Mis queridos hermanos y amigos:
Comienza la Cuaresma el próximo miércoles con la liturgia de la ceniza, que nos recuerda de nuevo lo que somos por nosotros mismos y lo que somos y valemos por lo que Dios ha hecho en nosotros y con nosotros. “Recuerda que eres polvo y en polvo te has de convertir”, reza la tradicional forma litúrgica de la imposición de la ceniza, que se nos ha quedado impresa en la memoria desde nuestra niñez y que ha dado materia tan abundante a la meditación de los santos y al genio de nuestros mejores poetas. El hombre por sí mismo, en virtud de sus propias fuerzas y capacidades, no es nada. Si es y existe, es porque Dios lo ha creado por amor. Si el hombre vive y puede mantenerse en la vida es, en definitiva, porque alguien que ama infinitamente lo ha amado desde toda la eternidad como imagen y semejanza suya. Cuando los hombres -!una cultura!- olvidan esta verdad constitutiva del ser humano, se precipitan más pronto o más tarde en el abismo de la desesperación. Es lo que ha ocurrido a muchos de nuestros contemporáneos. No es extraño que en una época del olvido pertinaz de Dios, como ha sido en gran medida la nuestra, haya habido pensadores que se han propuesto explicar lo que es el hombre, su origen, la cuestión de donde viene y a donde va, su futuro, desde “la nada” y “el azar”. Pocas veces en la historia gozaron estas dos palabras de tanto prestigio y uso científico y literario como en la nuestra. Y ciertamente, por nosotros mismos, no somos nada, pero por el amor de Dios somos creaturas suyas, imagen y semejanza suya, llamados a ser sus hijos y a participar de su vida y gloria eternas. Un amor que se ha manifestado abiertamente en la acción creadora de Dios, pero mucho más abundantemente -¡increíblemente!- en su actuación redentora.
A la resistencia del hombre a reconocerse creatura amada de Dios, incluso más, a su pretensión de querer ser como “dioses”, creyendo y entregándose a la tentación de “la serpiente”, del diablo, responde Dios con el envío de su Hijo Unigénito, haciéndose uno de nosotros, para ofrecer en la total humildad de nuestra carne su cuerpo y su sangre como un sacrificio de expiación infinitamente misericordiosa para la salvación del mundo. Donde abundó la culpa, sobreabundaría la gracia, diría San Pablo. Esta es “la Buena Noticia”: la de la redención salvadora del hombre en virtud del Misterio de Cristo que se nos ha revelado en la plenitud de los tiempos, aquellos en los que vivimos. El olvido de Dios alcanza por ello aquí y ahora y en nuestra sociedad, de antiquísima tradición cristiana, una máxima gravedad. El Santo Padre habla en la Exhortación Postsinodal “Iglesia en Europa” de “la apostasía silenciosa” de los europeos. Verdaderamente cuando se rechaza al Redentor, se rechaza también al Dios Creador. El nihilismo es su consecuencia inevitable, pues no hay salida para el hombre condenado a la muerte y una muerte eterna. ¿Cómo vamos a levantarnos del polvo de nuestras miserias, de nuestro pecado y de nuestra muerte si no es con una decidida conversión a Jesucristo Nuestro Salvador, implorando la gracia del arrepentimiento, de la contrición y del perdón en la Iglesia, su Esposa y Cuerpo, animada por el Espíritu Santo, creador y dador de vida que procede del Padre y del Hijo? Por eso se explica esa nueva fórmula, alternativa, de la imposición de la ceniza en la liturgia renovada después del Vaticano II: ¡“Convertios y creed en el Evangelio”!
Un año más se abre pues para nosotros con la Santa Cuaresma “un tiempo favorable” “un día de la salvación”, como a los cristianos de la comunidad de Corinto en los tiempos de Pablo: una nueva y excepcional ocasión para la conversión que comienza con el sí de la Fe. De la apertura al don de la fe y de su acogida hemos tratado ayer en la primera sesión de estudio y de deliberación de nuestro III Sínodo Diocesano. Sin la apertura al don de la fe no es posible la conversión al Dios que nos salva. Y pecar contra ese don, equivale a cerrar todas las puertas al descubrimiento del amor de Dios como fuerza modeladora de nuestra existencia personal y comunitaria. Cuando la luz de la fe va penetrando en los corazones, que saben hacerse humildes y sencillos, se inicia el itinerario de la esperanza regeneradora del hombre y de la experiencia inefable y transformadora del amor que se entrega al Señor y al hermano.
Como objetivo espiritual de esta Cuaresma, marcada tan singularmente por la experiencia sinodal de la Iglesia en Madrid, deberíamos proponernos lo siguiente: poder decirle al Señor, con verdad, al final de nuestro camino, cada uno de nosotros y toda la comunidad diocesana, sus pastores y fieles, lo que Santa Teresa de Jesús le expresaba en uno de sus más bellos textos poéticos:
“Vuestra soy, pues me criasteis,
vuestra, pues me redimistes,
vuestra, pues que me sufristes,
vuestra, pues que me llamastes.
Vuestra, porque me esperastes,
vuestra, pues no me perdí:
¿qué mandáis hacer de mí?”
La Madre de Jesús, la Madre del Hijo de Dios, la Madre de la Iglesia, fue de Él plena y totalmente desde el momento de su Purísima Concepción. ¡Que sea Ella la que nos guíe y enseñe el camino para alcanzar esa meta con nuestro III Sínodo Diocesano de Madrid: ser más y más fiel, plena y hondamente de Jesucristo! El camino se inició bajo la advocación de Nuestra Señora de La Almudena desde los albores históricos de Madrid ¡Que nos ayude a avanzar en él en esta nueva y decisiva etapa de la vida de la Iglesia Diocesana, llamada a la Nueva Evangelización!
Con todo afecto y mi bendición,