición recibida de nuestro Señor Jesucristo.

Único acto de culto

En la celebración eucarística, según las indicaciones del Concilio Vaticano II, la Eucaristía aparece como un único acto de culto, pero con las partes fundamentales, Liturgia de la Palabra y Liturgia de la Eucaristía, perfectamente diferenciadas.

La Liturgia de la Palabra, con sus gestos y posturas corporales, con sus aclamaciones y sus silencios, Dios nutre la fe de su pueblo, le manifiesta el misterio de la redención y salvación, y le ofrece su alimento espiritual .

El Concilio se hizo eco de toda la tradición cristiana al afirmar que Jesucristo está presente en su Palabra, pues cuando se leen en la Iglesia las Santas Escrituras, también el Antiguo Testamento, es Él quien habla . Es importante esta afirmación de los Padres conciliares, a menudo olvidada o ignorada: la presencia de Cristo en la Palabra la refiere el Vaticano II explícitamente a la lectura eclesial o litúrgica. Es en la celebración, dirá en otro lugar la Constitución sobre la Sagrada Liturgia, donde el Señor continúa anunciando el Evangelio .

Cuando la Iglesia lee y proclama en la liturgia la palabra de Dios contenida en las Escrituras, lo hace para expresar la palabra viva de Dios que habita en ella, de la que nació y de la que es depositaria. No se lee para desenterrar una palabra pronunciada en el pasado. De poco valdrían los meros recuerdos si no fuesen acciones presentes. La palabra se realiza en la historia, es contemporánea nuestra. Por eso podemos celebrarla como lo que es, una presencia viva de Dios, de Jesucristo que nos habla.

Esta palabra aceptada y acogida por los creyentes se convierte en profesión de fe y en oración intercesora por todos los hombres. La proclamación del Símbolo de la Fe ha sido revalorizada como expresión de la fe de nuestro bautismo, al quedar ligada sobre todo a los domingo. Se ha recuperado la oración universal de los fieles, verdadero ejercicio del sacerdocio bautismal en la que todos los miembros de la asamblea oramos por las necesidades y la salvación de todos.

El Leccionario de la Misa pone a disposición de todos los fieles los tesoros bíblicos de la Iglesia, con lecturas propias para cada día cuidadosamente escogidas. Se recuperó el lugar propio para la proclamación de la palabra de Dios, el ambón de la palabra, que nos recuerda aquel primer Edén como lugar de diálogo entre el Creador y sus criaturas, o al sepulcro vacío, anuncio rotundo de la Resurrección, desde el que Cristo sigue anunciando el Evangelio.

Leccionario y ambón son expresiones concretas de la gran revalorización dada a la Liturgia de la palabra por parte del Concilio. Por ello, a la luz de la historia resulta incomprensible aceptar como progresos legítimos prácticas cómo las de sustituir los textos bíblicos por otro tipo de lecturas o la de utilizar el ambón para otros usos. Se trata en realidad de un error litúrgico: volver a sustituir el alimento de la palabra divina, con toda su fuerza salvífica y liberadora, a cambio de las opiniones o creaciones de diferentes autores; volver a privar de su fuerza simbólica los espacios de la celebración, con su valor dignificante, educativo, fomentador de la piedad auténtica, a cambio de un mero sentido práctico como puede ser el uso de un micrófono.

La Liturgia Eucarística incluye los gestos principales que Jesucristo realizó y las palabras que pronunció en la Última Cena. La Iglesia organiza la celebración de la liturgia eucarística según los pasos que responden a las palabras y los actos de Cristo: tomar el pan y el cáliz, dar gracias, partirlo y distribuirlo.

Cristo, que nos ha entregado el alimento de su Palabra, ahora nos ofrece su Cuerpo entregado por nosotros y su Sangre derramada por nosotros como supremo don y alimento espiritual. Cristo mismo se nos da. La Eucaristía es la presencia dinámica del Señor en la palabra y la presencia real en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. Presencia que sólo será comprendida rectamente cayendo en la cuenta del gesto y de la palabra que la han provocado: la oblación, Cristo se hace presente para donarse.

Es en el altar, donde Cristo, en la persona del sacerdote, sigue haciendo presente para la Iglesia el sacrificio de la cruz . El altar, polo central del espacio celebrativo, nos ayuda a descubrir lo que es centro y culmen de toda la celebración: la gran oración eucarística de acción de gracias y santificación, que denominamos Plegaria Eucarística. El sentido de esta oración es que toda la congregación de los fieles se una con Cristo en el reconocimiento de las grandezas de Dios, en la ofrenda del sacrificio, y en el don de la salvación.

