Homilía en la Solemnidad de Nuestra Señora de La Almudena

Plaza Mayor; 9.XI.2004; 11’30 h.

(Za 2,14-17; Jdt 13,18bcde.19; Ap 21, 3-5a; Jn 19,25-27)

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

Un año más nos reunimos en torno al altar de Jesucristo para honrar a Santa María, Nuestra Señora de la Almudena, patrona de nuestra archidiócesis, y acogernos a su especial protección de Madre. La saludamos con las palabras del profeta -«alégrate y goza, hija de Sión, porque vengo a habitar dentro de ti»-, y la acogemos con mayor gozo aún apoyados en las palabras de Cristo: «He ahí a tu madre». Honramos a María porque el Señor ha habitado en ella. De ella podemos decir que es «la morada de Dios con los hombres», pues en ella el Hijo de Dios se ha convertido en nuestro hermano. Por ello nos la dio, desde lo alto de la cruz, como Madre nuestra, en cuyo regazo podemos acallar nuestras penas y encontrar siempre el consuelo de su maternidad.

1.    Junto a nosotros en la prueba

¡Qué bien lo hemos experimentado en este año en el que nuestra ciudad ha experimentado una de las tragedias más dolorosas de nuestra historia a causa de los atentados terroristas! Ella se mantuvo al pie de la cruz de tantas familias destrozadas por el dolor compartiendo el sufrimiento de las víctimas y moviendo los corazones de quienes se hicieron solidarios con ellas mediante la ayuda, en ocasiones heroica, a sus hermanos. La presencia maternal de María en esas horas de prueba anticipaba, en cierto sentido, la visión del libro del Apocalipsis en la que Dios enjuga las lágrimas de los ojos y anuncia el momento en que la muerte, el llanto y el dolor desaparecerán para siempre de la escena humana. En María, como figura de la nueva Jerusalén, Dios hace nuevas todas las cosas porque en ella comienzan a existir los cielos nuevos y la nueva tierra de los que brota el Salvador. Al darnos a Cristo nos ha dado la luz para todas nuestras pruebas y la fuerza para vivir, aún cargando con la cruz, en la esperanza de la gloria. Los sufrimientos de aquella inolvidable tragedia no han sido estériles. Refugiados en el seno de María, como el discípulo amado, experimentamos la certeza de que el amor vence al odio, y la vida se impone a la muerte. Desde aquel lejano 9 de Noviembre del año 1085, en el que apareció la imagen de la Virgen de la Almudena en la torre hendida de la muralla de nuestro Madrid, María, nuestra Madre y Patrona, no ha dejado de velar por nuestra ciudad y acompañarnos con el consuelo del triunfo de Cristo.

2.     El futuro en manos de nuestra Madre

También el futuro de Madrid está en sus manos y en su amor de madre. Nuestra comunidad vive un proceso vertiginoso de crecimiento y expansión económica y tecnológica y de un complejo desarrollo social: los nuevos barrios, la inmigración, las crisis que afectan a la familia, al matrimonio y a las nuevas generaciones. Vivimos momentos difíciles de una crisis cultural, humana y espiritual, ciertamente común a la sociedad española y europea en general, de suma gravedad en sus contenidos y en sus efectos sobre la vida de los más jóvenes e indefensos, que nos afecta a todos con rasgos peculiares. Se trata de una crisis del espíritu, que deja al hombre sin horizontes de trascendencia y que pretende, como el Papa ha advertido repetidamente, arrancar a Dios de nuestra sociedad y de la vida ordinaria, la que tiene su origen en la comunidad familiar y se despliega en todos los ámbitos donde el hombre desarrolla su existencia: el trabajo, la cultura, la economía, la política, etc.

En estas circunstancias hemos de acudir a María para que la Iglesia y la comunidad de los cristianos sigan siendo testigos y artífices vivos y auténticos de «la morada de Dios con los hombres». Esa morada es la Iglesia que, a ejemplo e imitación de María, se abre a la Palabra de Dios y acoge el evangelio de la Esperanza, dando testimonio de que Dios vive en medio de su pueblo. Lo que el Papa dice para Europa, podemos aplicarlo a España y a nuestra ciudad de Madrid: «Europa necesita evangelizadores creíbles, en cuya vida, en comunión con la cruz y resurrección de Cristo, resplandezca la belleza del Evangelio» . Esta belleza se revela en el valor insustituible de la Ley de Dios, Ley Nueva por su gracia, que, acogida con humilde docilidad, abre las puertas de las personas y de la sociedad a la verdadera vida, edificándola ya aquí en los valores que tanto añoramos: la paz, la justicia, la fraternidad. Una sociedad que da la espalda a la Ley de Dios termina por deshumanizar al hombre y volverse contra el mismo hombre, contra su inviolable dignidad y sus derechos más sagrados. Se explica así la llamada que el Papa hace a Europa: «Descubre el sentido del misterio: vívelo con humilde gratitud; da testimonio de él con alegría sincera y contagiosa. Celebra la salvación de Cristo: acógela como don que te convierte en sacramento suyo y haz de tu vida un verdadero culto espiritual agradable a Dios» .

