¡Los protagonistas del verdadero progreso del hombre!
Mis queridos hermanos y amigos:
Mañana celebra la Iglesia una solemnidad litúrgica singular: la solemnidad de todos los Santos. Enmarcada no sólo en uno de los capítulos más entrañables de la piedad de sus hijos, sino también en lo más hondo de su ser como instrumento o sacramento de comunión de los hombres con la vida íntima de Dios en su misterio trinitario de Padre, Hijo y Espíritu Santo. Celebramos esa multitud incontable de elegidos de toda raza, lengua y nación que gozan ya de la gloria de Jesucristo tal y como nos lo hace ver el libro del Apocalipsis. Sus vestiduras blancas han sido lavadas con la sangre del Cordero. Son los hijos de Dios que lo ven ya cara a cara por toda la eternidad. Ellos peregrinaron en este mundo como nosotros, en esa gran caravana de peregrinos que es la Iglesia. Fieles en la fe a Jesucristo, animados siempre en cualquier tribulación por la esperanza de la cruz gloriosa, amaron como el Evangelio del Hijo de Dios pide: como Él nos amó hasta entregar su vida por nosotros.
Miembros de Cristo y ungidos por el Espíritu en su bautismo los Santos se confiaron y sometieron a la voluntad del Padre así en la tierra como en el cielo. Vivieron y murieron en este mundo como sus hijos amados, en medio de las incomprensiones y persecuciones de los enemigos de la Cruz de Cristo. Fieles a la gracia de Dios, cumplieron su ley fielmente. Encarnaron, por ello, un modelo de ser hombre, nuevo, excelente, en el fondo revolucionario, tanto en su vida privada, como en los ámbitos de la sociedad donde les colocó el designio providente de Dios. En ellos, la Iglesia se verifica y se muestra al mundo como lo que es: el nuevo pueblo de Dios cuya Cabeza y Pastor invisible es Cristo; como la semilla fecunda e irradicable – para cualquier poder humano –de la nueva humanidad, de los nuevos cielos y de la nueva tierra que han de venir; que están viniendo ya, a pesar de todas las apariencias en contrario que el mundo intenta resaltar una y otra vez aprovechándose de los pecados y debilidades de muchos de sus hijos. Los santos constituyen la prueba más viva y más patente de la verdad de la Iglesia en el camino de su historia, entrelazada con la historia del hombre en todas las dimensiones en las que esta inmerso: desde la de su vida más íntima y personal hasta la de su realización más pública, social y política.
Los santos están hoy también aquí entre nosotros; siguen acompañándonos por los senderos ordinarios y extraordinarios por los que discurre nuestra existencia diaria. Nos los podemos tropezar en todo momento, en cualquier rincón de la Iglesia, por supuesto de la Iglesia en España. Se podría hacer la siguiente apuesta, sin miedo a perderla, con cualquier mediano observador de nuestra realidad eclesial: ¿verdad que conoces a cristianos, y no muy lejanos de tu entorno familiar o profesional, a los que sólo se les puede valorar en su testimonio de vida, muchas veces, sin excesivo relieve social, como santos? ¡No lo podría negar! Tendría que aceptar honrradamente que los pobres de espíritu, los afligidos, los mansos, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que tienen hambre y sed de justicia, los sembradores de paz, los perseguidos por causa de Cristo caminan con nosotros en el día a día de la Iglesia y del mundo. En ellos viven y cuajan los mejores frutos de la Iglesia en la España del atormentado 2004. Estos Santos anónimos de nuestro tiempo son los auténticos artífices de lo que verdaderamente puede calificarse de progreso en la actual sociedad española. Ellos sí la trasforman en el sentido más valioso y positivo de la expresión; la cambian para bien: el bien imperecedero.
Tipificarlos y concretarlos llenaría páginas del mejor, más fino y hondo conocedor de la actualidad española. Ahí están… entre nosotros: en la comunidad o grupo parroquial al que pertenecemos, en la comunidad de vida consagrada que ora y se entrega sin limitaciones de tiempo o espacio al amor de sus hermanos, quizá en el vecino de al lado, en nuestra propia familia, entre los amigos y compañeros de trabajo… Nos los encontramos todos los días, muchas veces sin caer en la cuenta expresamente de quien tenemos delante; y, sin embargo, emanan el buen olor de Cristo y su fragancia nos envuelve a todos. Son la respuesta de la Iglesia a los desafíos de la hora presente, ocupada y dominada por poderosas corrientes culturales, enormemente influyentes incluso en los niveles más altos y decisivos donde se ejerce el poder social y político, que alimentan, difunden y quieren hacer triunfar una visión del progreso del hombre en claves intelectuales y morales, ignorantes de Dios y de su historia de salvación, ajenas, cuando no opuestas a Cristo y a su Evangelio. No hay que amedrentarse. Se irán desvaneciendo entre los avatares no manipulables de la historia; se diluirán y perderán en su incapacidad de aportar soluciones de verdad -¡salvación!- al hombre. Quienes permanecerán, en cambio, son los Santos y los frutos inmarcesibles de sus vidas. Porque son los verdaderamente bienaventurados, los portadores del único futuro en el que el hombre puede ser feliz. ¡Su felicidad es la verdadera! No puede, por tanto, resultar extraño que el Santo Padre Juan Pablo II haya establecido como imperativo máximo para la evangelización del Tercer Milenio la pastoral de la santidad. En su asimilación jugosa y sincera habrá de esforzarse nuestro III Sínodo Diocesano de Madrid, si quiere de verdad alumbrar nuevos caminos para la transmisión de la fe, aquellos donde se pueda encender la esperanza.
Encomendémonos a todos los Santos en este año que termina, tan lleno de preocupaciones, dolores y esperanzas, como nos invita a hacerlo la Iglesia, que sabe bien que su Reina es María, la Reina de los Santos, la Virgen Inmaculada: Santa María de la Almudena.
Con todo afecto y mi bendición