La Plegaria Eucarística no es sólo una narración, una enseñanza, una catequesis o un tratado teológico –aunque todos estos aspectos están incluidos en ella–. Es, ante todo y sobre todo, oración. Plegaria que cumple lo que Cristo ha instituido como memorial y expresa el significado del mandato del Señor.

El inmenso trabajo de renovación de la celebración litúrgica en favor de una mayor y mejor participación de la comunidad, acometido por la reforma del Vaticano II, tiene uno de sus exponentes en la variedad de plegarias eucarísticas. Desde 1968 la Liturgia romana cuenta con otras Plegarias Eucarísticas, además del venerable Canon romano. Son cuatro las Plegarias Eucarísticas contenidas en el Misal, a las que hay que añadir las tres Plegarias Eucarísticas “para las misas con niños” y las dos “sobre la reconciliación”, y las Plegarias Eucarísticas para Misas por diversas necesidades.

Quienes presiden la Misa deben hacer uso de la facultad de elegir la Plegaria Eucarística más apropiada, introduciendo en ella las variantes y los embolismos previstos en el Misal para las diversas circunstancias. No hacerlo por rutina o por afán inmovilista, significa privar a los fieles de la posibilidad de conocer y de gustar todas las Plegarias que la Iglesia ha creado y ha autorizado con la finalidad de nutrir espiritualmente a las comunidades cristianas.

Utilizar oraciones eucarísticas no aprobadas por la Iglesia o alterar el contenido de las autorizadas, introduciendo textos compuestos privadamente, además de constituir un gravísimo abuso que pone en peligro la eclesialidad de la celebración, constituye una nueva forma de arbitrariedad y de autoritarismo clerical sobre los fieles, que tienen el derecho de celebrar una liturgia verdadera.

La importancia de lo ritual-simbólico

Junto a la palabra utilizada para explicitar lo que se celebra no debe faltar el gesto que refrenda el sentido y la eficacia del rito.

No podemos confundir la opción de la reforma conciliar por unos signos marcados por la autenticidad, la verdad, la sencillez y la transparencia, con un empobrecimiento ritual-simbólico de la celebración de la Eucaristía en pro de una simplicidad racionalista. Muy a menudo lo simbólico se difumina y desaparece.

El mismo rito de la “fracción del pan”, como gesto que evoca el nombre más antiguo de la Eucaristía, o la siempre más expresiva y plena comunión bajo las dos especies, son dos claros ejemplos; dos gestos, que desde su misma expresividad permiten a los que participan de la Eucaristía siguiendo las normas litúrgicas contemplar y vivenciar en más profundidad el misterio que celebran.

Toda la celebración eucarística está llena de signos, imágenes y cosas que se nos imponen por sí mismas. Hay gestos, movimientos, acciones, vestiduras, utensilios, edificios, tiempos y lugares que tienen una connotación profundamente simbólica, y que si prescindimos de ellos, caeremos en el peligro de una vulgarización que, suprimiendo el sentido de lo sagrado, se encierre en un ritualismo vacío y sin sentido.

Una celebración eucarística verdaderamente participada

La Constitución Sacrosanctum Concilium señala las notas esenciales de la participación cuando dice que debe ser consciente, activa y plena .

La participación de los fieles laicos en la celebración de la Eucaristía, y en los otros ritos de la Iglesia, no puede equivaler a una mera presencia, más o menos pasiva, sino que se debe valorar como un verdadero ejercicio de la fe y la dignidad bautismal.

Es necesario que recordemos que la fuerza de la acción litúrgica no está en el cambio frecuente y arbitrario de los ritos, sino, verdaderamente, en profundizar en la Palabra de Dios y en el misterio que se celebra.

Después del Concilio Vaticano II se ha enseñado a los fieles a participar externamente, pero deberíamos preguntarnos si se ha enseñado a participar interna, consciente y plenamente. Tal vez, ésta sea una asignatura pendiente a la que todos los pastores están comprometidos, y que exige un esfuerzo continuo de formación litúrgica, de catequesis mistagógica, de preparación de las celebraciones y de prolongar la celebración en la oración y en la propia vida.

La participación consciente, activa y plena de los fieles no consiste en que todos deban realizar alguna acción o intervención concreta. Muchas veces se ha confundido participación con actuación. Expresión concreta de esto pueden ser muchas celebraciones de primeras comuniones, en las que el esfuerzo se dirige a que cada niño “haga algo”, y no tanto a educarles en la acogida de la Palabra que se les dirige y la comunión con el misterio del Cuerpo y la Sangre de Jesucristo que celebran, que han de acoger y recibir siempre con el corazón bien dispuesto y el alma limpia: ¡es a Jesucristo a quien reciben! Los resultados son muchas veces motivos de insatisfacciones y frustraciones.