3.     Testigos del misterio

Descubrir el sentido del misterio es reconocer que el sentido de la vida empieza y termina en Dios Creador y Redentor del hombre. Los cristianos, por nuestra «vocación celestial» (Heb 3,1), estamos llamados a dar testimonio de este misterio que engloba y abarca toda la vida del hombre, desde su nacimiento hasta su muerte. Toda la vida del hombre es un profundo misterio cuya clave se encuentra en Dios. Por ello, los cristianos, tanto consagrados como seglares, debemos vivir como testigos de ese misterio proclamando la verdad sobre el hombre a la luz de su destino trascendente. Cuando la Iglesia defiende la verdad sobre el hombre frente a todos los ataques que se dirigen contra su vida y muerte natural, contra los derechos fundamentales de la persona, contra la institución matrimonial y familiar, contra el verdadero sentido de la sexualidad humana, no hace sino reconocer que nadie puede manipular la condición humana tal como ésta ha sido pensada y creada por Dios.

Es preciso, por tanto, que los cristianos demos testimonio de la verdad integral sobre el hombre sin dejarnos arrastrar por ideologías que, bajo pretexto de defender pretendidas versiones, calificadas de progreso, de los derechos de la persona, conducen a su deterioro y aniquilamiento. Son ideologías que, en definitiva, nacen de un desconocimiento de la persona humana, y que la abocan a la negación de sí misma como imagen y semejanza de Dios. Amar al hombre, tal como éste ha salido de las manos de Dios, nos llevará a ser testigos de su amor en el matrimonio y la familia, entre los más pobres y necesitados, entre los marginados, entre los que hay que contar a los ancianos que son abandonados o cuya muerte se desea, y hasta se busca, por resultar incómodos para nuestra sociedad.

4.     La Iglesia de Madrid, fiel a Cristo y a favor del hombre

La Iglesia de Madrid, a imagen de María, quiere ser la «morada de Dios entre los hombres», es decir, el lugar donde todo madrileño, habitante o transeúnte en nuestra ciudad, sepa dónde puede encontrar y experimentar la cercanía de Jesucristo, Aquél que, como dice el libro del Apocalipsis, «hace nuevas todas las cosas». Sólo el Señor resucitado es capaz de vivificarnos plenamente y hacer de nosotros instrumentos de vida para el mundo. Como María debemos dejarnos vivificar por Él y ponernos, como siervos humildes, a su servicio especialmente en los momentos difíciles junto a la cruz. Al pie de la cruz, María nos ofrece el ejemplo de la fidelidad martirial tan necesaria en nuestro tiempo. Muchos cristianos huyen o se desalientan ante la dificultad. Lejos de confesar valientemente su fe, se pierden por los falsos caminos de la ignorancia de Dios, del olvido de sus raíces cristianas, e incluso de la soberbia displicencia ante las exigencias morales del evangelio. Como aquellos primeros oyentes de la predicación de Cristo, que la consideraban «duro lenguaje», también hoy muchos cristianos prefieren adaptar las exigencias morales del evangelio a la mentalidad subjetiva y relativista de nuestro tiempo.

Al pie de la cruz, por el contrario, María nos da ejemplo de heroica fidelidad, de valiente confesión de la fe y del amor a Cristo, de firme resistencia frente a toda tentación de escándalo y huída de la verdad. Es el ejemplo de la Virgen fuerte que permanece en la verdad aun cuando ésta resulte escandalosa para quienes la contemplan bajo la imagen del Crucificado. Adherirse a esta verdad, que es Cristo, y permanecer en ella, es la única garantía para que nuestro querido Madrid sea una ciudad edificada a favor del hombre y no contra el hombre; una ciudad en la que la lucha y las competencias egoístas den paso al bien común y a la verdadera fraternidad entre todos sus moradores; una ciudad en la que el bienestar material no obstaculice el desarrollo de las verdaderas dimensiones espirituales y trascendentes de la persona; una ciudad en la que quienes buscan trabajo, hogar y cultura, vengan de la comunidad de Madrid o de cualquier lugar de España, nuestra patria común, o del extranjero, de países hermanos o más lejanos a nosotros, no sean mirados como impedimento para el mayor bienestar de quienes viven en la abundancia, sino como hermanos a quienes se les brinda justicia, amor y paz.

Acudamos, pues, a Nuestra Señora para que, como «estrella de la Evangelización» abra nuestros corazones al evangelio de la esperanza y miremos el futuro con la confianza que nos da el triunfo de Cristo sobre el pecado y la muerte. Que Ella nos acompañe en esta etapa final del Sínodo Diocesano que estamos a punto de iniciar, de modo que la Iglesia de Madrid, renovada en su fidelidad a Cristo, sea para todos los madrileños esa «morada de Dios con los hombres» que confiese la fe en el Señor muerto y resucitado y la transmita a las jóvenes generaciones. Así, con María, cantaremos las maravillas de Dios.

Amén.

Juan Pablo II, Ecclesia in Europa, 49.
Juan Pablo II, Ecclesia in Europa, 70.

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