Mis queridos hermanos y amigos:
El comienzo del nuevo año ha venido acompañado con noticias procedentes de dentro y de fuera de España cuya gravedad no se puede desconocer. La catástrofe producida por el maremoto en el Sudeste de Asia ha causado muertes, dolor, desolación y desgracia en unas proporciones colosales, desconocidas hasta ahora en la historia de la humanidad; pero, también, ha dado de nuevo ocasión a que ante la impotencia física del hombre para dominar las fuerzas desatadas e incontroladas de la naturaleza se alzase más viva y poderosa aún la respuesta de la solidaridad y de la ayuda fraterna. La humanidad se siente interpelada por el terrible acontecimiento a considerarse y a configurarse como una familia -la FAMILIA HUMANA-, en las relaciones mutuas entre las personas y entre los pueblos y naciones que constituyen la comunidad internacional. También España, en la hora presente, vive desde lo más hondo de las convicciones íntimas de sus ciudadanos, un sentimiento de unión solidaria que abraza a todos. Aún recordamos no sin emoción agradecida la respuesta de los españoles al terrible atentado del 11-M, uniéndose al dolor de las víctimas y prestándoles toda suerte de ayuda, entre la que no faltó la oración, enraizado en su tradición cristiana más que milenaria. A pesar de las apariencias en contrario, las razones para la esperanza son pues más pujantes que las que pudiesen inducir al desaliento y al pasotismo no comprometido. El Santo Padre avalaba estas razones con renovado y creativo vigor en su Mensaje para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz de este año inspirado por el pasaje de la Carta del Apóstol San Pablo a los Romanos: “No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien” (Rom. 12,21).
Efectivamente, se trata de vencer al mal con el bien. No hay otra fórmula válida para conseguirlo. No siquiera se logra una superación históricamente eficaz de la situaciones causadas por las fuerzas del mal, al menos a largo plazo, sino es a base de hacer el bien: el bien moral. El Papa recuerda con la clarividencia propia de la visión cristiana del hombre, y que la experiencia personal y comunitaria confirma incesantemente, que “el mal pasa por la libertad humana” y que “tiene siempre un rostro y un nombre: el rostro y el nombre de los hombres y mujeres que libremente lo eligen”. Es más, precisa que “el mal, en definitiva, es un trágico huir de las exigencias del amor”. Dicho con otras palabras: el mal se produce cuando el hombre rompe con el Mandamiento de Dios de amarle a él sobre todas las cosas y al prójimo como a un hermano.
Por ello, ante el panorama que ofrece la humanidad al iniciar la andadura el año nuevo -el año 2005-, marcado por los graves males de carácter social y político que la afligen -los conflictos cruentísimos en Africa, la violencia del terrorismo que no conoce fronteras, el drama iraquí y la situación de enfrentamiento obstinado en Palestina, etc.- apela Juan Pablo II a la necesidad de que hombres de gobierno y responsables de las naciones y de las instituciones internacionales reconozcan la vigencia de lo que él llamó ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, hace diez años, la ‘gramática’ de la ley moral universal y traten de aplicarla con efectividad, adoptando las medidas necesarias para ello. Se impone sobre todo una “gran obra educativa de las conciencias” en las nuevas generaciones que ansían y buscan horizontes luminosos y nobles para sus vidas. ¿Dónde se pueden encontrar si no es en un “humanismo integral y solidario”, él que pasa por el reconocimiento neto y el cultivo cuidadoso del bien común en todos los ámbitos donde se articula la dimensión social de la persona humana: “la familia, los grupos, las asociaciones, las ciudades, las regiones, los estados, las comunidades de Pueblos y Naciones”? ¡Cuánto necesitamos en la actualidad, y de modo apremiante en España y en Europa, reavivar la conciencia de las exigencias personales, sociales y políticas que implica el bien común! El Beato Juan XXIII, y más tarde el Concilio Vaticano II y Juan Pablo II en repetidas ocasiones, lo definían como el conjunto de condiciones sociales que posibiliten y promuevan positivamente el desarrollo integral de la persona: de su dignidad y de todos los derechos fundamentales que le son inherentes, a la vez que facilitan y alientan las actitudes activamente solidarias ante los que sufren más carencias y necesidades.
Sólo así, buscando sin descanso la realización del bien común, es posible la paz. Sólo por la vía de la postergación de los intereses y egoísmos particularista a lo que postula teórica y prácticamente el bien común se puede avanzar en el recto y generoso uso de los bienes de la tierra, de los más primarios y de los más tecnificados, de cara a ese inmenso mundo del hambre que sigue atenazando sobre todo al Continente Africano.
La razón suprema para la esperanza nos sigue viniendo, sin embargo, de lo que celebraba la Iglesia el primer día del año: la solemnidad de Santa María Madre de Dios: el Hijo de Dios nos ha nacido hace dos mil años; su nacimiento sigue actuando entre nosotros con una actualidad siempre fresca e inédita. Su Madre, María, la Virgen de Belén y de Nazareth continúa ofreciéndonoslo como el autor de la vida, fuente del amor misericordioso y de la gracia, como nuestro Salvador. ¡Ella también es nuestra Madre!
A Santa María, Madre de Dios, Nuestra Señora de la Almudena, Virgen Inmaculada, le encomendamos de un modo muy especial en este año que comienza el bien espiritual y material de Madrid y de toda España: ¡quiera conservarnos ella a su lado, en la paz de la noche de la Natividad en Belén y en el amor mutuo que no conoce fronteras, separaciones o divisiones: en el amor con que Dios nos ha amado!
Con los deseos de un año nuevo feliz y en la paz del Señor Jesús, os bendigo de corazón: a todos los ciudadanos y familias de Madrid,