Junto a esto, no se puede olvidar la necesidad de los servidores de la Palabra: los lectores, y de la mesa de la Eucaristía: los acólitos. Estos ministerios, tanto instituidos como ocasionales, deben ser vividos como un verdadero servicio al Señor y no ha de faltar la necesaria preparación y disposición para ello.

En la Iglesia siempre ha sido máxima para el ejercicio de todo ministerio que el ministro haga todo, y sólo, lo que debe. Por eso, no se es mejor ministro, ni se sirve mejor, por realizar funciones que no son las que corresponden al propio estado o condición. La homilía, pronunciar la Plegaria Eucarística, ayudar en la fracción del pan, asumir funciones o vestiduras propias de los ministros ordenados, realizar ministerios extraordinarios sin verdadera necesidad, no responde a la verdadera dignidad y valor del sacerdocio común de los laicos.

Volver a comenzar desde Cristo

El Papa Juan Pablo II ha convocado un Año de la Eucaristía porque el programa que ha planteado a la Iglesia para inicios del nuevo milenio se basa en “volver a comenzar desde Cristo”. Este Año busca ayudar a crecer a cada comunidad eucarística en la fe y en el amor hacia el Cuerpo entregado y la Sangre derramada del Señor para la vida del mundo. Para transformarnos en víctimas vivas para alabanza de su gloria como decimos en el corazón de la Anáfora en la Misa. Remando mar adentro, volviendo a la experiencia de los orígenes, nos encontramos con Santa María, Mujer eucarística. Ella, Madre de la Esperanza, Virgen de La Almudena, nos anima a no “olvidar que el «culto espiritual agradable a Dios” se plasma y verifica en la existencia cotidiana, vivida en la caridad por la entrega libre y generosa de uno mismo incluso en momentos de aparente impotencia.

Así, la vida está animada por una esperanza inquebrantable, porque sólo se apoya en la certeza del poder de Dios y la victoria de Cristo: es una vida rebosante de consolaciones de Dios, con las cuales hemos de consolar, por nuestra parte, a cuantos encontramos en nuestro camino . Justamente eso pretendemos y buscamos con el Sínodo Diocesano. “El Año de la Eucaristía” nos ayudará, sin duda, a configurar y desarrollar su fase final -la de la Asamblea Sinodal- con el espíritu y el propósito que ha inspirado su convocatoria y todo su proceso de preparación: el de que alumbre con renovada fuerza y claridad la esperanza porque, en Madrid, la Iglesia diocesana está dispuesta a asumir con nueva fidelidad y entrega el mandato del Señor: “predicad el Evangelio a toda criatura” para que nuestros hermanos, los madrileños de comienzos del Tercer Milenio, crean y se salven.

Con todo afecto y mi bendición,

+ Antonio Mª Rouco Varela
Cardenal-Arzobispo de Madrid

Cf. Hb 13,8.
Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 7.

Cf. Mt 28,20.
Cf. Juan Pablo II, Carta Apostólica Mane nobiscum Domine, 4.
Cf. Ibidem, 2.

Cf. Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo millennio ineunte, 16.
Cf. 1 Jn 1,3.
Cf. Jn 15,1ss.; Ga 3,28; Ef 4,15-16; Hch 9,5.
Cf. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Postsinodal Ecclesia in Europa, 22.
Cf. Juan Pablo II, Carta Apostólica Mane nobiscum Domine, 4.30.
Cf. Jn 4,24.
Cf. Mt 25,31-46; Jn 13,35; 15,1-17.
Cf. Lc 24,27.44-47.
Cf. Juan Pablo II, Carta Apostólica Mane nobiscum Domine, 18.
Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1374.
Cf. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Postsinodal Ecclesia in Europa, 18.
Cf. Juan Pablo II, Carta Apostólica Mane nobiscum Domine, 15; cf. Congregación para el Culto Divino, Año de la Eucaristía. Sugerencias y propuestas, 24.
Cf. Ibidem, 18.30.
Cf. Ibidem, 18.
Cf. Juan Pablo II, Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, 137; Mane nobiscum Domine, 18; cf. Congregación para el Culto Divino, Año de la Eucaristía. Sugerencias y propuestas, 17.
Cf. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Postsinodal Ecclesia in Europa, 31.
Cf. Ibidem, 52.
Cf. Ibidem, 52.
Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 10.
Cf. Justino, Apología I, 67.
Cf. Institutio Generalis Missalis Romani, 72.
Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 7.
Cf. Ibidem, 33; cf. Juan Pablo II, Carta Apostólica Mane nobiscum Domine, 13.

Cf. Institutio Generalis Missalis Romani, 72.
Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 11.14.

Cf. Rom 12,1.
Cf. 2 Co 1,4; cf. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Postsinodal Ecclesia in Europa, 80.

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